Correr

Hoy hice algo maravilloso, me ha dejado un sosiego y una paz que bendigo: resolví salir a correr.

La semana pasada un catarro se había ensañado conmigo que, aunado con el calor del verano y mi última frustración como programador, me había dejado de un ánimo deplorable.

No es la primera vez que salgo a correr, mucho menos la ruta que había decidido: recorrer parte del Paseo Marítimo, desde el Club Playa hasta la Torre de Hércules y regresar. Pero es la primera vez que decidí darme un chapuzón en la playa del Orzán después de correr.

Salí de casa, subí por la Falperra hasta el parque de Santa Margarita. Atravesé el parque para dar a la calle Fisterra. Seguí por el Paseo de los Puentes hasta la Parroquia de Francisco de Asís, para bajar por la calle Calvo Sotelo, admirando una de las vistas más bonitas hacia el Mar Atlántico. Continué hasta la Plaza de Portugal y crucé la Avenida Buenos Aires para pisar el Paseo Marítimo. Comencé a trotar.

Recorrí la playa de Riazor, el Orzán, subí hasta ver la fuente de los surfeiros, pasé por la fachada de la Casa do Home, el reloj de pulsera, el acuario, la breve playa de las Lapas, hasta llegar a la Torre de Hércules, para dar media vuelta en la Avenida Navarra, y regresar trotando hasta la Coraza del Orzán, donde me encontraría con A. y P..

Obviamente no llevaba nada conmigo, salvo las llaves del piso y unas cuantas monedas. Al bajar a la playa me descalcé, me quité la sudada camiseta y salí corriendo rumbo al mar. El agua estaba como siempre: horrendamente fría. Me di un rápido chapuzón hasta que me dolieron las plantas de los pies del. Salí y acompañé a A. y a P. a tomar el sol, esperando a que éste me calentara. Cuando ya estaba seco, me sacudí la arena, me volví a calzar, me puse la camiseta, que también ya había evaporado el sudor, y caminé de vuelta, por la Avenida Juan Florez, a casa, donde me esperaban una suculentas chuletas que freí, junto con un arroz, que aunque se quemó un poco, me quedó también delicioso.

Domingo.