La guardia negra de la melancolía
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Víctor JáquezEl tiempo perdido. Contra la Edad Dorada. Una crítica del fantasma de la melancolía en política y filosofía, es un ensayo de la filósofa Clara Ramas San Miguel, donde intenta explicar los fenómenos como los incels, terfs, alt-right, rojipardos, MAGA, etcétera, como parte de la categoría de los melancólicos, como una reacción al sentimiento de pérdida, en particular de privilegios, pero sobre todo, de un orden y de un sentido del que se creían beneficiarios, aún sin efectivamente serlos. El problema es conducir esta melancolía a un proyecto político, en lugar de uno estético.
Ⅰ
El ensayo abre afirmando que nuestra experiencia está empobrecida: Todo sucede tan rápido que sólo podemos ser atónitos testigos del huracán, de tan complejo e inconmensurable, que nos destroza sin apenas capacidad de resguardarnos. Este huracán está formado por la economía, la tecnología, las comunicaciones, etcétera. Por ese motivo estamos incapacitados de pensar el presente, y, por tanto, empobrece su experiencia. Entonces nos abocamos a la banalidad y la superchería. El problema es que al cancelar el presente nos quedamos sin la posibilidad de construir futuros.
Ⅱ
Con el presente empobrecido y el futuro negado, el pasado torna nuestro único refugio, y recuperarlo nuestra apuesta a todo por el todo.
El filósofo Slavoj Žižek diagnosticó […] que el siglo XXI sería el siglo de la melancolía. […] [L]a melancolía supone una cierta mirada sobre un objeto amado que se siente ya perdido o en peligro de perderse. Dicha mirada conmina a aferrarse a dicho objeto para así intentar evitar su desaparición definitiva.
En el pasado hubo una Edad Dorada, uterina, donde patria, familia, religión, política, etc. se desarrollaban dentro de marcos supuestamente correctos y sanos. Ahora, creen hemos perdido rumbo. El proyecto político de estos melancólicos nuevos es recuperar esos valores que hemos dejado atrás.
Este proyecto melancólico ha desfigurado los contornos clásicos de las posiciones políticas produciendo centauros ideológicos, hibridaciones entre la izquierda y derecha política al uso. Así surge la derecha alt-right, comunistas roji-pardos, feministas transexcluyentes, y otras mutaciones. Pero estos seres no son realmente novedosos: el fenómeno del tercer-posicionismo, a principios del siglo XX, ya contenía dichas hibridaciones.
¿Quién sería el responsable de que, dentro de una misma generación, los valores sociales se trastornen y muten aceleradamente? ¡El capitalismo!. Con tal de generar ganancias, el capitalismo se adapta a cualquier situación, por más contradictoria que sea, y lo hace revolucionando incesantemente sus propias estructuras económicas internas, metabolizando cualquier circunstancia a partir de destruir constantemente lo antiguo para arrojar continuamente al mercado lo nuevo. A este proceso se le conoce como destrucción creativa. Sin embargo, lo antiguo no desaparece por completo, perdura, quedan sus ruinas. Es entonces cuando el melancólico se aferra a estos despojos, se enarbola como defensor de la tradición y declara una guerra cultural. Sin embargo, si una tradición necesita ser defendida es porque ya está arruinada. La guerra cultural es ya el certificado de fallecimiento de la tradición.
Los valores son hoy como monedas gastadas que han perdido su relieve y su capacidad de movilizar el metabolismo social, pero se siguen anhelando como divisas válidas.
La generación a la que, al parecer, ha calado más esta melancolía, es a la milenial, que ahora tiene entre 30 y 40 años, a quienes la promesa de que cada generación mejora su calidad de vida se ha visto incumplida y hasta revertida. La generación milenial percibe que efectivamente ya no tiene acceso a los recursos a los que sus padres sí tuvieron: empleo estable, un hogar asequible, un sistema de salud pública más o menos eficiente, educación de calidad, etcétera. El problema de este enfoque es el supuesto de un pasado ideal generalizado, donde todo funcionaba y encajaba, donde cada vida tenía sentido, orden y orientación. Mas eso nunca ha sido así.
Ⅲ
Uno de los mecanismos para articular socialmente la melancolía es a través del concepto del arraigo, particularmente instrumentalizando un texto menor de Simone Weil: Echar raíces, donde el arraigo es la «participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro». Para Clara este discurso es problemático. Primero, habla de una participación natural, inmediata, autoinducida por el entorno mismo, en oposición a la modernidad donde el dinero se impone como mediador social; pero en lo humano no hay nada natural, la simple presencia humana, con su lengua, arte, técnica, pensamiento, ya desgarra eso otro y externo que llamamos naturaleza. Segundo, con el arraigo se proyecta hacia el futuro una supuesta idílica sociedad sin desarrollo técnico que ya es imposible de realizar. El arraigo no satisface una necesidad espiritual del hombre de manera natural, al contrario, el arraigo es lo que queda después de satisfecha la necesidad, lo que Marx llamó el reino de la libertad. Por tanto, en realidad lo que existe en el ser humano es una tensión entre necesidad y arraigo, que metafóricamente se materializa en el camino, en la búsqueda constante, porque no hay un hogar ya dado al cual se debe volver, sino con la libertad de la imaginación se prefigura un destino y se expanden los límites actuales de la realidad.
Ⅳ
En oposición al resto de animales, los seres humanos no nacemos completos, colmados, al contrario, somos seres deseantes. El arraigo sería la tentación de colmar esa falta. Por otro lado, lo que nos diferencia del resto de los animales es la habilidad del lenguaje simbólico, del Logos griego.
El ser humano puede decir el mundo: tiene lenguaje. […] [E]l lenguaje sirve para encontrar salidas en el campo simbólico de la representación a aquello de lo que quizá no podemos resolver de otra manera.
Armados con el lenguaje tornamos seres políticos. Participamos en la organización de la sociedad hacia una mejor, acercarse a un ideal, de una manera actualmente inexistente, del cómo es al cómo debería ser. En otras palabras, el lenguaje nos permite relacionarnos con no-ser, es decir, el lenguaje habilita nuestra condición de búsqueda insaciable.
Cuando aprendemos a hablar perdemos nuestra condición originaria animal, aunque ya la primera pérdida es nacer: fuimos expulsados del seno materno. Extrapolando, vivir es abandonar el origen. El origen es siempre una herida. ¿Cómo podemos curarla? Paradójicamente, como el psicoanálisis descubrió, a través del lenguaje mismo. El transponer la pérdida en las coordenadas de lo simbólico, narrándolo, elaboramos nuestro duelo. He aquí el gran papel de la Literatura: poner en palabras el deseo que no se puede resolver de otro modo.
Ⅴ
Freud, en su texto de 1917, «Duelo y melancolía», describe ante el intenso dolor que genera la pérdida de un objeto amado, dos respuestas posibles: el duelo, que finaliza con la integración de la pérdida y la vuelta a la normalidad, y la melancolía, en la que el sujeto se aferra al dolor.
Nuestra existencia consiste siempre en una articulación entre pérdida y lenguaje. Dependiendo de cómo se articule simbólicamente la pérdida, tendremos o no la posición melancólica. La melancolía resulta de la resistencia a desprender el objeto perdido del sujeto para encabalgarlo en el lenguaje.
Un melancólico es, pues, alguien que no sabe perder, no saber cómo asumir la pérdida, el objeto permanece entonces de manera espectral. La melancolía resulta, por tanto, de la impotencia del sujeto, para quien es más importante su impotencia que el objeto mismo. Un melancólico es un ególatra encubierto.
Esta impotencia es una incapacidad de manejar el lenguaje, incapaz de transponer la pérdida en el eje de lo simbólico, no sabe hablar, prefiere regodearse en el lamento.
La filósofa búlgara, Julia Kristeva, en su libro de 1987, «Sol negro. Depresión y melancolía», distingue dos variantes de melancólicos: el que odio el objeto perdido, lo amaba tanto que lo odia por haber desaparecido, que hubiera preferido canibalizarlo; el otro es un yo herido e incompleto. El primero vocifera, el segundo prefiere el silencio; los primeros
[…] no custodian el objeto, custodian su privilegio, su dominación y su posesión sobre le objeto. No les importa el orden, la patria, los roles de género o la familia; les importa su dominación patrimonialista sobre el orden, la patria, los roles de género o la familia.
Tanto el conservador, el nostálgico como el melancólico desean volver al pasado, el melancólico no quiere el pasado en sí, sino su objeto perdido, y, por tanto, añora un pasado que nunca existió tal como él lo imagina o cree que fue con relación a su objeto perdido.
La Edad Dorada que añora el melancólico es sólo una proyección de sus carencias e impotencias del presente. El melancólico es un inventor del pasado desde las exigencias del presente […] Pero el melancólico no comprende el carácter narrativo de toda memoria y de toda identidad.
Ⅵ
La melancolía como postura política siempre ha estado allí, no obstante hoy en día parece ser la alternativa política más seductora, más mediatizada. En este capítulo Clara Ramas hace una revisión genealógica que resulta en el capitalismo contemporáneo, y cómo éste, en su oposición interna de destrucción-reacción produce seres melancólicos.
El cristianismo occidental medieval promovía una sociedad comunalista. El advenimiento del capitalismo totalitario, la Modernidad, promovió el desarrollo del individualismo.
En la Modernidad, cada individuo es en sí mismo un medio para los fines de otros, y los otros son solo un medio para sus restringidos intereses propios.
Y aquí ya comienza un sentimiento de pérdida: el ser humano que extravió la seguridad de lo común, donde su vida exterior e interior está conducida por medios muertos sin posibilidad de superación: alquiler, coche, contratos temporales, infodemia, ansiolíticos, antidepresivos, etcétera.
El burnout es la condición existencial contemporánea.
La Modernidad también erró su camino de restaurar el ideal democrático y republicano, cuyo germen estaba en griegos y romanos, y en su lugar se impuso la sociedad de mercado, sin control ni límites, sin gobernanza democrática. El mercado, entonces, hace lo que sea necesario para obtener ganancias, hasta socavar los cimientos de la sociedad misma si es necesario.
El filósofo austrohúngaro, Karl Polanyi, en su obra La gran transformación, de 1944, apunta que en la historia de la sociedad moderna se puede contar como un doble movimiento:
El mercado disuelve la sociedad, reduciendo a los individuos a átomos sin instancias comunitarias de protección […], la sociedad trata de protegerse […] reincrustando socialmente la economía para limitar el alcance del mercado, lo que puede suponer el desarrollo de formas de autoridad política que ponen en peligro a la propia sociedad.
Y el proyecto neoliberal agrava esta tendencia, produciendo una nueva subjetividad al introyectar los mecanismos de control y castigo dentro del sujeto mismo, produciendo al homo oeconomicus, empresarios de sí mismos postrados ante las demandas del mercado.
La reacción a toda esta constante perdida, no solo de privilegios, sino de sentido y orden, por tanto, se ha agravado, produciendo una tensión entre la disolución del orden y su defensa, entre el nihilismo revolucionario del mercado y la reacción. Una de estas formas reaccionarias es, por supuesto, la melancolía.
Siendo rigurosos, en el capitalismo se puede ser reaccionario, pero no conservador: sencillamente porque ni siquiera hay nada que conservar. […] [Y]a no hay comunidad, ni familia, ni valores; en ese sentido ya no puede haberlas.
Ⅶ
Para Freud la melancolía es una forma de narcisismo. Al melancólico no le importa realmente el objeto perdido, aunque realmente nunca existió tal como él dice, lo que le importa es él mismo y su condición de víctima. Lo que ha perdido es su identidad, su yo, su ego. El tono de su queja es puro resentimiento. Son resentidos a quienes se les ha puesto en duda su dominio tradicional. Se les ha arrancado su derecho a dictaminar qué es lo correcto y lo incorrecto.
Cuando claman contra una supuesta cultura de la cancelación y la mojigatería, lo que ocurre a menudo es que, simplemente, tienen que lidiar con otras voces que hasta ahora no eran escuchadas porque no formaban parte de la conversación pública.
Generalmente nadie es consciente de los privilegios que tiene, se autoengañan creyendo que se los han ganado por cultivar de tal o cual virtud. Cuando se pone en duda dicho privilegio, el agravio es insoportable.
Pero no hay que ser efectivamente privilegiado para victimizarse. Con sólo sentirse con derecho al privilegio el resentimiento aflora.
[…] incluso los «perdedores» en la jerarquía masculina tradicional consideran que tendrían derecho a obtener las prerrogativas que solo los que están en la cabeza de la jerarquía alcanzan —recursos, poder social, acceso al cuerpo y afecto de las mujeres—; pero en lugar de cuestionar un sistema de estereotipos que les condena a la frustración, vuelcan su resentimiento contra las mujeres que no les eligen a ellos o contra el movimiento feminista que pretende mejorar sus condiciones.
Ⅷ
La Edad Dorada a la que más recurren los nuevos melancólicos es La Naturaleza. Su proyecto político consiste en volver a una suerte de Jardín del Edén, virginal, con orientación, sentido y orden. La naturaleza sería como todo aquello que está afuera de la cultura, la gran corruptora, germen de la enfermedad moderna.
Además, los melancólicos son capaces de distinguir, con su sola mirada privilegiada, aquello que es natural de aquello que está corrupto, sin preguntarse por su propia mirada, de dónde surge, mucho menos analizarla de manera crítica. Su mirada, para ellos, ingenuamente, es intuitiva, sin sesgos, objetiva y, claro, natural.
La naturaleza torna un fetiche, un objeto que cobra vida bajo una mirada, fe o deseo. Un objeto fetiche está reconstruido, romantizado por esa mirada.
[L]a apuesta del melancólico es, precisamente, reproducir la Naturaleza perdida. ¿Qué obtenemos cuando tratamos de reproducirla? Pues, precisamente, una re-producción, un producto artificial. Obtenemos una Naturaleza fake.
Lo natural no existe. Mediamos nuestras interacciones con el mundo a través de la cultura. Aquello que señalan como supuesto pasado natural —la familia tradicional, los roles de género naturales, el trabajo agrícola natural, la patria, la religión— era producto de las circunstancias de ese momento, que ya cambiaron y no pueden re-instaurarse de manera espontánea. Lo que anhelan, entonces, es un parque de atracciones, una suerte de disneyficación del pasado, y, en el sentido más vulgarmente posmoderno, el performance de la tradición.
Ⅸ
La epistemología que apelan los melancólicos es el más obtuso binarismo: simples conceptos en superficial oposición cuya función es la de naturalizar un orden jerárquico. La oposición fundamental, de la cual son capaces de matar y suicidarse con tal de mantenerla intacta, es la hombre-mujer.
La propia estructura binaria de género es, en fin, la matriz simbólica con la que dotamos de sentido el resto de oposiciones que estructuran nuestro modo de pensar […] [L]a oposición dual de género significa, en el fondo, una relación superior-inferior. Es el último reducto desde el que ordenar lo real de manera binaria y jerárquica.
Cuestionar el género es amenazar el orden social y, por tanto, el género es el último bastión a acuartelarse en formación militar. Esto ha sido así desde los primeros movimientos feministas. Desde la primer mujer que preguntó a un hombre «¿eres capaz de ser justo?» todos quienes se han a atrevido a cuestionar la estructura y orden binario del género han recibido respuestas virulentas y violencia.
En la batalla por género en la época de Internet, la vanguardia más salvaje son los incels, célibes involuntarios, la guardia negra de la melancolía. Los incels se reconocen como los perdedores del sistema jerárquico del género, pero en lugar de cuestionar y modificar el sistema, vuelcan su rabia hacia las mujeres que no los eligen, foids, y hacia los otros hombres, chads, que acaparan a las mujeres disponibles.
No odian las reglas del juego, odian no ser ellos los ganadores del juego.
Los incels reconocen correctamente los síntomas, diagnostican el problema de una sociedad rota, desesperada, pero erran en la solución. La ala más extrema de los incels serían los blackpilled, para quienes la explicación es el nihilismo y la respuesta, el suicidio: «lie down and rot».
Ⅹ
Escritores como Zweig, Proust, Balzac; directores como Wim Wenders, grandes artistas en general, han creado obras maestras sustentadas en la melancolía, en la nostalgia, al transmitirnos con belleza algo que dejó de existir.
Si son bellas es porque recogen para nosotros lo perdido. Los verdaderos paraísos son los que se han perdido.
Todos participamos de una creencia, de un relato, que nos ayuda a orientarnos en la realidad, y las obras artísticas nos interpelan dentro de esos marcos, porque todos hemos perdido algo, todos tenemos la herida del origen. Y las verdades no nos las desvelan la Historia o las ciencias, sino la Literatura, el arte. El gran problema, lo que hay que rechazar, es la extracción de un programa político de esa melancolía.
En conclusión, si la melancolía no puede fundar programa político alguno, sí puede recibir una salida de otro tipo: estética.
Ⅺ
Lo que en última instancia perdemos no son objetos felices sino simplemente tiempo. De eso van las 3000 páginas que constan la novela A la busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, quien nos enseña cómo mirar a ese tiempo perdido de manera no melancólica, sino liberadora.
Uno de los mecanismos desplegados en la novela es el de la reminiscencia: Un recuerdo involuntario, que ya creíamos largamente olvidado, reactivado sensorialmente por algún evento nada relacionado. El ejemplo canónico es el de comer una magdalena mojada en té que le impone la tarea de reconstruir de Combray, el pueblo donde pasó su infancia.
Para Proust, afirma Deleuze, el pensador es un egiptólogo que rastrea el significado del jeroglífico de nuestros recuerdos: «No hay Logos, sólo hay jeroglíficos. Pensar es pues interpretar, traducir». La reminiscencia es, por tanto, un jeroglífico que puede encerrar el secreto de aquello que hemos perdido.
Ese objeto aparentemente olvidado reaparece de súbito bajo un manto de unicidad y excepcionalidad, pero esto no se debe al objeto en sí mismo, sino al sujeto en relación al objeto rememorado, es decir, lo excepcional es que el sujeto redescubra quién era en el pasado y ya no es. Por tanto, el objeto recordado no corresponde a la realidad de lo que fue, sino a un objeto eternizado/idealizado, cuyas huellas pueden rastrearse en el sujeto. Lo más valioso para cada uno de nosotros es un pasado que no sabíamos que teníamos, que fuimos, y de pronto reconocemos y, sin embargo, nunca existió como tal.
Ⅻ
En Proust, el fin de la búsqueda del tiempo perdido es su recuperación, tal cómo se llama el séptimo y último libro: El tiempo recobrado. Lo recupera al crear un relato del narrador sobre su vida y su deseo de darle un propósito. No es el objeto perdido el poseedor de este propósito, ni su posesión su recuperación. El mero hecho de buscarla sería la respuesta estética al problema de la melancolía: hacernos de un relato sobre nosotros.
descifrar nuestro jeroglífico, convertirnos en egiptólogos de nosotros mismos.
Volver al origen y, con el arte, darnos un sentido. Con el arte no sólo creándolo, sino participando de él de cualquier forma, sensibilizándonos, reconociéndonos en él. No se trata de preguntarnos para qué nos sirve el arte, sino quiénes somos frente al arte. De esta manera nos cambiamos a nosotros mismos, diluimos nuestras identidades duras, vemos hundirse los baluartes del sentido, y hacernos dueños de nuestra necesidad de un relato para volver a casa, como Odiseo.