Flâneur celayense

Zalaya, dicen, es un vocablo vasco que significa tierra llana, que con el tiempo terminó en Celaya. No sé si hubo siempre vascos, pero cuando aprendí a leer y descifraba los letreros en las calles, Talleres Akerra, Molinera Euskera, Llantas Euskadi, fueron mis primeros hallazgos.

El barrio del Zapote comenzó como una pequeña capilla agustina, erigida en nombre de la Virgen de la Asunción. Fue el primer asentamiento novohispano. Una de mis desviaciones de pubertad ocurrió allí, cuando me alisté en los Scouts, en el grupo III. Los sábados por la noche me arrastraba, revolcado en polvo, por la calle Arroyo Ch., después de una aguerrida jornada de cánticos y juegos.

Sobre Arroyo Ch. hay una enorme casona que atrapaba mi imaginación. Un palacete de estilo neoclásico que, por muchos años, permaneció deshabitado. Algunas veces me detenía a contemplarlo e imaginar princesas dormidas, tesoros emparedados, maldiciones y espíritus chocarreros.

Al final de Arroyo Ch. está La Alameda, un parque donde las muchachas, enviadas desde pequeñas por sus familias, como empleadas domésticas, a las casas de la rancia clase acomodada, se encontraban con sus pretendientes. En el centro del parque hay un kiosco de estilo morisco, y a su alrededor, antes había estatuas de dioses griegos; una representaba a Hermes, bajo cuyos pies alados posaba el planeta Mercurio. «Es un futbolista», escuché una vez referírsele así, por un furtivo amante de banca

En la otra esquina de La Alameda está el Santuario de la Virgen de Guadalupe, sobre la homónima Calzada. Varias bodas y bautizos familiares se llevaron a cabo en ese recinto. Me recuerdo en el atrio, enfundado en un traje que me quedaba grande, esperando, aburrido, a que terminara la homilía para comer tostadas de cueritos en los puestos ambulantes del parque.

Cuando mi hermano y yo éramos pequeños, mi padre nos premiaba con helado de vainilla y Coca Cola en El Cisne. Caminábamos la Calzada Guadalupe hasta topar con la parroquia del Sagrado Corazón y el Templo de San Francisco. Allí doblábamos hacia la Calzada Independencia, recibidos por la estatua del cura Miguel Hidalgo y el olor a gorditas de migajas rellenas con nopales tiernos.

El cura Hidalgo inició un movimiento llamado a restaurar la monarquía de Fernando VII en la Nueva España, ya que la Vieja había caído en manos de Napoleón. Ahora al cura Hidalgo se le llama el Padre de la Patria.

Más delante, el primer monumento a la Independencia en México, un águila rampante comiendo una serpiente, diseñada por Francisco Eduardo Tresguerras, el Miguel Ángel mexicano. A espaldas del monumento está la magnífica Bola del Agua, un enorme tinaco único en el mundo, cuyo gemelo, en Stuttgard, fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial. Las madres cuentan a sus hijos que la Bola del Agua está llena de Cajeta, dulce de leche de cabra, típico de la región.

Al final de la Calzada, a la derecha, por la calle Morelos, sale al paso el Jardín Principal, donde jueves y domingos por la tarde, en su kiosco, la banda municipal interpreta boleros, sones y huapangos. Los pasantes descansan es sus jardineras, con el tráfico vial como telón.

Torciendo de nuevo a la derecha, sobre la calle Álvaro Obregón, está la Presidencia Municipal, y enseguida El Cisne, en cuyas decadentes cabinas estilo diner gringo, mi hermano y yo, engullíamos nuestro premio semanal.

Al final del la Revolución, el conflicto quedó entrampado entre dos facciones: la burguesía nacionalista, encabezada por Venustiano Carranza, y el campesinado, fiel a Pancho Villa y Emiliano Zapata. En la Batalla de Celaya de 1915, las tropas de la burguesía, al mando del general Álvaro Obregón, derrotaron a la División del Norte, de la que Villa no pudo recuperarse.

Sobre la misma calle de Obregón surge el Templo del Carmen, obra culmen del mencionado arquitecto Tresguerras. Templo de la Orden de los Carmelitas, consagrado a Santa Teresa de Jesús, es uno de los edificios insignia de la ciudad.

Una vez terminada la Revolución, se enfrentaron el nuevo gobierno y el clero católico, desatándose la Guerra Cristera. En Celaya, tierra de colérica fe, existen túneles que comunican las iglesias con las antiguas haciendas a las afueras de la ciudad, utilizados por los cristeros para huir, o atacar por sorpresa, a las tropas del gobierno.

En secundaria, con algunos amigos, en un par de ocasiones, fuimos al casco de la ex-hacienda La Favorita, que oculta uno de los túneles. Nos adentrábamos en él hasta donde nuestro coraje nos permitía, que no era más de unos metros, ya que el constante paso del tren cimbraba la estructura del abandonado túnel.

A la izquierda del Templo camerlita, siguiendo sobre calle de El Carmen, que se convierte en Manuel Doblado, cruza la avenida Benito Juárez. Sobre la avenida estaba el Hotel Juárez. Ya no existe, pero hace años, señoras aguardaban en sillas de mimbre, abanico en mano, en el vestíbulo del hotel. Mi madre me había advertido que ni siquiera las mirara. Me era incómodo pasar por allí, de adolescente, y escuchar un creciente cuchicheo que procuraba no atender. Hasta que un día, junto con mi amigo Chuy, caminamos frente al hotel:

—Vengan muchachos. —dijo una de las señoras con maliciosa sonrisa.

En ese instante Chuy se detiene, encarándola:

—¿A dónde?

—Pos al cuarto.

—¿Pa' qué?

—Pos pa'cer hijos.

—¿Y yo pa' qué quiero hijos?

Las señoras rompieron en carcajadas y nosotros continuamos andando.

—¿Son putas? —le pregunté incrédulo a Chuy.

—Pos tú qué creías, güey…