Marisol y Heriberto

Esa mañana Maribel se había levantado aún con la satisfacción de la víspera: las cámaras de televisión habían captado su mejor ángulo y los zalameros corresponsales le insistían en que ella era la mujer más valiente del mundo.

Pero ese agradable recuerdo se vio interrumpido cuando Tere, amiga de la infancia y ahora encargada de las labores de patrullaje, le comunicó por radio que se diera prisa en llegar a la comisaría: Había remitido por la madrugada a un individuo en estado de ebriedad, pero que a pesar de su inconsciencia, mostró maneras muy violentas. Además tenía un aspecto muy sospechoso: "Da miedo, Mari", se limitó a expresar.

Mientas apuraba su café de olla, Esteban, su marido, recién levantado, le daba los buenos días con un beso en la mejilla. La distancia entre ellos cada día era mayor, pero ambos se esforzaban en disimularlo. Esteban aspiraba a ser un hombre moderno, capaz de llevar el peso de las labores domésticas mientras su esposa se encargaba de la jefatura de la policía municipal de Práxedis, una población a 70 kilómetros de la tristemente célebre Ciudad Juárez y a unos pasos del Río Bravo, la frontera con Estados Unidos. Pero el tiempo erosionaba los propósitos de Esteban, cediendo ante sus profundos prejuicios. Ambos preferían ignorar las miradas cargadas de resentimiento, las palabras ásperas y el desinterés mutuo, con tal de mantener una apariencia que preferían sostener como la verdad.

Un adiós y el seco sonido de la puerta mosquitero al azotar contra el marco fueron la señal del comienzo de las actividades. Esteban iría a despertar al bebé.

Maribel subió a la troca, como se les llama en espanglish a las camionetas tipo pick-up. Y no es que la distancia entre su casa y la comisaría justificara el uso del vehículo, lo hacía el maldito calor de la canícula, que no cedía ni de noche.

Más tardó en poner la marcha y luego estacionarse que en llegar. Ya la esperaba Teresa, morena, alta y robusta, a quién le había pedido ser su mano derecha desde el momento en que el presidente municipal, hombre muy apreciado por ella y su familia, le pidió que formara un nuevo cuerpo policial, al encontrarse una mañana con toda su policía en desbandada.

─Pues como te dije, Mari: estaba patrullando por la carretera federal rumbo a Ojinaga, cuando me encuentro con una Ford Lobo, nuevecita, con matrícula de Tamaulipas, parada sobre el arcén, y al ahora detenido tirado sobre los matorrales, rodeado de su vómito. Primero creí que estaba muerto, pero al acercarme noté que más bien estaba hasta la madre de pedo. Lo subimos a la patrulla, pero al intentar meterlo en la celda, con ayuda de don José, como que el detenido salió de su borrachera y se puso loco. Al pobre don José le zafó la quijada y tuvo que irse al doctor. Créeme, Mari, esa forma de golpear no es del típico junior parrandero; este cabrón sabe darlos bien, aun con los litros de alcohol que lleva encima... No, Mari, no llevaba documentación al registrarlo, pero tampoco revisamos la troca, la dejamos sobre el arcén ya que no estorbaba sobre la carretera.

Maribel le ordenó a Teresa que fuera, junto con Georgina, la otra oficial de policía, por la Lobo abandonada y la revisaran. A ver si podían identificar al detenido.

Revisaba su correo electrónico pero no podía sacar de su cabeza las palabras de Teresa: "Está guapo el muchacho este: güerito, atlético, ojo verde, todo fino él. ¡Cómo me lo recetó el doctor!". Al notar que no prestaba atención a los correos que borraba, decidió bajar a echarle un vistazo al susodicho y corroborar la opinión de Teresa.

Salió de su oficina rumbo al calabozo de la comisaría, conocidos como los separos. Normalmente don José estaría en la antesala de las celdas, pero recordó que había ido al sanatorio tras el forcejeo. No se acercó a la celda, se aprovechó del espejo retrovisor, montado sobre una de las esquinas superiores de la celda, para observar al detenido. Pudo ver su rostro apoyado sobre la estructura de cemento que servía tanto de silla como de cama. Sí, era atractivo. Es más, le recordaba a alguien conocido. Y de rondón sintió una punzada que bajaba por su espina dorsal y alcanzaba cada poro de su piel. Subió las escaleras tan rápido que parecía volar y dando un portazo abrió la página web con las fotografías de los delincuentes más buscados. Eran idénticos. Se estremeció echándose hacia atrás. ¿Será posible tener bajo su custodia al famoso "Verdugo", al temido Héctor Lazarini Lazarini?

Maribel actuó de manera instintiva, tal como la había aleccionado el Secretario del Procurador de Justicia del Estado, un recién egresado que conmovido por la juventud e idealismo de la nueva jefa de policía de Práxedis, le ofreció los consejos más sinceros que tenía: no confiar jamás en la Policía Estatal, ya que toda estaba en la nómina del narcotráfico. En caso de enfrentarse con un problema con narcos lo mejor era llamar al ejército.

Cuando le dijeron por teléfono que la comunicarían con el General Gaytán, se escuchó un ruido metálico en la llamada.

─Habla el General Gutiérrez, responsable del Centro de Investigación y Seguridad Nacional. Nosotros tenemos plenamente identificada la ubicación de Héctor Lazarini Lazarini y le puedo asegurar que no está en Práxedis, ni remotamente. Usted tiene detenido a un inocente. Proceda de manera inmediata a su liberación.

Accedió a la petición y se despidió de manera amable. Suspiró: todo se trataba de un malentendido. Aquél era sólo un sosias, un pobre hijo de padres adinerados, perdido a su regreso de los Estados Unidos. Se limitaría a ponerle una multa por conducción en estado de ebriedad y por resistirse al arresto. Se desharía de él tan rápido como le fuera posible. Mientras estos pensamientos la tranquilizaban, el sonido de su radio la hizo brincar de nuevo:

─¡Comadre! Este cabrón está muy pesado: la troca está cargada, hay de todo: pistolas, un M16 y hasta una puta Uzi. Y no sólo eso, trae un chingo de lana: pesos y dólares... No sé, muchos, tal vez miles... Y no para ahí la cosa, en la guantera hay dos bolsas de coca, pero de la buena, sin cortar. Ahora sí tengo mucho miedo, Mari ¿Qué vamos a hacer?

En eso momento el timbre del teléfono repiqueteó con alarma. Sin tener mucho tiempo para meditar, Maribel despachó a Tere pidiendo que se trajera la Lobo para la comisaría y contestó la llamada.

─¿Señorita Vera?... Soy el General Edgar Luis Gaytán. Me han informado que usted tiene bajo custodia a un delincuente de alta peligrosidad... ¿Con quién habló?... No hay ningún General Gutiérrez en el CISEN. El Ejército Mexicano tiene su propio sistema de inteligencia, no dependemos en lo absoluto del CISEN. ─Transcurrió un momento mientras los pensamientos del General tomaban un sentido hasta que finalmente exclamó con rabia─ ¡Me lleva la chingada! ─Para luego decir recuperando la compostura─ Un segundo por favor, señorita Vera. ─Un profundo silencio se apoderó del auricular por instantes que parecían eternidades en el atribulado espíritu de Maribel.

La grave voz resurgió del teléfono: ─Señorita Vera, seré claro y directo con usted: se encuentra en una situación muy delicada. Tiene preso al actual líder de los Zetas. Tememos que vaya un comando de este grupo a rescatarlo, por lo que su vida y la vida de todos los ciudadanos de Práxedis está en peligro. He girado ya instrucciones para que una columna se desplace hasta su ciudad y se haga cargo de la situación. Lamentablemente, como la ONU presionó para la retirada de las Fuerzas Armadas de la franja fronteriza, la columna tardará en llegar entre tres o cuatro horas. Tome todas las medidas que juzgue necesarias para salvaguardar su integridad. De manera no oficial le diré que mis muchachos no irán a apresarlo: este desertor de las Fuerzas Armadas le debe muchas vidas a esta institución que le cobijó. Buena suerte señorita Vera.

Maribel dejó caer el auricular. Un zumbido en su oído interno le impedía pensar con claridad. Sólo una imagen se mantenía en su mente. Tomó su teléfono móvil y llamó a Esteban. Le rogó, dándole previamente una escueta explicación, que se llevara a su hijo y a sus padres a Ciudad Juárez y que cruzaran la frontera. En Las Cruces se encontrarían para luego seguir a Phoenix, donde tenían parientes.

─No, Maribel─ contestó enérgico su marido. ─Ya no voy a consentir que pongas en riesgo la vida de mi hijo. Te apoyé en todo lo que pude pero ya has ido demasiado lejos. Me largo con mi hijo a Guadalajara, de donde no debimos salir. Si quieres, tú quédate a salvar el mundo... ¡Tus padres me importan una chingada!

Algo se quebró en su interior al terminar la llamada. Todo se salía de control, tal como sus lágrimas. Deseaba cerrar los ojos y que el torbellino pasara y al abrirlos de nuevo, éste ya no estuviera. ¿Dónde estaba la emoción con que aceptó el cargo? ¿Dónde estaba su bizarría mostrada ante las cámaras de televisión? Quería que esa determinación volviera a su corazón, determinación que puso en riesgo la vida de todas las personas que ha amado.

Sin embargo, el detenido, que ya daba indicios de haber despertado, no debía percatarse su estado, significaría su perdición. Se fue al cuarto de baño donde enjugó sus lágrimas y se limpió el maquillaje que manchaba sus mejillas. Mirándose al espejo intentó recuperar su mirada indolente y despreocupada. Debía ser fuerte, o al menos aparentarlo.

Después fue el alcalde. La llamó por teléfono para decirle que tenía que salir de emergencia de la ciudad y no podía decirle el motivo. Que ella ahora era la autoridad máxima y que como amigo le aconsejaba liberar al caballero que tenía en separos y desaparecer de inmediato. Un sentimiento de traición y abandono la abrumó, fue entonces cuando escuchó llegar a Teresa y dirigirse hacia su oficina. Al verla, Teresa intuyó la magnitud del problema que enfrentaban.

─Nomás porque eres mi comadre ─le confesó en voz queda para no ser escuchada por el oído atento del preso─, pero estuve a punto de pelarme con el dinero. Es un chorro, Mari. Podríamos dejar este pinche pueblo y comenzar de nuevo. Y tú podrías volver a la universidad.

Maribel la llevó al cuarto de baño cerrando tras de sí la puerta. Había decidido tomar la iniciativa: su única opción era negociar con el Verdugo, que sin proponérselo había vuelto a todo Práxedis su rehén. Únicamente así igualaría la balanza. Maribel entre susurros le explicó a Teresa la situación.

─Eso significa que, o bien llegan los mañosos y nos chingan, o llegan los verdes y nos tuercen igual. Yo insisto, Mari, tomamos el dinero y nos largamos de una buena vez... ¡Pues lo soltamos, Mari! Que ese cabrón se vaya con los suyos y todo el mundo contento... ¡Qué importa de dónde venga el dinero!

Fue entonces cuando Maribel le explicó su plan: Vigilar las entradas de la ciudad, tanto al Este, rumbo a Ojinaga, como al Oeste, hacia Ciudad Juárez. El Norte no importaba porque está el Río Bravo y al Sur, el indómito desierto, el cual conocía bastante bien el padre de Maribel. La idea era apostar a Georgina y a Teresa en una de las entradas de la ciudad respectivamente, y a su padre a patrullar el desierto. En cuanto divisaran a algún vehículo sospechoso, que dieran aviso por radio. Mientras tanto, Maribel tendría tiempo de negociar una salida pacífica y sin derramamiento de sangre con el Verdugo.

Teresa transmitió las ordenes a Georgina, luego fue a la casa de los padres de Maribel, quienes ocuparon en seguida su troca para peinar el desierto. Pero también Teresa había convencido a Maribel de repartirse el botín de guerra: los fajos de billetes incautados en la Ford Lobo.

Maribel se vio en el espejo: acomodó sus ropas, ordenó sus cabellos. Miró su reloj de pulsera: había pasado una hora desde que habló con el General. Respiró profundo y bajó al calabozo con solemnidad.

─¡Señorita! Qué bueno que baja. Esto es un error. Exijo mi liberación inmediata... ¿Estado de ebriedad? ¡Por supuesto que no! ¡Fui envenenado! Es más, usted debió llevarme a un hospital, no a separos... Bueno, lamento haber lastimado a uno de sus agentes. Da igual: llame al Juez para que imponga la multa y asunto zanjado... ¿Que no va a llegar sino hasta la tarde? ¿Está bromeando? ─El Verdugo dio un largo suspiro y reparó─ De acuerdo, ¿pero dónde está mi troca?

En cuanto las palabras brotaron inocentemente de la boca de Maribel, ella supo que había perdido su posición en el tablero: había perdido su disfraz de mensajera imparcial.

─Entonces podemos dejar de hacernos pendejos. ¿Qué quiere? Y créame, no está en posición de pedir ahora mismo. Mi perros ya estarán en camino y ellos no se andan con miramientos: han asolado pueblos menos miserables que éste. Los han dejado sin un alma en el cuerpo. ¿Ha oído hablar del pozolero? Sí, a ése que atraparon y le endilgan trescientas vidas. Pues ha dejado escuela: a uno de mis perros le encanta sumergir en ácido a la gente; viva, por supuesto; en especial a mujeres pequeñas como usted. Supongo que le excita. Pero yo no soy así. Está a tiempo de salvarse. Vamos, abra la reja, que por las buenas nos entendemos todos... No son amenazas, señorita, tómelo como gentiles advertencias.

El Verdugo se incorporó lentamente y se acercó a los barrotes de la celda, apoyando la frente entre dos de ellos, para luego clavar su mirada en Maribel. La escudriñaba con sus ojos verdes que parecían adivinar los pensamientos de Maribel, tan diáfanos como los propios.

─¿Qué quiere? ─insistió─ Ya sabe lo que hay en mi troca. Llévese todo el dinero. Tómelo y huya antes que mis perros pasen a saludar. Ya saben lo que dicen: el dinero o el plomo. Pero tenga por seguro, habría mucho sufrimiento antes del plomo.

Maribel no pudo sostenerle más la mirada. Sentía que podía quebrarse de un momento a otro. El Verdugo sintió su zozobra y decidió darle tregua a sus embates girando sobre sus talones, caminando hacia el interior de la celda.

─Conque hasta en la tarde, ¿verdad? Dígame ¿con quién habló?... ¡El ejército! El Heroico Ejército Mexicano. ¿Y con quién habló? ¡Déjeme adivinar! El General Gaytán ─el sobresalto de Maribel le hizo esbozar una amplia sonrisa─. Mi General Gaytán ─evocó con agrado─. Fui su protegido. Él me envió a Israel a un campamento de instrucción con el Mosad. ¡Qué tiempos aquellos! Luego se volvió un tedio. ¡Imagínese! Yo, un elemento de las fuerzas especiales, con entrenamiento en Estados Unidos, Israel, Francia, destinado a tareas burocráticas. Por eso cuando Arturo, el Z1, me invitó a jugármela, pues acepté. Ya sabe lo que dicen: más vale vivir un día como león que toda una vida como cordero.

Regresó a los barrotes clavando de nuevo su mirada sobre Maribel.

─¿A poco usted cree que mi General dilataría tanto un ataque? Si hubiera querido, le hubiera pasado el trabajo a la Marina. Esos cabrones ya estarían aquí en helicópteros haciendo mierda este edificio. Como reventaron a Osiel o al Jefe de jefes (a ese cabrón lo dejaron como coladera). No. Mi General dilató lo más posible la movilización porque me necesitan. Sin mí jamás podrán detener al Chapo.

Volvió la mirada al techo para continuar:

─Los gringos te hacen. Y también te deshacen. Si sigo aquí es por que todavía les soy útil. Sí, sólo somos peones en su inmenso ajedrez: drogan a su pueblo para mantenerlo inconsciente, fiel a su sueño americano. Pero también exigen su parte de las ganancias: con ese dinero financian sus guerras ilegales. Y si todo sale mal, nosotros somos los prescindibles chivos expiatorios. Pero mientras eso no pase ¡ni quién nos quite lo bailado!

La alarma del radio, que estaba en modo de vibración, se activó en su bolsillo. Sin dar explicaciones salió de separos y recibió la comunicación: Era Georgina, que le avisaba de una columna de vehículos que se acercaba. La polvareda que levantaban no hacía posible identificar de qué tipo eran. Teresa intervino y dijo que ella se largaba, desaparecería y recomendó a sus compañeras hacer lo mismo.

Maribel renunció. Renunció a sí misma y a sus ideales. Finalmente actuó como cualquier individuo corriente. Si Dios la abandonaba, ella no tenía por que aceptar ser el cordero del mundo. Su oración del huerto de los olivos fue tomar el dinero que había quedado de la repartición, meterlo en su camioneta y vender a su ciudad, a su pueblo, a su gente. Todo por treinta monedas.

Se encontró con sus padres en el desierto y rodeando llegaron a Ciudad Juárez. Al llegar al paso migratorio Maribel dijo: "My name is Maribel Vera. I demand the presence of an immigration judge because I want to request, for me and my family, the right of asylum. Our lives are in danger."