El día de la Salvación

Salvador bebía una coca cola. Había despertado hacía unos pocos minutos y después de haber pasado lista por el escusado, hojeando un pasquín de eroticomedia, se disponía a salir rumbo a su trabajo en una vulcanizadora, donde fungía como factótum.

¿Quién es realmente Salvador? En una palabra, un bruto, un simple, un ser humano llano, un espíritu trivial, sin educación ni instrucción, sin aspiraciones ni sueños. Su única perspectiva es el placer inmediato. No. Placer no es la palabra correcta. La excitación mejor dicho, la conmoción de los sentidos, la satisfacción gratuita y expedita de las necesidades primarias. Más allá del comer, cagar, eyacular y dormir, las posibilidades que la vida ofrece no le interesaban. Trabaja, mal-lee y peor-escribe por razones meramente funcionales, son males necesarios para sobrellevar una existencia hipercomplicada por la modernidad.

Dejemos de lado por un momento a nuestro héroe para tomar el hilo principal de nuestra narración: la invasión de la tierra por extraterrestres.

El trajinar del mundo seguía su acostumbrado paso: guerras, acuerdos; construcciones, desastres naturales; pobreza, riqueza; los primeros balbuceos de un infante, sus primeros pasos; un adolescente en la ensoñación opiácea, cuyo padre es un político corrupto y su madre mantiene una ilícita relación lésbica; esta familia son Rotarios modelo y mantienen una casa hogar para niños de la calle. Y así sucesivamente, en esta cadena de justicias en injusticias caminando de la mano, entre dictadores y pordioseros, cuando un gran objeto bajó de los cielos. Semejante evento rompió con el hilvanado natural de la humanidad y los ojos del mundo se volvieron hacia el descendido.

¿Qué podemos decir del objeto? Nada salvo que es inefable.

No deja de extrañar que el idioma provea una palabra para describir lo indescriptible; un palabra para designar algo que no tiene palabras; una etiqueta que es negación de ella misma; una idea que implica su propia contradicción.

Pero vayamos más allá y pidamos ayuda de las ciencias milenarias. Tal vez la ontología nos ayude un poco. El ser humano es la mayor imperfección conocida dado que no conoce el ser. En lugar de ello el hombre se define día a día, decisión a decisión, en el devenir de su existencia, sin jamás conocer su razón de respirar, condenado a no conocer el ser. Una mesa es, un árbol es, una diminuta hormiga es sin sentarse jamás a meditar en su propia razón. En el momento que cavilara sobre su existencia, su completez se desvanecería.

Ante esta imposibilidad humana del ser, descubrimos que este es inefable, debido a que en el momento en que se le defina, perderá su cualidad y su completez, en una palabra: su trascendencia.

Pues bien, este inefable ente, vástago de las estrellas, era ni más ni menos que el Ser.

Esta materialización de la idea categórica del ser inmediatamente cautivó a la humanidad. De nueva cuenta, occidente tenía razón: Dios había bajado desde su Monte Neolimpo, para presentarse ante los hombres de buena voluntad.

Si insistimos en la filosofía, ahora utilizando a la axiología como la espada de la ontología: el Ser es el culmen, el depositario inmanente de los valores absolutos, atemporales y omnipresentes. Y para transmitir, o dicho de mejor modo, irradiar al Ser, el ente se valía del valor estético absoluto, terminando de tajo con las ideas relativistas y subjetivistas que apelan al politeísmo individual. El ente que es en sí, el descendido, se comunicaba a través de la belleza universal.

Podemos pensar que el valor estético de un ente es una relación indirecta entre el creador y el observador a través de la obra. Es una conversación silenciosa, sin especificidad ni acuerdos. Sin embargo, la naturaleza del valor estético, a diferencia del resto de los valores, es su temporalidad, pero más allá de su temporalidad, es su elitismo. Un observador tiene que estar preparado para la belleza, tiene que estar a la altura de la conversación. La hermosura no es algo simple de apreciar. La estética requiere de un esfuerzo para ser capturada, aunque sea sólo brevemente. Y debemos de ser claros, la belleza no es cautivación de los sentidos, va más allá, es cautivación del espíritu, es un punto donde la emoción y la razón se arroban y el ser humano, logra un instante de completez, obtiene un avistamiento del Ser.

Después de este grosero circunloquio, necesario para explicar las causalidades de la narración, estamos en condiciones de ver qué sucedió al hacer su acto de presencia el Descendido. Pues el resultado fue que la gente que estaba preparada para su belleza se entregó por completo a ella. Intelectuales, políticos, estudiantes, artistas, líderes sociales, científicos, todos con la apertura mental necesaria para captar la belleza universal se quedaron prendados con el aura de El Descendido.

El cuadro que tenemos bien pudo haberse esbozado en el medioevo: la humanidad en contemplación estática alrededor de El Creador. El hombre de la edad media, al depositar su fe en Cristo, ya no tenía necesidad de generar ciencia ni de analizar su existencia. Todo fue entregado en la divina palabra, sólo había que interpretarla. Craso error, en la interpretación está el libre albedrío y la verdad se multiplica, a pesar de los esfuerzos de Occam. Ante esta contradicción, el hombre medieval se esforzaba en generar fastuosas obras de arte que atisbaran la gloriosa verdad, a diferencia de ahora, donde la obra de arte es el vehículo de la verdad: el Descendido.

Fue entonces cuando la humanidad dejó de pelear, dejó de buscar, dejó de discutir, cesó de autodestruirse, ya que todo se reducía a estar en contacto con el Descendido. La filosofía ya no tenía que buscar ni negar el absoluto, estaba frente a los sentidos y espíritus de todos.

Bueno, en realidad no de todos, pues como dijimos, la belleza la descubre quien la busca, quien está preparado para ella, es por eso que los espíritus simples, los brutos como Salvador, fueron inmunes al poder de El Descendido.

Sin embargo, nuestro héroe tenía una diferencia tremenda con respecto a los demás simples: el uso consciente de su libertad. Él no quería la paz mundial, ni la tranquilidad ad infinitum e su alma. Él no buscaba la verdad, ni la adaptación de la realidad. Él no quería hacer ningún esfuerzo consciente, pues, como ya establecimos, su existencia estaba ligada inexorablemente a lo inmediato.

Así, que un día, mientras la humanidad preparada giraba alrededor de El Descendido, Salvador pasó a un lado y le arrojó la colilla de su cigarro, éste se incendió cual Biblioteca de de Alejandría, y el Ser desapareció. Y por esta razón Salvador fue el salvador de la humanidad, ya qué él liberó de la dictadura de la belleza y la razón a la humanidad, que se postraba esclava sin remedio.

En conclusión, el valor de la libertad será el más conflictivo, pero el que nos define como seres humanos. Cuando encontremos los absolutos, perderemos la libertad y la razón de nuestra existencia en el universo. Es por esto que Salvador es El Salvador de la humanidad, la salvó de su completa y total destrucción.