4 May, 6:14pm

Hoy decidí despertarme hasta las dos de la tarde. La noche anterior Luis había hecho una reunión de amigos suyos, una reunión de treintañeros. Al principio me mostraba reacio a participar en una reunión social y así lo era hasta que Luis me sacó de mi habitación, donde me encontraba leyendo pacíficamente, para que me tomara algo. Opté por una cubata y me senté en el sillón a ver la televisión mientras la concurrencia estaba alrededor de la mesa convidando bocadillos. Un tío que llevaba rato parado se sentó en el sillón y comenzamos a conversar. Resultó ser bombero de la ciudad y la conversación giró en torno de la labor, platicándole de la explosión de Celaya y las aventuras que me había contado Jano en su misma ocupación en Celaya y Apaseo.

Resultó interesante el contraste entre la jornada de bombero en un país tercermundista con respecto a uno de un país europeo: más tecnología, más seguridad, pero menos fuerza en los servicios: sú última aventura fue salvar un halcón atrapado en una antena, así que de poco le sirven la visión nocturna, los sensores en los tanques de oxígeno y demás parafernalia de alta tecnología.

Luego se acercó un tío que había estado en Baja California norte y le había gustado mucho su experiencia mexicana y finalmente uno más que gustaba de la teoría de la conspiración. Lo interesante, otra vez otro contraste, era que el tío que había ido a México y a Las Vegas, ahora se encuentra en paro. ¿Cuántas persona desempleada en México, sin educación profesional, puede decir que se fue a la Côte d'Azur a pasear?

Finalmente me la pasé bastante bien. Además mojé el gaznate con unas Estrellas Galicia que había aparecido.

La cosa acabó a las tres de la mañana, aunque todos seguirían la fiesta en la playa, yo opté por quedarme a dormir. Y me desperté hasta las dos de la tarde.

Me desperté con la sorpresa que todos los encendedores habían desaparecido y que no podía prender la estufa para desayunar. Me tuve que limitar a un cereal. ¿Qué hacer? Sólo había dos opciones: salir a caminar o a la computadora. Pero pasado el rato sin decidir, me dió hambre. Era un domingo de fiaca y no tenía ánimo de enfrentarme a la gastronomía en algún lugar nuevo, así que me puse en mi papel de extranjero mediocre y me fui en busca de un Burger King. Llegué de nuevo al Palexco (ahí compré mi nuevo celular) y pedí una Whopper. Decepcionante, simplemente decepcionante, pero aplacó el hambre y recobré el ánimo para caminar. Llegué a La Casa del Hombre. Entré motivado porque sabía que había una sala de cine ahí dentro. No era lo que esperaba, era más bien una sala pequeña y proyectaban un documental sobre las ilusiones ópticas, muy al estilo del Discovery Channel. Recorrí la ecléctica exposición de anatomía, fisiología y evolución, que me gustó.

Caminando de vuelta, sumido en mis pensamientos, me topé con una idea que me estremeció: pensaba en que he hecho cosas buenas en mi vida, que he sido un buen tipo, y de pronto la oración se presentó: "Víctor, mereces ser feliz". Sentí que la piel se me erizaba. Jamás había pensado en ello. Recordé que en la adolescencia, cuando supe del contenido de la obra de Freud, "el malestar en la cultura", que el hombre había entregado su felicidad con el fin de desarrollar una cultura que lo proteja, y acepté ese hecho bajo la forma que nadie tendría derecho a la felicidad plena, que esa pretensión era fútil, y es más, hasta destructiva. Ahora sumemos una baja autoestima, pues tenemos el cóctel de la aceptación resignada de una vida sin felicidad. Entonces se comprende que encontrarme con esta declaración, aceptar que merezco ser feliz, fue relampagueante. Lo importante es la palabra "merecer", he vivido mi vida convencido de que nadie merece serlo y que lo mejor es aceptar de la mejor manera que la felicidad no es viable en nuestra sociedad. Ahora el péndulo de los prejuicios parece ir en el otro sentido, a su punto de equilibrio. Para ser feliz hay que aceptar la posibilidad de serlo.