Tuesday 13 March 2012
Tiempo de lectura estimada: 6 minutos
Víctor JáquezLes presumo, de nueva cuenta, mi tarea para hoy del taller literario:
¿Qué cuándo nací? No, no sé. No, nunca celebré mi cumpleaños. Lo que pasa es que es la parroquia donde me bautizaron fue arrasada por los pelones, que andaban persiguiendo cristeros. Mi padre fue cristero, y ahí lo mataron. Era yo muy chica. Recuerdo a mi abuela diciendo que habían colgado su cadáver a un poste de telégrafos, junto a las vías del tren, para que sirviera de escarmiento a los que llegaban en busca de bulla. Mi madre murió poco después. ¡No! ¡Qué va! Cegada por la ira tomó también las armas y en nombre de Cristo Rey juró matar a todos los que estuvieran en contra de la verdadera religión. En la siguiente refriega una bala le quitó la vida.
Así que no sé cuándo nací. ¿Nunca te lo contó tu padre? Supongo que no le gusta platicar de esas cosas. Pobrecito, la pasó tan mal. Todo comenzó porque a tu abuelo se le soltó un tiro y de pura mala suerte mató al hijo de patrón. Yo le había dicho "Lorenzo, ya no lleves ese rifle, que ya no hay guerra", pero él insistía en que los pelones podían llegar en cualquier momento. Y ni modo, tuvo que huir del rancho. Al irse me dijo que me mandaría un propio para decirme dónde estaba y luego alcanzarnos. No volví a saber de él. Yo creo que lo mataron, lo mató el patrón. Nos queríamos tanto. Él siempre fue muy apuesto, y, aunque no lo creas, fue el favorito del patrón. Lo había ascendido de jornalero a caporal de un día para otro. No-hombre, se sentía tan ufano montando a su caballo, con su sombrero y sus chaparreras. Era muy guapo. Y nos queríamos mucho. ¡Uy! se las vio negras para cortejarme. Por eso estoy segura que lo mataron. Él era incapaz de dejarme así, como me dejó. Dios lo tenga en su santa gloria.
¿Cómo que "y luego"? Pues eso, que me dejó sola con un chiquillo, tu padre. Y lo esperé y lo esperé y nada. Luego comenzaron las habladurías de la gente. Sobre todo el señor cura. Decía que yo era esposa de un asesino ¡pero si fue un accidente! Yo no entiendo, después de que mis padres se sacrificaron para que el mismo cura salvara la vida, no tuvo ninguna consideración ni miramiento. Después de pisotear el honor de mi esposo, se disponían a pisotear el mio: el patrón un día llegó a mi jacalito, me dijo que mi marido me había heredado una deuda muy grande para con él, y que para pagarle debía amancebarme con él. Esa noche cogí lo poco que teníamos y salí con mi hijo rumbo a la capital.
Sí, la capital me impactó muchísimo. Mucha gente, movimiento. Edificios enormes. Acá todo el mundo tenía coche, en cambio, en el rancho ni el patrón tenía. Sólo la gente que lo llegaban a visitar: militares y gente muy respingada. Para mi fue un cambio durísimo: sin conocer a nadie, viniendo del rancho y sin educación. Pos me pasó lo que tenía que pasarme.
¿No te contó tu padre? Sí, fue un infierno para nosotros. Era joven, con un crío y era tan tonta. Creía que no valía de nada si no tenía a un hombre a mi lado, así que me arrejunté con Esteban. Maldito, infeliz... ¡Pues nos golpeaba! A tu padre y a mi. Lo peor era cuando llegaba borracho. Primero agarraba conmigo y luego a tu padre, quien intentaba defenderme.
Lo siento, no puedo evitar llorar cuando me vuelven esos recuerdos. Además, los viejos siempre lloramos.
Pues sí, tu padre terminó huyendo de la casa. Me dejó un hueco inmenso. Si ves a tu padre dile que me venga a visitar. Me gustaría mucho volverlo a ver. Dile que no le voy a reprochar nada. Él no tenía la culpa de nada. Era una criatura. Hizo bien en alejarse. Lo malo fue que me dejó el alma renca. Si lo ves, dile que lo quiero mucho... y si puede, que venga a saludar a esta pobre vieja.
El bruto de Esteban me golpeaba con más saña. Pero ya no me importaba. En aquellos aciagos días sólo quería morir. Hasta que un día fui a parar al hospital. Esteban creyó que me había matado y salió corriendo de la casa. Las vecinas, oyendo la alharaca, entraron y al verme toda ensangrentada me llevaron al hospital. Quien curó mis heridas fue una enfermera, la hermana Soledad. Esa hermosa mujer. Hablamos de tantas cosas, me dijo tantas cosas, me regañó de tantas otras. Me dijo que no debía dejarme morir, que debía luchar, como lo habían hecho mis padres. Que Dios me había dado otra oportunidad y que ella me iba a ayudar. Me preguntó si quería ser monja, pero le dije que no. Jamás tuve talante para el encierro. Crecí en un rancho, libre y a mis aires. Entonces me dijo que sabía de un impresor que necesitaba de alguien de sus confianzas para ayudarle.
¿A poco no conociste a don Gaspar? ¡Uy! Pues era un gachupín que había llegado de las Españas y había puesto una imprenta y necesitaba un ayudante. Y así, sin saber ni leer, ni escribir, me dio como habitación la buhardilla que tenía la imprenta y un trabajo. Claro, primero me dijo que tenía que aprender a leer y escribir. Las rabietas que hacía cuando no leía correctamente una palabra. ¡Decía cada herejía! Yo le recordaba que se iría al infierno por decir semejantes cosas, pero él me contestaba que era ateo, cosa que a mi me asustaba un poco. Yo nunca entendí como alguien tan bueno como él, no creyera en Dios. Pero estoy segura que el Señor lo sabrá perdonar.
Y no sólo aprendí a leer y a escribir, luego ya también sabía hacer cuentas. Pronto me gané su total confianza y me dejaba a cargo de la imprenta. Él me decía que estaban haciendo grandes planes para volver a su patria y refundar la tercera república y quién sabe cuánta cosas más. Yo sólo sé que tenía que ir a buscarlo ya muy entrada la noche al café Tacuba, donde tomaba con otros baturros hasta emborracharse gritando "Franco esto y Franco lo otro". Yo le preparaba un café de olla cargado y unos frijolitos bien picosos para bajarle la borrachera.
Jamás se casó don Gaspar. Siempre hablando de regresar a España y formar repúblicas y no sé qué tanto. Al final no regresó. La tristeza, la morriña como él le decía, lo arrastró a la bebida y eso terminó por matarlo. Como prácticamente yo me encargaba de la imprenta, tuvo a bien dejármela en herencia. Yo tampoco me volví a casar. Al final, cuando las fuerzas se me agotaron, vendí la imprenta.
Ahora estoy muy cansada. Voy a dormir.
Cerró los ojos mientras la enfermera observaba su cada vez más lento respirar. Pronto una densa placidez se apoderó de su gesto y la enfermera anotó: "Hora de la muerte: 11:34 am".