Ese vicio de leer cochinadas...

Los libros tienen un problema: no tienes con quién comentarlos, sólo recomendarlos. A diferencia de la película del momento, dónde con los cuates vas a verla el miércoles de 2x1 y sales del cine, con un cigarro en la boca y con algo qué decir. Si la película merece la pena, terminarás en un café discutiendo sus detalles y entuertos. Con un libro no ocurre nada semejante.

Fué Tomás quien me recomendó el libro de El diablo guardián hace ya más de dos años. Días después lo compré y me lo bebí. Tomás lo terminó de leerlo meses después y no le gustó. Por el contrario, a mi me fascinó. Yo me las pelaba por comentar sus giros y estilo, y cada que veía a Tomás le preguntaba entusiasmado "¿Ya sabes quien es Nefastófeles?" y recibía la fría contestación de "No, aún no llego a esa parte".

Es un problema serio, el cual sólo tiene dos soluciones: o dejas de leer, o -alternativa adoptada por su servidor- te vuelves tu mejor compañero de lectura. Termino un libro y sé que difícilmente hallaré quien lo halla leído ya, así que tomo las calles, y, cual peripatético ateniense, me someto a tremendo soliloquio discutiendo la obra mencionada. Claro, muy probablemente te sorprendas viendo cómo otras personas se te sorprendan hablando solo. Pero con el tiempo la vergüenza se convierte en motivo de risa espontánea.

No obstante, una consecuencia de la frustración de no tener con quien platicar los vericuetos noveleros, es recomendar la obra a diestra y siniestra -suele ser más convincente si te vas por la siniestra-. El riesgo (otro más) es quedar como el loco en el desierto recomendando la lectura de algún trastornado alemán como Nietzsche o Goethe.

Yo creí que me había convertido en fan de Xavier Velasco, pero ¡oh! error, en realidad mi hermano lo es. Tan es así, que tiene un ejemplar del Diablo autografiado por su autor, además de sus dos siguientes libros de cuentos.

Yo, mientras tanto, sigo con mi pasquín porno-policiaco.