Emancipación

Pasaron las congojas de mi vida;
pasó cuanto turbaba mi reposo;
y hoy, en tu seno, soledad querida,
niño de nuevo soy, y soy dichoso.

—Alfred de Musset, fragmento del poema "Recuerdos"

Día Uno

El profesor entró en el salón y los alumnos, que ya lo esperaban sentados en sus pupitres, se pusieron de pie, activados por el resorte de la doctrina.

— Todo a Jesús por María, — enunció el maestro mientras colocaba su cartera sobre el escritorio.

— Todo a María para Jesús. — respondieron en coro los alumnos por acto reflejo.

El profesor, no bien había tomado una tiza para escribir sobre la pizarra, cuando la reluciente calva del director de la escuela anunció su presencia.

El director Rueda era un Hermano Marista con más de sesenta años de edad, aunque contaba con un físico intimidatorio. Imponía respeto, inclusive en adolescentes de ínfulas rebeldes. Alto, grave, musculado, de voz estentórea, enfundado en trajes de colores cálidos y corbatas de nudo inmaculado, aún en la canícula. El director Rueda, petrificado en su puesto de director, se sentía seguro y confiado.

— Profesor Gutiérrez, ¿me permite hablar con el señor José Vázquez? — ordenó el director, en un falso pero protocolario tono de pregunta.

José, sin alzar la vista, se levantó de nuevo del pupitre y arrastró, con la cabeza gacha, sus pasos hacia la salida del aula. Fue seguido por las miradas inquisidoras de sus compañeros de clase, ya que era un convicto cuya sentencia había sido dictada, su culpa indiscutible, aunque ninguno conocía el crimen.

Pero José ya sospechaba su delito y su desenlace. Desde hacía tiempo esperaba lo inevitable, y su dilación sólo acusaba su silencioso martirio. Sentado en un pupitre, intentando prestar atención a conceptos que un comité, totalmente ajeno a él, le habían fijado como indispensables. Mientras tanto, en su hogar, dentro de su familia nuclear, la desesperanza era la temperatura que descendía hasta el paroxismo.

Ya en el pasillo, lejos de los oídos ajenos, el director Rueda se detuvo y miró con reprobación al criminal, mientras José caminaba con la indolencia de los corderos rumbo al degüello.

Pasarían varios años para que la policía descubriera, en una revisión vial de rutina, la afición del director Rueda por las adolescentes. Le hicieron el alto en la carretera y se mostró demasiado inquieto. Más nerviosas todavía estaban las tres chicas que llevaba en el asiento de atrás. Al pedirle que abriera el maletero, encontraron toda suerte de vibradores, lubricantes y preservativos. El director Rueda había sido lo suficientemente hábil para sólo seducir chicas de bajos recursos, a las que abordaba dentro de sus labores pastorales, evitando así el oprobio de la alta sociedad a la que servía como educador, para quienes los pobres son apenas un motivo de consternación. Tiempo después, silenciada la ignominia, un cáncer de piel que tenía controlado, hizo metástasis de manera fulminante, matándolo en la casa de retiro Marista de L'Hermitage, en Francia.

— Me han informado que no hemos recibido el pago de sus colegiaturas en los últimos meses, — dijo el director Rueda a José. — Sabe que así no puede seguir viniendo a clase, señor Vázquez. A partir de ahora considérese suspendido hasta que sus padres salden los pagos pendientes. Tome sus cosas y márchese a casa.

Las montañas del sureste del país rugían amenazando a la hipocresía de la clase media mexicana. La crisis bancaria pasaba su factura a una sociedad cada vez más fragmentada. La economía se colapsaba, pero la gente insistía en permanecer ciega, rechazando con horror la solidaridad, que era sólo un plan del gobierno para los pobres, los otros, los perdedores.

A José le resultó extraño que lo echaran de la escuela en viernes. A su padre también lo despidieron un viernes. Algo especial tiene ese día para las malas noticias: unos largos sábados y domingos para pensar, tranquilizarse y no tomar represalias; para no llegar con una escopeta al día siguiente y saldar la afrenta.

José decidió ir a casa ya que estaba seguro que no habría nadie, ahorrándose así las explicaciones. Desde hacía tiempo sus padres llegaban hasta muy tarde, recorriendo el día entero la ciudad, pergeñando algunos pesos a una sociedad proclive a ignorarlos. Siempre llegaban cansados, a menudo tristes, cada vez más cerca del precipicio.

Hacía más de un año que el padre de José había sido despedido. A su edad resultaba ya imposible volver a colocarse en el mercado laboral. La primera mitad de ese año se resistió a aceptar este hecho y recorrió todas las fábricas de la región con el currículum bajo el brazo. En la otra mitad, se reencontró con hábitos de juventud: fumar y beber vodka hasta caer dormido. Su trato era cada vez más difícil y sus explosiones de violencia más frecuentes.

Por otra parte, su madre, tratando de aliviar el gasto familiar, se había aventurado en el mundo de las ventas, aprovechando a sus numerosas amistades y sus estudios truncos de económicas. Comenzó ofreciendo simples productos de belleza, pasando por los seguros de vida, hasta sofisticadas herramientas financieras. Pronto se convirtió en el sostén de la casa, para el fastidio de su esposo, viéndose reducido al trabajo doméstico.

Por todo lo anterior, era de esperar que, al llegar a casa a media mañana, expulsado de la escuela, la tuviera a su entera disposición. Tomaría las viejas revistas Playboy de su padre y las hojearía en el sillón de la sala, en calma, sin prisas, distendido.

Sin embargo, la desilusión fue devastadora al encontrar a su abuela en la sala, pegada al televisor.

Desde la muerte del abuelo, la abuela de José, al no poder sufragar el alquiler de una casa con su cada vez más raquítica pensión, aceptó vivir a caballo entre los hogares de sus dos vástagos.

Decepcionado por su socavada intimidad, José mal saludó a su abuela al entrar:

— ¡Abuelita! ¿Qué haces acá? Creí que no llegarías sino hasta el domingo.

— Ya ves, hijito. Al marido de tu tía no le gusta verme en su casa, así que la pobre tuvo que traerme hoy.

José no contestó, bajó los hombros y se fue al trastero, rebuscó en algunas cajas y se llevó, con nula discreción, un par de revistas a su habitación, cerrando la puerta a su paso.

Con todo, José sentía pena por su abuela, por la condición a la que había sido reducida: a un molesto estorbo. Una larga y compleja vida, sorteando guerras, vicisitudes y un duro matrimonio con un ex-militar, para que sus últimos días los pasara rogando por su muerte.

"¡Ay Jesús, llévame a tu Gloria pronto!", exclamaba su abuela durante sus ataques de angustia. La madre de José, cuando escuchaba tales peticiones, le saltaba la vena católica y le reñía, recordándole que no se puede intervenir en los planes divinos. Por su parte, a pesar de toda su educación religiosa, José encontraba cada día más difícil someterse al credo católico, aunque en su fuero interno se avergonzaba de ello. No podía dejar de sentirse culpable por no ver, en todo el catecismo, mas que sinsentidos y necedades, muy al contrario de toda la gente que lo rodeaba.

Una vez que se masturbó y hubo limpiado el semen con papel de baño, José se dispuso a observar más detenidamente las cuatro revistas que contrabandeó a su habitación. Eran de los años sesenta, de cuando su padre era estudiante y se hizo de una subscripción a la Playboy por una temporada.

Observando a las chicas de las páginas centrales, se percató con sorpresa de que todas ellas eran la misma chica: las mismas tetas, mismas caderas, mismos ojos azules, mismo pelo liso y rubio. El arquetipo de las girls next door.

Recordó luego a las nuevas playmates, las que veía en revistas que compartía con sus amigos. Las chicas seguían siendo rubias y de ojos azules, pero sus cuerpos eran distintos. Tal vez la Playboy, conjeturó, era la más clara evidencia de que existe la evolución humana.

Se entusiasmó un momento con aquella idea, pero la razón le indicaba que no se trataba de evolución, sino de la imposición de un modelo de belleza. Belleza que no acepta la diversidad, sólo lo uniforme. Las mujeres, cuyos cuerpos antes eran el deseo del gran público, ahora esconden, avergonzadas, sus cuerpos; y viceversa: las chicas delgadas, de tetas redondas, que en los años cuarenta fueron desdeñadas, ahora son el deleite de los lectores de la revista.

Uniformidad, adecuación, asimilación: todo para ser aceptado en una sociedad demandante y excluyente.

Los meandros del pensamiento llevaron a José al recuerdo de "ella". Se preguntó cómo sería su cuerpo desnudo, sus piernas, sus pechos, la forma de sus nalgas. Sean como fueren las encontraría perfectas. No es que Paula fuera la primer chica en que se fijara, pero sí la primera por la que sentía tal devoción. Desde el primer día de clases de la preparatoria no podía evitar, mientras la observaba de soslayo, garabatear poemas de amor en las últimas hojas de sus cuadernos.

¿Cómo serían sus maneras en la intimidad?, se preguntaba, ¿Tendría la misma sonrisa idiota de las modelos de Playboy? ¿Cómo sería el tacto de su piel, el de sus entrañas?

Escuchó que su abuela le llamaba, así que subió el cierre del pantalón, tomó su cajetilla de cigarrillos baratos y salió a la sala.

— ¿Tardará mucho tu madre para venir a comer?

— No lo sé, abuelita. No ha de tardar. Voy a salir a la calle.

Caminó hasta los raíles del tren. Ahí sacó un cigarrillo, lo prendió y aquello fue como respirar por primera vez.

En la televisión, el subcomandante Marcos decretaba el fin de la noche de los quinientos años, aunque muy pocos mexicanos estaban dispuestos a despertar. Sólo contadas personas se atrevieron a organizarse para defenderse de las infamias del poder. Valientes que lentamente se fueron consumiendo, como bujías en una oscuridad inabarcable.

José volvió de su paseo justo cuando su madre servía la comida. En la mesa también estaban su abuela y su hermano menor. Se sintió aliviado por no encontrar a su padre en casa. Al menos podrían comer con el mar en calma.

Su plato estaba servido. Era lo que esperaba: un tazón de algo que llamaban "frijoles refritos". Lo detestaba. Llevaban semanas, incluso meses, comiendo lo mismo todas las tardes.

El tío Gerardo, hermano de la madre de José, era agricultor y había perdido la última cosecha de frijol por una plaga de gusanos. Aún así, con la testarudez propia de la familia, mandó rescatar lo más posible, aunque aquello fuera imposible de vender.

Enterado de la precaria situación de su hermana, Gerardo les regaló varios kilos de frijol levemente agusanado, leguminosa que se convirtió en el sustento principal por una larga temporada.

La única forma de prepararlo de manera que fuera comestible, era haciendo una papilla del frijol cocido, llamándolo, por mero eufemismo, "refrito". Una pasta, más o menos homogénea, de gusanos y frijoles, cuyo amargo regusto era cortesía de la plaga.

Al lado del tazón humeante de frijoles, había otro plato con nopales cocidos. Los nopales son cladodios del cacto homónimo y son tiernos y jugosos, pero en el plato de José estaban hebrudos y resecos. Los nopales se sazonan con sal y ajo, pero como la sal estaba prohibida para la abuela, debido al episodio de una embolia hacía unos años, no se colocaba el salero sobre la mesa, evitándola igualmente el resto de la familia.

José se sentó con desgano, y como todos los días, hizo saber su opinión sobre frijoles. Su madre, como todos los días, le respondía con un "te lo comes porque es todo lo que hay".

Malcomió. Dejó los nopales, que le disgustaban más que los frijoles, y se fue a encerrar al "estudio", que era una habitación acondicionada para almacenar la considerable cantidad de libros que poseían, además de los L.P. y el tocadiscos. José puso un viejo L.P. de Bon Jovi, Slippery when wet, y se dispuso a leer lo primero que cayó en sus manos, dejando pasar el día encerrado en esa pequeña atmósfera sin fisuras.

Esa tarde José intentó leer Introducción al existencialismo de Nicola Abbagnano, pero por más que intentaba comprender lo que decían aquellas palabras, no podía captar su significado. Se perdía en la explicación sobre la imposibilidad de definir al ser.

Fue entonces cuando su madre entró en la habitación como lo hace un temporal a la costa, con la mirada llena de ira y angustia. Por un momento José temió que se hubiera enterado de su expulsión, que, aunque no era responsable de ello, no dejaba de sentirse culpable, culpa de no poder librar a su familia de la carga económica impuesta por sus estudios.

— Van a venir a embargarnos pronto — dijo su madre con una gravedad que sólo muestran las personas a punto de derrumbarse. — Se llevarán el tocadiscos. Así que hazte a la idea. Dentro de poco no tendremos nada. Posiblemente ni un lugar donde vivir.

— Sí, mamá — contestó lentamente, intentando ser ecuánime. — Ya veremos qué hacer.

Permanecieron un minuto en silencio mirando al vacío. No había más que decir, aunque deseaban poder seguir hablando. Sin embargo, ambos comprendían que no eran los interlocutores adecuados. Su madre optó por salir con el mismo ímpetu con el que entró. José ya no pudo seguir leyendo, se ensimismó jugando con la idea de no poseer nada. Tal vez así el dolor sería evitable.

Día Dos

El sábado despertó en medio de los gritos de sus padres. Las peleas eran, cada vez más, moneda corriente, pero esto no le amortiguaba la ansiedad que le provocaban.

Sentía en sus venas, en su piel, el odio de las palabras, la ira de los barruntos, la saña de los manotazos, el retumbar de los pataleos. José se ovillaba en su cama, mientras su padre gritaba "¡vete a la chingada, pendeja!" y su madre, tratando de ahogar el llanto, le reprochaba su incapacidad de encontrar un empleo. La abuela sólo imprecaba "¡Jesús! ¡No digas eso, hijo!", a lo que su madre contestaba: "Para que vea cómo es en realidad su bebito",

José se preguntaba si él trataría a su futura compañera (¿a Paula?) como lo hacía su padre. En clase de psicología habían visto un tema que le horrorizó: la interiorización del comportamiento paternal, concepto que, pensaba José, prometía un gran determinismo en el destino de generaciones. Sintió una profunda pena por quien compartiría la vida, ya que se repetirían eventos semejantes. Se juzgó un enfermo que debía alejarse de la sociedad para evitar infectarla con su mal.

También se preguntaba si no sería más sencillo si sus padres se divorciaran. Pero concluía que los problemas económicos los mantenía, no unidos, sino enjaulados en la misma vida.

Escuchó una bofetada que le propinó su padre a su madre. Cerró los ojos con fuerza y una lágrima brotó. Faltaban varios años para que se decidiera salir a encarar a su padre, reclamándole que la violencia física estaba fuera de límites.

Se incorporó y miró a su hermano, que jugaba distraído con un libro de ilustraciones. Eran cerca de las nueve de la mañana. Llevaban levantados alrededor de una hora, sin atreverse a salir de su habitación. De todos modos su presencia no sería percibida, ni detendría el ritual de violencia doméstica.

— En cuanto puedas, vete. No vale la pena seguir ni un segundo aquí —. Le dijo a su hermano mientras se vestía con unos pantalones vaqueros viejos y desgastados, botas de seguridad con casquillo de metal en la punta, una camiseta con publicidad de mal gusto y una camisa de franela, herencia del fallecido abuelo, para cubrir la camiseta, que se arremangó hasta los codos.

Su habitación daba a un patio trasero y una barda separaba el terreno baldío que estaba allende. José salió al patio y escaló el muro. Temía que alguna patrulla policial pasara en ese momento y lo detuviera, sospechoso de hurto. Los robos a las casas en el barrio eran tan comunes, que ya los cotilleos únicamente atendían a las casas que habían sido perpetradas por segunda o tercera vez.

Pudo brincar al baldío sin llamar la atención. El ruido de la calle era mucho más reconfortante que el ruido del seno familiar.

Se echó a andar. Aunque al principio no tenía consciencia de a dónde se dirigía, sus pies ya conocían el destino: la casa de su mejor amigo. Pero no se percató de ello hasta que torció en la esquina indicada.

Alberto era compañero suyo desde la secundaria y ambos encontraron que compartían intereses comunes, además vivían cerca. Así que una fuerte amistad fue inevitable. Sentían una admiración mutua que ambos ocultaban entre bromas y albures.

Cuando reconoció José que iría a casa de Alberto, comenzó a saborearse las actividades que harían. Seguramente lo invitarían a desayunar, o él mismo se invitaría. Ya lo había hecho antes. Hubo una vez en que la madre de José les dijo, a él y a su hermano, con la misma mirada perdida y la voz a punto de romperse, que ese día no había comida en casa, que buscaran a algún amigo y que le pidieran de comer. Ese día fue a la casa de Alberto y afligido preguntó a los padres de su amigo si podía invitarse a comer. Los padres de Alberto estimaban mucho a José y de inmediato le pusieron un lugar en la mesa.

Seguramente pasaría cosa semejante, con una invitación a desayunar. Pensó que luego podrían irse a una calle solitaria, llamada por ellos como la calle del vicio, para fumar y jugar ajedrez. Por un tiempo habían cogido el gusto por dicho juego y sus partidas eran intensas, los dejaba agotados. Tal vez también podrían discutir de sus temas favoritos: la física moderna y la teología. José insistiría en una visión atea del universo, mientras que Alberto apelaría a un creador. Posteriormente comerían de nuevo con la familia de Alberto y jugarían toda la tarde con su computadora.

Visualizando todo aquello se tranquilizó. Tal vez no sería un mal día después de todo. Podría evadirse un rato de su decadente realidad. Podría dedicar el día a cosas realmente importantes e interesantes.

Pronto llegó a la casa de su amigo y tocó el timbre. Momentos después salió la madre de Alberto.

— Hola, José. ¿Qué haces por acá?

— Buenos días, señora. Vine a buscar a Alberto. ¿Se encuentra?

— No. ¿Qué crees? Se fue con María desde temprano.

El desengaño cayó de nuevo como guillotina. Había olvidado que, desde hacía unos meses, Alberto se había echado como novia a María, una compañera de clase, relegando su amistad entrambos a meros saludos, y las ocasiones en que coincidían, Alberto solamente atinaba a conversar sobre su recién descubierta sexualidad. Aquello era para José un abismo que se abría entre ellos: ya no experimentaban el mundo de la misma forma, los intereses ya no eran comunes.

José de nuevo se encontró sin saber a dónde dirigirse, pero se puso a caminar. Muy posiblemente caminaría todo el día. Ya lo había hecho antes. Recorrer las calles fumando, sumido en soliloquios, monólogos y ensoñaciones.

Lo que lamentaba de esta situación de escasez era el poco control que tenía sobre su vida. Su existencia estaba atada a decisiones en las que él no intervenía. Estaba sin ningún poder sobre sí mismo ni sobre su futuro. En ese momento sintió una necesidad de independencia. No sólo por él mismo, sino también por el desahogo económico de sus padres y su hermano menor. Ya no era ningún niño y debería valerse por sí mismo.

El quid radicaba en los estudios: terminar la preparatoria e ir a la universidad. Le quedaban, como mínimo, otros seis años de pupitre y aula, seis años de dependencia a sus padres, seis años de vivir en la zozobra, de no tener dominio sobre su propia existencia.

Lo mejor sería tomar una determinación: bajarse de ese tren a punto de chocar, y continuar por un camino propio, accidentado muy posiblemente, pero del cual a nadie podría culpar, ni nadie lo culparía.

Y gran parte de esa decisión ya estaba encaminada: con su expulsión el primer paso estaba dado. No era un mal estudiante, todo lo contrario, la causa por la que abandonaría los estudios no era más que un destino manifiesto, que le abría la puerta a una vida más digna, aunque requiriera de muchas agallas.

Fue cuando cruzó por un gran supermercado, de esas gigantescas superficies con interminables estanterías, distribuidas en pasillos que asemejan a un laberinto para ratas adiestradas en el consumo. Y en la calle había un anuncio donde se leía que solicitaban personal. Aquel tablón lo trajo de nuevo a la tierra.

Todo encajaba perfectamente. Si es posible creer que en la vida se aparecen señales que nos indican el camino, ésta era una evidencia indiscutible.

José se quedó parado frente a aquel anuncio mientras visualizaba su nueva vida. Se imaginó un mundo idílico, como las películas de los años cincuenta en los Estados Unidos: una economía en jauja, donde uno podía comenzar a trabajar desde abajo e ir ascendiendo en el escalafón de acuerdo a la habilidad y entusiasmo individuales. Y él estaba seguro que llegaría a la cima del mundo de los supermercados. Se visualizó, primero limpiando y ordenando estanterías, luego pasaría a cajero; en poco tiempo sería supervisor de cajas y de ahí, seguramente habría más niveles, aunque no lo sabía a ciencia cierta.

De cualquier manera, aquella oportunidad se ajustaba tan impecablemente que la sola idea de fracaso sonaba ridícula. Podría llevar dinero a casa de sus padres, independizarse, hasta darse el lujo de echarse novia e invitarla a cenar.

Volvió de sus ensoñaciones con la decisión de ir a las oficinas del supermercado y pedir una solicitud. Pero algo lo detuvo. No se puede decir que haya sido una voz, pero sí una idea, difusa, pálida como un susurro. Posiblemente era la sonata La tempestad, de Beethoven, interpretada por Wilhelm Kempff; tal vez era el libro con litografías de Marc Chagall, con sus vaporosas mujeres dispuestas al amor; tal vez eran los versos del Romancero Gitano, que brotaban de los labios de José, como una oración, cuando caminaba solitario por las calles de la ciudad.

Se percató entonces que hay un riesgo enorme al abandonar la escuela, y aquello era distanciarse de lo que sus padres llamaban el conocimiento inútil: todos esos productos culturales, cuyo descubrimiento le producían una mansa satisfacción. No era un mero placer sensorial, ni tampoco necesariamente inmediato, sino más bien sosegado, aunque con súbitos arrebatos, que es cuando el fenómeno se logra percibir de manera congruente y armónica.

Y no es que la escuela le diera todo eso envuelto y digerido. Tal vez todo lo contrario. Pero la condición de estudiante le otorgaba el tiempo suficiente para indagar en todas esas ciencias de lo inútil. Con un trabajo de ocho horas diarias, agotadoras física y mentalmente, con dificultad encontraría el entusiasmo para leer poesía. Como su madre decía: "En este momento de mi vida, si lo que aprendo no nos pone pan en la mesa, es pérdida de tiempo". José pensaría de la misma manera, llegado el caso.

Se juzgó a sí mismo egoísta por exigir el sacrificio de sus padres a cambio de sus placeres inútiles, lo que le sentó bastante mal. El dilema de seguir estudiando era el cómo sufragarlo. Bien podría perder el año escolar y luego matricularse en la preparatoria pública, o también podría buscar la manera de pagar y no perder el año escolar. Aunque ambas opciones le parecían un agobio, por seguir demandando recursos a sus padres, por lo menos casa y sustento, no implicaban una renuncia total a sus estudios.

José no sabía qué decisión era la mejor. Ambas opciones implicaban abandonos. Pero si las señales de la vida le pusieron en esta disyuntiva, entonces, pensó, sería justo dejarle a ese mismo azar la responsabilidad de fijar el fiel de la balanza. Si el problema era conseguir dinero para pagar la colegiatura, podría pedirlo prestado. El primero que le vino a la cabeza fue su tío Gerardo. Aunque sabía que la pérdida de la cosecha de frijol lo había dejado mal parado, Gerardo y su familia disponían de ahorros. Si pudiera convencerlo de que José mismo era una buena inversión, podría luego pagarle trabajando los veranos.

La moneda al aire, el mensajero del azar, sería la disposición de su tío a ayudarlo.

José tenía que cruzar la ciudad para llegar a la casa de su tío, quien vivía en un barrio de personas acomodadas, con grandes casas, coches lujosos y rostros felices.

Caminar es sinónimo de pensar, aunque el riesgo de ser arrollado siempre está latente. Y así, sumido en sus meditaciones, apenas notó cuando llegó a dicha zona residencial. Lo que lo descarriló de sus pensamientos fue reconocer la cercanía de la casa de ella, de Paula.

Dicen que la timidez es una forma de narcisismo, y en José muy probablemente fuera así. La idea de causar una mala impresión lo amedrentaba a tal grado, que prefería alejarse de la simple posibilidad de un encuentro. No obstante, en su imaginación, visualizaba dichos encuentros idílicamente, donde él se mostraba seguro y ameno. Al reconocer la calle que llevaba a la casa de Paula, dejó que la fantasía emergiera: ella estaría afuera de su casa, sin nada en particular que hacer y José la saludaría acercándose. La conversación fluiría de manera natural, ambos se sentirían tranquilos, confiados, espontáneos. José le preguntaría si le apetecía caminar con él por la ciudad, sin ningún destino específico, sólo caminar y charlar, reír, sincerarse, mostrarse vulnerables sin temor. Serían dos individuos sin segundas intenciones, cuya única motivación sería la honesta convivencia de un sábado por la mañana. No echarían en falta el dinero, pues no tendrían necesidad de nada, salvo de caminar y charlar. Construirían esos puentes sobre los abismos que dividen a los individuos, y serían tan sólidos como las palabras que usarían como mortero para pegar las experiencias que se confesarían.

Ella le contaría sus secretos, le recitaría sus poemas y él la escucharía con toda su atención, hasta mínimo quiebre de su voz; luego él reconocería sus miedos, lo azaroso de su subsistencia, y no habría ninguna turbación, ningún juicio. Simplemente se darían la absolución de manera mutua y agradecida.

Entonces, en un acto insospechado, José decidió tentar a la suerte y dio vuelta en la calle de Paula. No tenía por qué hacerlo, la casa de su tío no quedaba por esa dirección, pero la idea de materializar su fantasía lo determinó.

Y sí, José descubrió a Paula en su portal. Pero no estaba sola como en su fantasía, sino en corrillo con sus amigos, montándose al coche descapotable de Bruno, el chico más adinerado de la escuela. Se veían alegres, festivos. Su ropa no era como la de José, sino a la moda, nueva, vistosa, como personajes de series de televisión para adolescentes, donde los protagonistas demuestran una supuesta madurez al superar cotilleos, entramados sexuales y problemas de pareja, tan frívolos como insulsos.

Lalo fumaba, Bruno bebía una cerveza, Gisela reía con sonoras carcajadas, Vanesa secreteaba al oído con Paula. Irían seguramente al centro comercial, comerían helado, verían una película, se encontrarían con otros chicos igual de relajados, despreocupados, satisfechos.

Se detuvo José con el corazón desbocado. Si lo veían, tendría que acercarse para saludar, le preguntarían qué hacía ahí y no sabría explicar la razón de su visita. Ellos notarían su desconcierto, por mínimo que fuera, y no perderían oportunidad, en especial Lalo, de hacer de él el hazmerreír del corrillo. Eso lo sabía de antemano José y sólo atinó a dar media vuelta. Apenas dobló la esquina pudo volver a respirar, llevándose un cigarrillo a la boca.

Muchos años después, José se encontraría con Lalo, al pasar por enfrente de una de las tiendas de ultramarinos, propiedad de la familia de Lalo. Apenas si lo reconoció: iba vestido con un traje negro, impecable, aunque delgado hasta la morbidez, maquillado con polvo blanco por toda la cara. Sorpresivamente, Lalo lo detuvo para saludarlo con mucho afecto, se abrazaron pese a la perplejidad de José y se despidieron de un fuerte apretón de manos, sin haberse dicho nada en particular. Pasados algunos días, José recibió una llamada telefónica: Lalo había muerto. Se dejó morir al no tratarse el VIH que había adquirido durante su último año de universidad, en una de las más prestigiadas del país.

Dando una calada fuerte a su cigarrillo recién prendido, una pringosa tristeza, que sucedió al golpe de adrenalina, lo atrapó. De pronto se encontró cayendo en una espiral de lúgubres pensamientos. Se preguntó qué podría ofrecerle a Paula y la respuesta fue instantánea: nada. Lo único que tenía en el bolsillo eran endechas e insignificancias. Se juzgó como una persona injusta por buscar la compañía de Paula. No debía amargar a los demás con su amargura, además nadie la entendería. Convencido de que no podía ofrecer alegrías, optó por el aislamiento. Y no saldría de su caparazón hasta que tuviera algo que ofrendar.

Una mutación, sí, eso era lo podría salvarle. De lo contrario estaba condenado al fracaso evolutivo. Su genes habían hecho de él su vehículo, un mero mecanismo completo y refinado, aunque fugaz, para que éstos pudieran seguir existiendo en la gran piscina genética. Sin embargo, su función de aptitud no era la idónea para el medio social. Y el algoritmo no perdona: los menos aptos retiran su apuesta genética. A menos, claro, que una mutación le salvase, aunque aquello era ínfimamente probable.

De pronto pensó en lo ridículo de su pretensión por estudiar, de entregarse a la inutilidad de la cultura. Si el secreto de la felicidad era una mera función de aptitud evolutiva, concorde con el medio social, entonces tenía que ajustarla. Y ser un paria familiar no era el camino.

Se detuvo. Ya no supo a dónde dirigir sus pasos, ni siquiera sus pies lo intuían. Faltaban unas calles para llegar a la casa de su tío Gerardo y la incómoda indecisión volvió a cimbrarlo.

La disyuntiva emergía de las aguas de la confusión: el deseo y las posesiones son el origen del dolor, sin embargo, su desdeño implica el ostracismo, que también es aflicción. Entonces, el auto-engaño era la única salida: si consumes, serás feliz.

José entonces determinó desviarse hacia un pequeño parque cercano, con el propósito de descansar en una banca. El parque consistía en algunos álamos que rodeaban a un kiosko central, donde, en alguna época una banda tocaba canciones los domingos para el disfrute de los paseantes. Ahora su función es la de punto reunión para los púberes después de clases.

En su camino, José pasó distraído junto a un desvencijado taxi, cuyo conductor, que descansaba bajo la sombra de uno de estos álamos, lo reconoció y se apeó con rapidez.

— ¡Pepe!

A lo que el interpelado respondió con sorpresa:

— ¡Mario! ¡Qué milagro! ¡Hacía un chingo de tiempo que no te veía! Desde... aquello... ¿Qué te has hecho?

Mario y su familia habían sido vecinos de José. Solían juntarse por las tardes, después del colegio, junto con los demás vecinos de la edad para jugar al fútbol, rayuela, encantados o lo que surgiera. Pero la familia de Mario fue de las primeras en ser desahuciadas al comienzo de la gran crisis económica.

Por la mente de José pasaron las imágenes que le tocó presenciar: la familia de Mario afuera de su casa, los policías vigilando el vaciado del inmueble, sus pertenencias a mitad de la calle. Mario y su hermana lloraban inconsolables. Los padres de José lo obligaron a meterse en casa. Todos se encerraron para evitar atestiguar la tragedia de un vecino, un amigo, a quien, con lo único que atinaron en ayudar, fue con vergüenza y ojos bajos.

— Pues ya ves, aquí chambeando en el taxi. ¿Quieres una cheve? Traigo un six.

— Gracias, güey, pero no he desayunado...

— Ah, no mames. Vente, te invito unos pinches tacos de "El Chueco".

José aceptó con entusiasmo y subieron al coche. En el camino, José le preguntó.

— Oye, Mario, tú dejaste la escuela ¿verdad?

— Simón. Había que perseguir a la chuleta, y no podía hacerlo sentado en un pupitre.

— Yo también tengo que dejarla. Mis padres ya no pueden seguir pagándola.

— ¡No seas pendejo! Si a ti sí te gustan esas mamadas. — Exclamó Mario con enfado. — Pero bueno, te entiendo — empatizó una vez tranquilo.

— ¿Qué hiciste después de dejar la escuela?

— Pues me fui de mojado. Pero me regresaron y ya no puedo volver. Si regreso, me entamban.

— ¿Pues qué hiciste, güey?

— La maña, — e hizo una pausa para hacer hincapié en su eufemismo — ¿me entiendes?

Un leve vértigo sacudió a José. Si en ese momento no lo había comprendido, lo hizo un par de años más tarde, cuando en la nota roja del diario local apareció la noticia: habían encontrado el cadáver de Mario en una zanja, junto al canal de las aguas residuales, desnudo, con las manos atadas a la espalda, y en su cuerpo, señales de tortura. Sería una de las primeras víctimas de la escalada de violencia falsamente conocida como la Guerra contra el narco.

Una vez despachados los tacos y diezmar parte del paquete de seis cervezas prometido, Mario le preguntó a José si quería que lo dejara en algún lado.

— Tengo un jale que hacer, güey. — se justificó Mario.

— ¿Podrías dejarme por el parque donde nos encontramos? Por ahí vive mi tío y quedé en visitarlo.

— Simón, güey. — Mario hizo una larga pausa, como midiendo las palabras que debía enunciar. — No dejes la escuela, pinche maricón. Pero si las cosas se ponen de la chingada, búscame en el número que te voy a anotar. Te puedo meter en el jale. La lana es buena.

La razón por la que José reculaba, deseando visitar a su tío, era por la intuición de las sombras que se cernían sobre él. Y el último punto de fuga hacia la claridad era la solvencia, la caridad de su tío. Al menos así lo sintió, sometiéndose al instinto de supervivencia.

Tal vez sí existan las señales después de todo, pero no son luminosas como las de un centro comercial o un descapotable con chicas núbiles. Tampoco están en la pintura, ni en los libros, ni en los preludios de Chopin. Las señal que define el destino de los hombres es el miedo, el más primigenio de los instintos, rechazando toda teórica libertad.

Cuando se apeó del taxi de Mario, José caminó hasta la casa de su tío Gerardo. Su andar era pesado. Le resultaba imposible pensar porque la cerveza lo había puesto un poco borracho. Sólo sentía un miedo vago e incomprensible. Miedo por verse reflejado en su amigo de la infancia. Había percibido el otro abismo que se abría ante sí, de simas lúgubres, de días corruptos a cambio de billetes ensangrentados. Se llevó otro cigarrillo a la boca. Era el último. Lo encendió y arrugó la ajada cajetilla dentro del bolsillo. El sol daba de pleno. Debía ser medio día y la luz iluminaba la calle de manera cegadora. Sintió una incipientes ganas de orinar y apretó el paso.

Llegó a la puerta de la casa de su tío y timbró. Esperó. La espera fue demasiado larga, tal vez no había nadie en casa, posiblemente habían salido fuera de la ciudad para pasar el fin de semana. Pero abrieron la puerta. Era su tío Gerardo, el salvador de su familia con costales de frijoles engusanados.

— ¡José! ¡Qué milagro! ¿Qué haces por acá? — exclamó su tío al verlo con sincera alegría.

— Hola, tío — y sin titubear, José expresó su tribulación sin rodeos. — El viernes el director Rueda me expulsó de la escuela porque mi padres no puede pagarla. ¿Me puedes prestar dinero para pagar este último semestre? Trabajaré para ti en las vacaciones... si quieres... si puedes...

Gerardo lo miró extrañado, y cuando hubo procesado aquella riada de información, dijo encogiendo los hombros:

— Pasa. Te haré un cheque.

Fue entonces cuando borbotones de lágrimas comenzaron a correr por las mejillas de José sin que pudiera evitarlo.