Foster Wallace y la ironía
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Víctor JáquezCuando un libro catapulta ideas, abre brechas, ilumina, cuestiona nuestro despreocupado estar en el mundo, es señal de que era el libro preciso. Y, para mi suerte, eso sucedió con Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace, traducido prolijamente por Javier Calvo Perales. Es una colección de ensayos y artículos para varias revistas, publicado en 1997, de cuyo último ensayo toma título el volumen.
Hablar de David Foster Wallace es algo que impone, escribió la novela más importante de nuestra generación: La broma infinita, que comenzó a escribir a los veinticuatro años. Por ello, para reseñar su biografía, prefiero ceder el espacio a la buena gente de Blackie Books y su podcast Grandes infelices:
El libro contiene siete ensayos:
- Deporte derivado en el corredor de los tornados.
- «E unibus pluram»: televisión y narrativa americana.
- Dejar de estar bastante alejado de todo.
- Noticias bastante exageradas.
- David Lynch conserva la cabeza.
- El talento profesional del tenista Michael Joyce como paradigma de ciertas ideas sobre el libre albedrío, la libertad, las limitaciones, el gozo, el esperpento y la realización humana.
- Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer.
Todos y cada uno son excepcionales, sin embargo, me limitaré a este que, como decía en el primer párrafo, hizo saltar chispas:
«E unibus pluram»: televisión y narrativa americana
Uno de los lemas nacionales de los Estados Unidos fue «E pluribus unum», que significa «de los muchos, uno», aludiendo a la unión para conformar una nueva unidad. Para DFW la televisión invierte el lema a «E unibus pluram»: un país compuesto de espectadores solitarios y aislados que miran hacia ese mueble seis horas diarias en promedio.
La televisión refleja la realidad, pero no de manera pasiva-contemplativa, al contrario, a partir de ese reflejo el televidente se transforma así mismo, adopta la escala de valores que se le presenta, tal como los estrictos patrones de belleza que la encabezan. Al punto que las audiencias ya no miran televisión, sino que la interiorizan. Esto, por supuesto, genera una reacción: Todos los días aparecen críticas a la televisión advirtiendo sus peligros. Pero la televisión misma ha reaccionado a dicha reacción, al hacer parodia de sí misma constantemente. Así neutraliza la crítica, ya que ella misma no solo se autocritica, sino que hasta se autorridiculiza (por ejemplo, los Simpson burlándose de la cadena Fox).
A la vez que la televisión aprendía a mofarse de sí misma a través de la autorreferencia, surgía también la metanarrativa en los Estados Unidos:
[…] si el realismo representaba las cosas como las veía, la metanarrativa se limitaba a representarlas tal como se veía a sí misma viéndose a sí misma viendo las cosas.
Y es aquí, en la ironía autoconsciente, donde literatura contemporánea y la televisión convergen.
Un mecanismo para mostrar a alguien haciendo algo solamente para verse a sí mismo haciéndolo, es ironía, que es, como es definida por la RAE, una expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada. Es decir, una tensión entre lo que se dice y lo que se muestra, y esta tensión es el territorio nativo de los medios audiovisuales (¡Hola TikTok! ¡Hola influencers!).
Para entender la ironía se pueden usar las coordenadas propuestas por Lévi-Strauss: mito y rito. El mito son las creencias que tiene una población sobre sí misma, el rito son las prácticas realizadas. Un militante, un profesor, un religioso, cree en el mito y participa del rito. Aquel que cree, a pie juntillas, en el mito, pero no participa del rito, sería un fanático: el típico comunista, o capitalista, o católico, en redes sociales, que vocifera constantemente su credo, pero no participa en ningún colectivo, ni monta una empresa, o ni siquiera va a misa. El irónico sería quien no cree en el mito, pero participa del rito, como quien no cree en la democracia, pero vota, detesta a la Iglesia Católica, pero bautiza a sus hijos; el irónico se cree muy inteligente, desde su atalaya mira con desdén a los ingenuos; para él no hay nada peor que pasar por ingenuo; pero, como el mismo Lévi-Strauss decía, la sola práctica social del rito ya implica la creencia del mito, aunque inconsciente y naturalizada. Finalmente, quien mantiene su distancia de ritos y mitos, los mira de manera crítica y consciente, sería la pretensión de filósofos.
La televisión vende audiencias a sus anunciantes; las consigue ofreciendo Arte Popular complaciente, sin pedir nada a cambio. Y su oferta de Arte Popular no es malo en sí; ver televisión, bajo la presión de mantener el mayor número de audiencia la mayor parte del tiempo, es lo que la ha convertido en una actividad adictiva, que causa problemas al adicto. ¿Cómo causa esta adicción? La mayoría de las personas, en este tardo-capitalismo, llevan una vida miserable, y la televisión ofrece una distracción, al proporcionar sueños que buscan aportar alguna forma de trascendencia a la cotidianidad a través de la evasión. Como los adictos, el televidente no es tonto, es consciente de que está metido en una trampa, sin embargo, no le es posible escapar de ella. El mayor sueño al que aspira una persona inteligente es que sea reconocida como tal. La televisión ofrece una compleja y abundante transacción psicológica, que, a través de emisiones manidas, trilladas y soporíferas donde el espectador se sabe superior y, como resultado, siente que su inteligencia es reconocida. Por eso, la televisión de calidad carece de audiencia, al arrostrarle su ignorancia. Los creativos de la televisión se enfrentan a la tensión entre lo que el público quiere ver y lo que cree debería ver, y la resuelve ingeniosamente a través de dos mecanismos: la invitación al ciclo indulgencia-transgresión-rendición; y la ironía posmoderna.
La narrativa posmoderna emplea referencias de la cultura pop, no para plantear una dialéctica entre arte superior e inferior, como Joyce y Duchamp, sino para a) contribuir a crear una atmósfera de ironía e irreverencia, b) hacernos sentir incómodos y por tanto hacer un «comentario» sobre la superficialidad de la cultura americana, y c) lo más importante, hoy día, ser realista. Los narradores contemporáneos crecieron y se formaron con la televisión, así que, con la sola referencia a una imagen televisiva, un texto puede sostenerse, porque el fenómeno de mirar y la consciencia de mirar son expansivos por naturaleza.
Quiero convencerlos de que la ironía, el silencio con cara de póquer y el miedo al ridículo son distintivos de esos rasgos de la cultura americana contemporánea (de la que la narrativa de vanguardia es parte) que guardan alguna relación significativa con la televisión que tiene a mi generación agarrada por el cuello. Voy a afirmar que la ironía y el ridículo entretienen y son efectivos pero al mismo tiempo son agentes de una desesperación enorme y de una parálisis de la cultura americana, y que para los aspirantes a narradores plantean unos problemas especialmente terribles.
La narrativa de la imagen es un subgénero literario que usa los mitos fugaces de la cultura popular (mayoritariamente aquella que provee la televisión) como un mundo donde montar sus ficciones, e intenta imponer alguna clase de responsabilidad sobre el desastroso estado de millones de espectadores encadenados. Mas, lejos de ser experimental, la narrativa de la imagen es atávica, es una continuación del realismo, el cual convertía lo extraño en familiar, y ahora convierte en extraño lo familiar. Sin embargo, la narrativa de la imagen no logra lo que se propone, simplemente porque la televisión le pega una barrida en los mismos términos, al ofrecer una estética cínica y posmoderna de sí misma.
La cultura gringa mantiene una dialéctica constante entre individualismo y comunidad. En un inicio, la televisión ensalzaba a la comunidad; ofrecía al televidente solitario, pertenencia y seguridad dentro del grupo; pero en los 80's el fiel de la balanza viró hacia el individualismo: se invita al espectador a que afirme su individualidad, que destaque por encima de los demás. Lo interesante es cómo hizo la televisión para invitar al televidente, ya de por sí solitario, a que se aleje de la sociedad: convirtiendo a la multitud en una identidad diferente a la del espectador, y condenando al espectador pasivo como parte de un rebaño.
El estudioso de la publicidad Mark C. Miller lo explica de forma sucinta: «La tele ha pasado de la celebración explícita de artículos al refuerzo implícito de esa actitud del espectador que la tele requiere de nosotros» […] «ya no solicita nuestra absorción atenta ni nuestro acuerdo sincero, sino que nos halaga (igual que los anuncios que la financian) por el mismo aburrimiento y la desconfianza que nos inspira»
Un ejemplo de cómo apela la televisión al espectador es el siguiente anuncio de la Pepsi, emitido durante 1985-1986:
«Pepsi: lo que elige la nueva generación». […] El uso de la palabra «elegir» aquí es puro humor negro. De hecho, los treinta segundos del anuncio son totalmente irónicos y autoparódicos. Tal como explica Miller, no es realmente una elección lo que el anuncio está vendiendo «sino la total negación de la elección. Ciertamente, el producto en sí resulta irrelevante para el mensaje final. El anuncio no encomia la Pepsi per se, sino que la recomienda dejando implícito que se ha engatusado a mucha gente para que la compre. En otras palabras, el mensaje de este exitoso anuncio es que Pepsi se ha anunciado con éxito».
—DFW citando a Mark C. Miller en «Deride and Conquer» (1986)
El anuncio de la Pepsi alaba al televidente solitario, capaz de observar la manipulación de la que es objeto la turba de la playa, y se burla de ellos, trascendiéndolos, premiando su suspicacia e inteligencia con un trago de Pepsi. Ironía en vena.
Poniendo el cinismo sobre la autoridad, la televisión coloca al espectador solitario como adalid de la rebeldía sobre la hipocresía y superficialidad de los valores anteriores, creando un vacío de poder que rápidamente llena con la invitación al consumo. Y mientras adiestra al espectador a mofarse de los ingenuos que aún creen en el mito obsoleto, lo vuelve más alérgico a la gente, más solitario, con una sola escapatoria: seguir viendo más televisión para entenderse a sí mismo.
Si bien la ironía es rebeldía, su uso continuado en el tiempo torna en tiranía. No se puede vivir continuamente denostando a las instituciones. La ironía carece de fuerza para cambiar las cosas, en el mejor de los casos tan solo ilumina y debería apagarse pronto. Y por eso la ironía ha sido tan conveniente para los anunciantes: le da al televidente el sueño de superioridad e individualismo que busca, pero le inhibe el acceso a herramientas que le permitan cambiar efectivamente la realidad.
La televisión mantuvo 30 años de ironía (desde los 80's). ¿Se acabó con la llegada de Internet, YouTube y redes sociales? ¿La ironía como dispositivo para mantener audiencias se ha disipado? Posiblemente el actual navegante de Internet esté más solitario y vulnerable que el anterior televidente. Aunque tal vez no necesariamente. Es difícil el diagnóstico.
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