17 December, 11:37pm

Hace un par de años, tal vez ya diez años o más, N. tenía unas vecinas que parecían gitanas: ojos claros, piel curtida, vestidas con telas sobre puestas, como si fueran cebollas. Estas mujeres se paraban afuera de su casa y te ofrecían leerte la mano gratis. Claro, después te pedían una cooperación para "orar por ti".

Una vez accedí. Aun ignoro por qué, pero aquella quiromancia me afectó mucho el resto de ese día. Como había supuesto, la presunta gitana se limitó a decir hechos vagos, genéricos, ambiguos, sin relevancia, tales como "nunca has sufrido hambre en tu vida" —ajá, nadie en la colonia clasemediera donde vivía seguramente había pasado hambre—, o "tendrás un buen futuro en tu profesión". Perogrulladas en una palabra. Sin embargo, repito, el resto de la tarde me sumí en una especie de neblina mental, en un tipo de febril ensoñación donde la realidad ante mis ojos se ocultaba bajo un manto de sombríos vapores.

Ese día había ido a buscar a N. Se había ido con su novia. Así que de nuevo esa tarde me hallaba solo, sin ocupación, salvo vagar por las calles. Y así lo hice. Caminé por las calles que me conocía "como la palma de mi mano": bajé hasta la vía del tren, seguí los rieles hasta cruzar con la calle Andrés Quintana Roo y crucé en diagonal hacia la vieja fábrica de cigarros Buen Tono. Habían abierto una calle en medio de los terrenos de la fábrica abandonada, una calle bien pavimentada pero sin tráfico, con muchos árboles y buenas aceras. Le llamábamos "la calle del vicio". Ahí nos íbamos a fumar, a beber discretamente, jugar ajedrez o simplemente echarnos a ver pasar el día. Esa vez fui solo, hecho que cada día se repetía con mayor frecuencia. Recuerdo que aquello fue como estar drogado: ensimismado, con los sentidos apenas filtrando un poco de la realidad exterior, mi mente vagando sin ningún objetivo, sólo mostrándome, una y otra vez, la imagen de la gitana diciéndome trivialidades mientras frotaba mi mano.

Cuando decidí regresar a casa, mi mente ahora andaba brincando sobre expresiones regulares y en el operador estrella de Kleene, sumido entre gramáticas libres de contexto y su equivalencia con la máquina universal de Turing. Pero mis sentidos seguían cada vez más deprimidos. Cuando finalmente volví a la realidad, me encontraba sobre del cofre de un volkswagen con la mirada de su conductor en pánico. Se bajó, me preguntó si estaba bien. Yo, que apenas regresaba a la realidad, me le quedé viendo sin saber de qué estaba hablando. Me bajé del cofre y seguí caminando, percibiendo apenas como el conductor me insultaba por la espalda.

Esto viene a colación porque el viernes pasado mi tía L. me insistió que acompañara a la familia a un ambigú en honor a la graduación de mi prima. Como también se ofreció a llevarme a la central de camiones antes de que mi autobús a Celaya partiera, pues accedí con gusto. En su casa, donde se celebraría la reunión, cuando yo llegué, ya estaban algunos tíos que vinieron desde Celaya a la graduación formal de mi prima, mi otro tío que también radica en Monterrey, amistades de mi prima, la suegra de mi tío G. (esposo de L.) y demás gente de la cual no tenía aprensión de conocer.

Resultó que la reserva de cerveza para la ocasión fue copiosa y abundante, la que sin miramientos ataqué frontalmente. Al fin y al cabo sólo tendría que fijarme en la hora para pedirle a mi tía que me llevara a la terminal, subirme a camión y dormir la mona. Ocupado en estas cuestiones, intentando encajar en alguna charla, pero siempre evadiendo la sempiterna discusión del árbol genealógico y la rama más profunda de los apellidos familiares, me encontraba tratando de pasar discretamente un buen rato. Cuando de pronto, de la nada, como si se hubiera materializado atrás de mi (recordemos que para estas alturas, mi estómago tenía más cerveza que cualquier otro sólido digerido durante toda la víspera), apareció una chica de baja estatura, pelo rubio, lacio, ojos claros, entre miel y azules, de mirada inquisitiva, la cual se resaltaba con su nariz aguileña y prominente; cara afilada, labios pequeños y apretados, como si estuviera acostumbrada a fruncir el ceño al pensar. Blusa clara y pantalones ajustados negros. Me sentí embarazosamente enamorado. Quería acercarme a ella, pero carecía de todo pretexto conversacional y sentía que un nauseabundo olor a cebada fermentada emanaba por cada poro de mi cuerpo. Así que, como siempre, me quedé inmóvil, esperando que la tormenta en el vaso de agua de mi sentidos amainara y escampara.

La chica se acerca con mi prima y a sus amigas con toda familiaridad, pero se podía reconocer una brecha generacional entre ellas y la primera, tal como conmigo y mi prima. Me intenté concentrar en la conversación que ocurría en la mesa, pero el alboroto que aquél grupo recién formado hacía, iba creciendo.

Si algo puede matar mi natural timidez e introvertimiento, es la curiosidad, y ganado ésta sobre las primeras, me aproximé a mi tía y le pregunté por la chica. "¡Es mi prima M.!", respondió con su clásico entusiasmo y reverberación. En ese momento ella voltea hacia nosotros mientras nos aproximamos. Mi tía continuó: "Ustedes fueron nuestros pajes en nuestra boda". Los ojos de la chica se entornaron y me me miraron fijamente, para luego exclamar "¡es cierto! ¡hace 25 años!", como si de alguna forma me recordara.

Yo me avergoncé aun más, ya que lo único que recuerdo de esa boda fue que estrené mi primer traje: azul claro, corbata roja, zapatos de charol negros. Lo habíamos comprado en la misma tiendo donde mi papá se había comprado el suyo: una tienda enorme (o así me parecía), de colores cafés y ocres, con olor a viejo, con largos anaqueles con multitud de trajes colgados. La sensación que recuerdo de estar ahí fue la del descubrimiento del significado de la virilidad, qué significaba ser varón, qué nos diferenciaba de las niñas, y resultó ser simple y contundente: comprar trajes en esa tienda. Por otro lado, hay una fotografía que mi madre guarda con mucho recelo, donde estoy con una vela en la boda de mis tíos, con mi traje azul. Todos esos recuerdos se agolparon en mi cabeza de manera tumultuaria y en aquella marabunta de imágenes, trataba de encontrar el rostro de aquella chica. Lo único que podía recordar, era la impaciencia que sentía por las niñas que jugaban con el velo de novia de mi tía. Pero ningún rostro.

"Ella está estudiando grafología", comentó mi tía. Fue cuando entendí el alboroto que tenían las amigas de mi prima: le estaba esbozando un perfil psicológico a partir de su letra, amenizando la reunión con tal habilidad como truco de feria. Mi atracción y curiosidad fue mayor. Fue como haber conocido la versión femenina de Sherlock Holmes. "Ella ha participado en varias investigaciones importantes", continuó mi tía, "como la de..." y Sherley le hizo un gesto de reprimenda demandando la discreción del caso. Le pregunté si estudiaba grafología en Monterrey y me contestó de soslayo que no, que lo hacía en el D.F., mientras mi tía continuaba explicando que trabajaba para un perito de alguna procuraduría de justicia. Yo me quedé estupefacto abrigando la egoísta esperanza de que me esbozara mi perfil. Saqué mi credencia para votar ya que ahí está mi firma y supuse que con aquello le bastaría. Se la entregué como niño desesperado que exige la atención de un mayor a sus pueriles excitaciones, tratando de hacer a un lado a los competidores. En cuanto la tuvo en sus manos y la observó, volvió su mirada hacia mi con un gesto que me pareció de morbosa sorpresa y curiosidad, con los ojos abiertos, escudriñándome como un repugnante pero interesante insecto. De pronto volvió la cabeza y agitando las manos me devolvió la credencial argumentando "necesito algo más reciente". No falta decirlo, quería salir corriendo de ahí, miré el reloj y vi que era la hora precisa para emprender la retirada. Busqué con la mirada a mi tía para pedirle que me llevara a la central, y ahí venía ella, con un legajo de papel en blanco y una pluma que me entregó. "Qué más da" me dije mientras escribía mi nombre en el papel, para dejarlo sobre la barra de la cocina y me escabullía para despedirme del grupo. Cuando terminé de anunciar personalmente mi salida y regresar a la cocina, encontré a Sherley viendo detenidamente la hoja donde había apuntado mi nombre. Me acerqué y me preguntó "¿Eres muy negativo?" "¡Soy un negativo profesional!" exclamé con una falsa sonrisa. "Eres determinado y siempre vas al punto, pero te distraes con facilidad... ¿es así?". "Sí, supongo que sí", le contesté. Viendo que mi tía se disponía salir, me despedí de ella y me subí al carro.

El resto es confuso, sólo tenía la imagen de ella y sus palabras en mi mente. Embriagado en cerveza y en su truco circense, tal como las gitanas. Me había sentido desnudo ante ella, vulnerable, aterrado por la noción de que alguien podía exponer mis más vergonzosas miserias con sólo mirar mi palma o mi escritura, mi postura o mi respirar. Me sentía a merced de alguien con quien había sido paje hace 25, de la cual yo me había olvidado, pero ella perecía recordarlo. Avasallado, mi mente era un torbellino donde el vórtice era cada instante almacenado en la memoria. Torbellino que me persiguió aún dormido en el camión. Mientras que el resto de mis sentidos estaban embotados, tal vez por la cerveza, tal vez por la misma sensación que con las gitanas.

Cuando viajo de noche en camión, tiendo a quedarme dormido, pero me es imposible dormir bien. De cuando en cuando me despierto lleno de ansiedad y desconcierto, como si mi consciente pateara al inconsciente y me gritara que algo fuera de lo común ocurre. Me despierto de rondón y hago un repaso de la situación: estoy en un camión, de camino a tal lugar, son tales horas de la noche y faltan tantas otras para llegar. Y me vuelvo a dormir. En esta ocasión lo mismo volvía a ocurrir, pero ahora, insistentemente, la imagen de Sherley estaba ahí, como salva-pantallas de mis sueños.

Es interesante ver como hay gente que se cruza en nuestro camino, que a diferencia de la inmensa mayoría que se cruza e ignoramos olímpicamente, se nos vuelven pequeñas obsesiones. ¡Y qué bueno! La vida sería un páramo insoportable de lo contrario.

P.D.: Que descanse en paz el famoso "D.J. nefasto".