Durante la ronda nocturna

No sé cuándo nací. Nunca celebré mi cumpleaños. Lo que pasó fue que la parroquia donde me bautizaron fue incendiada por los pelones, que en aquellos años perseguían cristeros. Mi padre fue cristero. Por eso lo mataron. Era yo muy niña. Recuerdo a mi abuela diciendo que habían colgado el cadáver de mi padre a un poste de telégrafos sobre las vías del tren, para que sirviera de escarmiento a los que llegaran haciendo bulla. Mi madre murió poco después. ¡No, para nada! Cegada por la ira tomó también las armas y en nombre de Cristo Rey juró matar a todos los que estuvieran en contra de la verdadera religión. A la siguiente refriega una bala también le arrebató la vida.

Así que no sé cuándo nací. ¿A poco nunca te lo contó tu padre? Supongo que no le gusta platicar de esas cosas. Pobrecito, la pasó tan mal. Nuestra desgracia comenzó cuando a tu abuelo se le soltó un tiro, y de pura pinche mala suerte la bala alcanzó al hijo del patrón. Yo ya le había dicho, «Lorenzo, deja ese rifle que acá no hay guerra». Pero él insistía en que los pelones podían regresar en cualquier momento. Y ni modo, tuvo que huir del rancho. Al irse me dijo que enviaría a un propio con sus señas, para luego encontrarnos. No volví a saber de él. Yo creo que lo mataron. Lo mató el patrón para saldar la muerte de su hijito.

¡Ay! Nos queríamos tanto. Él siempre fue muy apuesto y, aunque no lo creas, era el favorito del patrón: lo había ascendido de jornalero a caporal de un día para otro. Nohombre, se sentía tan ufano montado en su caballo, con su sombrero y sus chaparreras. Lucía tan guapo. Y nos queríamos un chorro. ¡Uy! Se las vio negras para cortejarme. Por eso estoy segura que lo mataron: él era incapaz de abandonarnos. Que Dios lo tenga en su Santa Gloria.

¿Y luego? Pues que me dejó sola con el chiquillo —sí, tu padre—. Lo esperamos y lo esperamos, y nada. Pronto comenzaron las habladurías; sobre todo las del señor cura. Decía que yo era la esposa de un asesino. No lo entiendo. Después de que mis padres sacrificarán sus vidas para que él salvara la suya, no nos tuvo ninguna consideración.

En seguida el patrón, después de mancillar el honor de mi esposo, se dispuso a pisotear el mío: un día llegó a mi jacalito diciendo que Lorenzo me había heredado una enorme deuda, y para pagarle, debía amancebarme con él. Esa misma noche cogí lo poco que teníamos y salí con mi hijo —tu padre— rumbo a La Capital.

Sí, La Capital me impactó muchísimo: mucha gente y movimiento; edificios enormes. Acá todo el mundo tiene coche, pero en el pueblo ni el patrón tenía. Para mi fue un cambio muy fuerte: sin conocer a nadie, viniendo del rancho y sin educación. Pos me pasó lo que tenía que pasarme.

¿No te contó tu padre? Fue un infierno. Yo era joven, con un crío. Creía que yo no valía de nada sin un hombre a mi lado. Y me arrejunté con Esteban. Maldito infeliz... ¡Pues nos golpeaba! Sí, a tu padre y a mi. Pero lo peor era cuando llegaba borracho: primero agarraba conmigo y luego con tu padre, sobre todo cuando el pobre se envalentaba para defenderme.

Perdón, son estos malditos recuerdos. No te preocupes. Además, los viejos siempre lloramos.

Tu padre terminó huyendo de casa, dejándome un hueco inmenso en el corazón. Si lo ves, dile que me venga a visitar. Me gustaría mucho volverlo a ver. Dile que no le voy a reprochar nada. Él no tiene culpa: era una criatura inocente; hizo bien en alejarse. Lo malo fue que me dejó con el alma renca. Dile que lo quiero mucho.

El bruto de Esteban me golpeaba con más saña, pero ya no me importaba. En aquellos aciagos días sólo deseaba morir. Hasta que un día fui a parar al hospital. Esteban, de tanta sangre que eché, creyó que me había matado y salió dando tumbos de la vecindad. La vecina, oyendo la alharaca, entró, y al verme ahí tirada, ensopada en sangre, me llevó a urgencias.

Quien curó mis heridas fue una monja, la hermana Soledad. Esa hermosa mujer. Hablamos de tantas cosas... y me regañó de tantas otras. Me dijo que no debía dejarme morir, que debía luchar, como lo habían hecho mis padres; que Dios me había dado otra oportunidad y que ella me iba a ayudar.

¿A poco no conociste a don Gaspar? ¡Uy! Pues era un gachupín recién llegado de las Españas. Había puesto una imprenta y necesitaba un ayudante. Y así, sin saber leer ni escribir, me dio un trabajo y, como habitación, el tapanco de la imprenta. Claro, me dijo que primero debía aprender el silabario. Ni te cuento las herejías que escupía cuando no pronunciaba correctamente una palabra. Yo le recordaba que se iría al infierno, pero él me respondía con que era ateo, —cosa que a mi me asustaba un poco—. Yo nunca entendí como alguien tan bueno no creyera en Dios. Pero estoy segura que el Señor lo sabrá perdonar.

No sólo aprendí a leer y a escribir, después supe cómo hacer cuentas. En seguida me gané la confianza de don Gaspar, quien me dejaba de encargada del negocio. Don Gaspar me decía que estaba haciendo grandes planes para volver a su patria, refundar la tercer república y quién sabe cuánta cosa más. Yo sólo sé que tenía que ir a buscarlo, ya muy entrada la noche, al café de Tacuba, donde bebía con otros baturros hasta emborracharse, gritando, «¡Franco, esto!» y «¡Franco, lo otro!». Yo entonces le preparaba un café de olla cargado y unos frijolitos bien picosos para bajarle la borrachera.

Jamás se casó don Gaspar. Siempre hablando de regresar a España y formar repúblicas y no sé qué tanto, pero al final nunca volvió. La tristeza, la morriña, como él le decía, lo arrastraba a la botella y eso terminó por matarlo. Siendo la encargada de la imprenta, tuvo a bien dejármela en herencia.

¡Ay mijita! ahora estoy muy cansada. Me gustaría volver a dormir.

La vieja cerró los ojos mientras la enfermera que la acompañaba se percataba de su, cada vez más, entrecortado respirar. «Los estertores», anotó.