Camino de Santiago

El fin de semana pasado volví a recorrer el último tramo del Camino de Santiago. Pero esta vez 10 kilómetros más cerca: en Arzúa, porque la idea era únicamente caminar el sábado y domingo, pernoctando en Pedrouzo.

El motivo de esta caminata fue para despedir a K., quien hoy regresa a México, después de un periplo de 8 años por Europa.

Caracol y flores

Pasé la noche del viernes en Santiago de Compostela, luego de fartarnos de marisco en el Jato Nejro, y de beber, entre E. y yo, una excelente botella de Mencía. Al día siguiente, a las cinco y media de la mañana, estaba preparándome para coger el bus a Arzúa junto con N. y K.

Caminamos, charlamos, cantamos, callamos y respondíamos "buen camino" a los peregrinos. En Pedrouzo una linda monja paraguaya nos invitó a misa, a quien agradecimos pero, obviamente, preferimos descansar en un bar con una reparadora cerveza.

El albergue para peregrinos donde nos quedamos, era un lugar limpio, moderno y agradable. Mi compañera de litera era una alemana que se había accidentado y tenía los pies sumamente dañados, apenas si podía caminar. Durante largo rato habló por teléfono. Ya luego K. nos reprodujo la conversación: se lamentaba de no poder terminar el camino y que al día siguiente cogería un bus para Santiago.

Bosque y Santa Compaña

Al día siguiente, comenzamos a caminar sobre las siete de la mañana. No bien habíamos salido de un hermoso bosque, cuando una señora rusa, que venía delante de una patrulla de la Guardia Civil, nos preguntó en inglés, totalmente desesperada, si habíamos visto una bolsa de cintura tirada. La bolsa contenía su pasaporte y toda su documentación de identidad. Por suerte, N. tiene memoria fotográfica y recordaba exactamente donde había visto la bolsa, volviendo sobre nuestros pasos. Cuando N. regresó corriendo con la bolsa en la mano y se la entregó, la señora casi lloraba de la emoción. Nos abrazó exclamando "спасибо!" (spasiva, gracias en ruso).

Para cuando llegamos a Lavacolla las chicas iban exhaustas, pero aún así sacaron fuerzas para continuar y subir el Monte do Gozo, sellar la tarjeta y seguir hasta la Catedral de Santiago. Y fue allí, de camino a Monte do Gozo, donde K. contó una historia sensacional, que algún día espero reproducir: la historia de amor entre un chico indio y una joven rusa en Alemania.

Cerramos la jornada como la habíamos empezado: con una botella de vino. Pero ahora con un Malbec mendocino, Argentina, que me recordó la delicia de los vinos secos, a diferencia de los afrutados, que abundan en España.