29 December, 10:38am
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Víctor JáquezCreo que encontré el rincón más romántico de Londres. Caminaba por Oxford street una oscura tarde del boxing day. Miles de personas saturaban las aceras y las tiendas, que por la avenida abundan, en un vorágine de consumismo visto sólo en pocos lugares del planeta. El frío comenzaba a calar en mi rostro y en mis manos descubiertas, las cuales sumergí en los bolsillos de mis vaqueros, mientras que a la vez comprimía mi cuello para que la bufanda cubriera mi boca y parte de las orejas.
Para un nativo de latitudes tropicales como yo, un profano de los misterios septentrionales, encuentro inquietante que, en invierno, a las cinco de la tarde, la noche más cerrada haya cubierto la vieja Londinium. Sin embargo el espíritu navideño, aunado a los poderes capitalismo salvaje, iluminan la ciudad, adornando cada cruce de avenidas, cada monumento, cada aparador, cada puerta, con luces multicolor, con decoraciones alusivas como coronas, renos y pinos navideños cuajados en brillantes esferas.
Pero mi alma, como suele ser, tenía demandas contradictorias: por un lado me pedía a gritos huir de todo ese ruido sin sentido, mientras que me imploraba no regresar a casa aun. ¿A dónde ir? Tal vez sólo caminar sin dirección, huir constantemente, era la única solución al conflicto.
En la víspera, en más de un par de ocasiones para ser sinceros, algunos declarados turistas me detenían para preguntarme por alguna dirección.
Estaban igual o menos perdidos que yo en realidad, y sin embargo había una gran diferencia: estar perdido para alguien que tiene un destino es sinónimo de ansiedad y frustración; mientras que estar perdido para alguien sin rumbo fijo, es un estado natural, tan normal que resulta fácil ser confundido por un nativo.
Y así caminaba entre la muchedumbre, entre la masa heterogénea de nacionalidades, idiomas, colores, olores, sonidos, abrigos y botines. Cuando una cálida brisa acarició mi mejilla derecha. Volví la mirada y encontré un estrecho callejón, con series de luces colgando por encima de esta, semejando una pequeña aurora boreal que se extendía a lo largo de aquel corredor peatonal. Había poca gente en él, sólo un par de almas observando los escaparates salidos de un cuento de Hans Christan Andersen o de los hermanos Grimm. Y una fuerza incontenible desvió mis pasos para internarme en aquél angosto pasaje.
El bullicio de Oxford street se ahogaba en la quietud de Gee's court (así se llama la callejuela) a cada paso que daba, tranquilizando así mi corazón, pero no sólo eso, sino que una fina canción se iba hilvanando en el aire con respecto mis pasos me llevaban a una esplendorosa intersección entre Gee's court y Barret street. Hay una modesta fuente de roca formada de arcos intersectados en su parte superior, rodeada de bancas donde un músico callejero, armado solamente con una guitarra electroacústica interpretaba delicadamente aquella melodía que había hipnotizado mis pasos: One de U2.
Miré a mi alrededor, en las cuatro esquinas había pequeños restaurantes con terrazas sobre los pasajes, mesas con amantes compartiendo la cena, iluminando sus sonrisas trémulas llamas de velas y quinqués, dando luz a su vez todo el patio.
Los murmullos de los amantes, las miradas cautivadas, absortas en la vergüenza y el placer, las sonrisas mostrando blanquísimos dientes, el frío atenuado por los latidos del corazón. Y la voz de joven cantante:
Cerré los ojos. Tomé tu mano y quité el guante que la cubría, desnudando tus delicados dedos, que acaricié para darles calor. Quería sentir tu mano, sentirte y que me sintieras. Las curvilíneas uñas esmaltadas, tu índice, tu pulgar, el dorso. Y mientras jugaba absorto juntando nuestras yemas, te acercaste a mi inadvertidamente, acercando tu rostro al mio, buscando mis labios y yo busqué los tuyos. El calor de nuestra respiración nos indicaba el camino, anunciando el maná que emanaría, el alimento de los dioses entregado deliciosamente de tus labios a los mios. El primer contacto fue sutil, tímido, apenas un roce que serviría de heraldo de la celebración próxima. Mis manos soltaron las tuyas buscando tus caderas, subiendo por tu espalda, intentando fundir tu cuerpo dentro del mio, aprisionarlo entre mis brazos, intentando capturar el tiempo y el espacio de ese instante en una eternidad. Sentí tus manos clavarse en mi espalda, dejando sólo el espacio suficiente para que la comunión de los labios fuera inmaculada. Mis labios jugaban con los tuyos, los cubrían, huían, los tocaban furtivamente, caminaban de una comisura a otra, bajan, subían, exploraban tu mentón, para luego dejar que tus labios tomaran la iniciativa para reconocerme. Temí por un momento que te molestara mi barba de varios días, pero no pareció incomodarte, sino lo contrario.
Cuando nuestros labios nos escocían dimos paso al gran beso, donde colmaríamos la sed del uno por el otro, olvidándonos de respirar. La asfixia que sería una simulación de la anhelada petit morte, y paso necesario para la sincronización de nuestros latidos. Colocaste finalmente tu cabeza en mi pecho y nos abrazamos para sentir el único compás marcado por nuestros corazones. Eramos uno. El olor de tu pelo, tu respiración en mi pecho, el vaivén que nos mecía, las curvas de tus caderas. Finalmente estaba en casa.
Abrí los ojos. Una lágrima comenzó a brotar de ellos. El joven músico callejero había terminado su interpretación y había desaparecido. Un dolor inmenso brotaba de mis huesos y el frío acusaba con mayor vehemencia. Tenía que salir corriendo de ahí, seguir huyendo. Sin mirar a mi alrededor, con los ojos fijos en el suelo caminé rápidamente a la desembocadura de la Saint James street y regresé al mundanal ruido de Oxford Street. Dejé que su estridencia acallara la terrible sensibilidad que me atormentaba. Y seguí caminando. ¿Habrá por ahí un pub?