Retrospectiva frente al espejo
A writer lives the sad true like anyone else. The only difference is, he files a report on it.
—William Burroughs
Dante encontró la gruta que lo conduciría al infierno en medio del camino de nuestra vida. Tal vez todos encontramos nuestro infierno en esa edad. Recorremos la infancia con su propia inocencia, luego viene la complicada adolescencia, se elige el estilo de vida, la emancipación y finalmente el punto sin retorno: el encontronazo con la realidad de la existencia, su vacío, su nada, su ausencia.
Dante escribió que su maestro Virgilio fue quien lo acompañó por su morboso recorrido. Probablemente mintió. Era todo un caballero. Quien lo tomó de la mano y dulcemente lo apresuró a internarse en la caverna de los suplicios debió haber sido Beatriz, su bella Beatriz. No hay nada más tentador que la dulce voz de una mujer susurrando al oído: "te invito a mi infierno...". Sólo así te explicas la razón de su ánimo y coraje para recorrer cada uno de los nueve círculos, observar impasible las torturas, hasta finalmente encontrarse, cara a cara, con el mismísimo Lucifer, ser demoniaco último, tragándose por toda la eternidad a los traidores. Quien sino una bella mujer lo animaría a internarse en una ignota sima, alejando de sí todos sus miedos y sentido de autoconservación.
Y precisamente a la mitad de tu vida, los labios de una mujer te pidieron la acompañaras a su infierno.
El verano ahogaba con sus lluvias el inclemente calor de la canícula; el estiaje parecía una añeja remembranza; ahora el agua invitaba a la vida, al verdor y a la reclusión hogareña. Ese verano conociste a tu Beatriz. Llegaste a la ciudad bajo la consigna de corregir algunos problemas con el sistema de software que se había vendido. Tu Beatriz laboraba en la misma empresa que tú, capacitando en el uso del mismo. Tu posada resultó ser un piso arrendado por la compañía, compartido, para tu sorpresa, por ella, la Salomé de tu cabeza, quien igual viaticaba. En la primera tarde, para celebrar tu llegada, el grupo de implementación invitó una ronda de cervezas en un alegre bar al descubierto, frente a la plaza de armas de la candorosa municipalidad. Ahí estaban Miguel y Carmina. ?sta, ajena a la empresa, había viajado desde su hogar para encontrarse con Miguel, y convivir con él después de varias semanas de marital ausencia; debido a que había sido integrado a la instalación del producto, su lejanía tomó más tiempo del soportable por la recién casada. Conocías a Carmina desde la universidad, mujer inteligente, sensible, honesta, poeta y varias veces despechada. Quienes la apreciaban, sentían gran gusto al verla tan feliz al lado de Miguel. También acompañaba en el jolgorio Homero, viejo lobo de mar, que ya estaba en la empresa desde antes de que ésta existiera, conocía todos sus recovecos y tejemanejes. Ahí estaba la locuaz gerente de sistemas del cliente, Alejandra, y de igual modo Victoria, encargada legal, de carácter afable y parsimonioso.
Sabiendo que eras el nuevo, y en relación a tu Salomé, el que llegaba a invadir su espacio ganado por la antelación de su arribo, te sentaste a su lado para conversar y conocerse, en medida de su futura convivencia diaria. Y así comenzaron a beber. Ella inmediatamente pidió una copa de nada, que es de todo el alcohol humanamente ingerible. Tú te limitaste a las rondas de cerveza comunitaria. Sin embargo, el esfuerzo por conversar no superó tus expectativas ni su ánimo de beber. Lo admites, jamás has sido un buen conversador, al menos no de primera entrada. Una barrera invisible se extiende entre los extraños y tu voz. Además, no ponía mucho esfuerzo de su parte, su objetivo era ingerir sus copas de todo. Al punto beoda te tomó de la mano y te dijo al oído, no sin tropiezos, "Llévame a los servicios". Con diligencia, la ayudaste a incorporarse, y con el otro brazo en su cintura la acompañaste lo mejor que pudiste, ante la mirada perpleja de Miguel, que los siguió con atención durante toda la maniobra. De vuelta, te permitiste decidir dar por terminada la velada, al menos para tu Circe y para ti. Cogiste un taxi que los llevo hasta el departamento compartido. Ella, de camino, se fue acurrucada en tu regazo. Dando tropiezos y malabares consiguieron subir las escaleras y entrar, tumbándose en el sillón. Sacaste de tu bolsa de viaje, papel para ponchar y te pusiste a forjar hierba. Ella observaba, atónita, pero sin mirar, la operación. "¿Me das?" y comenzaron el ancestral rito del tanque y rol.
El departamento es como los que se estilan en estos tiempos: diminuto. Una sala-comedor separada apenas por una barra de la cocina, un par de habitaciones, un baño en el que apenas cabe un escusado y una regadera, porque el lavabo queda afuera. No obstante, los muebles y el acabado eran nuevos y no carecía de lo necesario para una estancia cómoda. Un caparazón digno de un empleado moderno. El piso recién remozado, la paredes ostionadas, a excepción de la cocina, donde el mosaico escalaba sus muros, aclarándose hasta tocar el techo, como una enredadera cuyo verdor palidece a amarillo cuando se acerca al sol. Persianas que ocultan a un mundo rencoroso, que abandonan a su suerte.
En las últimas varadas la risa se volvió incontrolable, hasta doblarse sobre el estómago, incapaces de balbucear sílaba alguna. De rondón la quietud se impuso. "Estoy muy peda y aporreada. ¿Me llevas a mi habitación?". Una vez ahí, tomó su peine y te ordenó que le cepillaras el pelo, que le quitaras la multitud de broches y peinetas. Con un simple gesto de princesa alcoholizada te avasalló, eras su humilde servidor y le agradecías desde el fondo de tu soledad que te hiciera partícipe de su real intimidad. Cepillaste su ensortijada, oscura y larga cabellera con tu mejor esfuerzo, es decir, torpemente; después te pidió una trenza; te avergonzó la madeja de pelo que terminaste formando. Ella se reía, se enfadaba y te increpaba al ver tus avances a través de un espejo de tocador. Siguió el maquillaje, punto más que complicado para tus dedos no acostumbrados a tales delicadas tareas; quejidos y chillidos te hacían crispar, aunque la recompensa fue notoria: "Ayúdame con mi camisón". Los diminutos botones de su blusa se escapaban como pececillos multicolor, sacarlos del ojal exigía una tremenda paciencia, uno a uno, hasta que al final, la prenda cedió. Siguieron las zapatillas de cordel, para suceder a la cremallera de la falda. Al caer ésta, de la misma manera caíste en cuenta de lo que había ocurrido: estaba ella ahí, en la cama, indolente, únicamente en pantaletas, briaga y embriagante, indicándote en que parte de su armario se guardaba su camisón de dormir. Entonces eras un bendecido, ungido con la visión de una mujer que se desnuda ante tu presencia, la gracia entregada en ese instante sólo a tí. Con la propia delicadeza que la torpeza del embeleso te permitía, le vestiste el camisón, para luego ayudarla a acostarse en su cama. Y ahí, tendida, te reclinaste para preguntarle si necesitaba algo más. La respuesta fue risitas infantiles y sus manos en tu espalda. A cambio, tus manos siguieron su cuerpo y tus labios se posaron sobre los de ella. El siguiente recuerdo es que ni su camisón, ni tu ropa, estaban en su debido lugar. Y en el momento álgido de las caricias, donde el mundo comienza a desaparecer y nos sumergimos en un universo líquido, salado, perfumado, resbaloso, como el caldo primitivo en el que los primeros protozoarios se desarrollaron y prosperaron; en ese momento del abrazo decisorio, ella hilvana la pregunta "¿Traes condones?". Tu corazón se detuvo, para volverse en un grito; tus músculos se tensaron hasta reventar; estaba todo servido, sólo había que tomar el fruto maduro; el hambre sería saciada; pero siempre has sido racional hasta la indecencia. Tu mente dio la voz de alerta, Sólo llevas unas horas de conocer a la chica, no sabes nada de ella, ni su pasado, ni su presente. Además, posiblemente su consciencia no estaba presente del todo. No, no consumarías la comunión con ella; tu vino no sería escanciado en su cáliz; no eres un ermitaño que se empeña en comulgar en cada altar que encuentra, con el primer falso profeta que le ofrece la redención y se despeña al final de la vacía eucaristía, donde el espíritu jamás estuvo presente, donde no se llevó un ofertorio. No obstante, permaneciste a su lado, te permitió dormir en tus brazos, luego de que su ira, resultado de la herida que el rechazo a la invitación máxima produce, te denostara con preguntas como "¿No te gustan las mujeres?", para luego redimirse con justificaciones insulsas, "Yo no soy así. El calor de la noche y el olor de la lluvia me llevaron hasta aquí". Mujer dominada por los elementos, cual Medea moderna.
Esa noche dormiste intranquilo. En una ocasión te levantaste, cuando la lluvia había escampado y la luz mortecina de la luna entraba llena por la ventana, iluminando el cuerpo desnudo de tu Beatriz, quien dormía apacible como un animal salvaje en sumergido reposo. La tonalidad que la luna le ofrecía, matizaba el color de su cuerpo. Morena como la caoba fina, bien trabajada por un trópico que la vio crecer entre palmeras, brisa y sol. La noche perfumada mezclaba su aromas con las de ella, esencias que recordaban su días de infancia entre salitre y playa. Su cabello, mal amarrado y ya casi suelto, se esparcía por la cama, por su rostro; crin de potra indómita. Sin embargo, ella es menuda, delicada, frágil, como una preciosa muñequita de barro, una Almendrita almendrada que yacía y respiraba a tu lado. Recorriste, con mirada incrédula, cada curva que su cuerpo regala, rogando a la memoria mantuviera intacto ese regio paisaje de laderas, valles y cordilleras, por el resto de tus días.
La mañana llegó de repente, sin aviso. Cuando creías que lo más cerrado de la noche mantenía en secreto su complicidad, los primeros atisbos de luz sofocaron la indulgencia. El cielo tornó del púrpura al rosado, del rosado al violeta y del violeta al más brillante y claro día. Te dolieron las horas marchadas, que dejaron sólo una resaca, que el calor diurno luego intensificara. Te metiste a la regadera. El agua tibia recorría tu cuerpo, llevándose sus besos, su sabor, su perfume, las emanaciones nocturnas. Y tu consciencia arremetió. Te preguntabas, sin hallar respuesta, qué había significado todo aquello, quién era ella, por qué se entregaba así, dónde había surgido el magnetismo, cómo se realizó el hechizo. Mientras cavilabas, el ruido del cancel deslizándose te estremeció. "¿Puedo acompañarte?".
El avasallamiento se había completado hasta ser un sumiso lacayo de tu señora. Le ofrecías atenciones nunca antes prestadas a nadie y por nada. Para tu propia sorpresa, natural te era cada detalle y gentileza. Pero debías al menos fingir profesionalismo y ocultar, en donde la culpa y el placer se guardan, lo sucedido aquella noche, y poder continuar con el trabajo encomendado. De cuando en cuando, ya en la oficina, intercambiabas el editor de programación por el mensajero instantáneo, donde podías conversar, a través de la red, con ella. Cuando tus versos por fin se impregnaban de sentimientos confundidos y deseosos, ella sentenció, "Tengo novio. Lo de anoche fue un error. No volverá a pasar." Estoicamente aceptaste su resolución, no sin lamentar en silencio no poder ser un vividor impúdico, que arrebata lo que se le antoja. Al igual que Bukowski, deberías tener un alter ego, que siguiera las enseñanzas del Zaratustra de Nietzsche, capaz de aplastar la consciencia moral impuesta por los timoratos, y dar paso al super hombre, que no pide, sólo toma. Hubo entonces dos opciones: largarse del piso y registrarse en una habitación de hotel, gastos corridos por tu cuenta, o mantenerse al borde del pecado. Lo segundo lucía más apetecible. Además, siguiendo con Nietzsche, el objetivo del varón es el juego y el peligro, y la mujer es el juguete más peligroso.
Intuías que algo en esa chica estaba mal, algo en su cabeza no funcionaba de manera correcta. Tenías la oportunidad de averiguar el funcionamiento de su cerebro, de internarte en su tortuoso camino al castigo eterno. Al terminar la jornada, acordaron salir juntos a recorrer las callejuelas del centro histórico de la ciudad. Pararon en un café rústico y le pediste que te contara su vida. Ya con la confianza ganada con la carne, sus verdades comenzaron a caer como las gotas de lluvia de la noche anterior, primero cautelosas, reticentes, para engrosar hasta formar un diluvio que ahogaría a cualquiera que se encuentre al descubierto.
Huelga decir que la confesión no se hiló como en estas líneas. Las hebras se fueron echando como piezas aleatorias de un rompecabezas, cuyos contornos no serían claros, sino de manera posterior. Su madre la tuvo siendo muy joven, y no pudiéndose hacer cargo de ella, la hermana y cuñado la tomaron como propia. Es un misterio aún el padre biológico, que tal vez la familia se llevará a la tumba. Después llegaron los hermanos, vástagos naturales que resultaron muy distintos a ella en apariencia, más pálidos y gruesos. Rechazada en principio por la madre, luego por los únicos hermanos, pasando por la abuela, quien la detestaba por ser hija ilegítima de un acto ilegítimo, innombrable mácula familiar en el conservador pueblo costero. Su infancia no fue mejor: envenenada en medicamentos por una deficiencia en su sangre; luego un tío intentó violarla y un primo lo logró después. Pero contaba con el amor de sus padres putativos, quienes la impulsaron hasta terminar sus estudios universitarios. Y mientras tanto así pasó de hombre en hombre, de patán en peor. Ahora mantenía una relación con un chico de apariencia decente, al cual ella, de dientes para afuera, alegaba querer mucho, presumiendo de una vida sexual muy activa. Este pobre diablo le enviaba, religiosamente, mensajes de celular, los cuales ella te presumía y leías con la tristeza de un sancho arrepentido.
Al llegar la noche imaginabas ya conocerla. Comenzabas a entender sus reacciones para contigo, pero te fue imposible conocer las oscuras profundidades que su inconsciencia permitiría. ¿Te estabas enamorando? ¿o tal vez sólo fascinado? Un arrobo apabullante asfixiaba tus sentidos. ¿Acaso era conmiseración, una reminiscencia católica que respiraba todavía contigo? ¿una breve infatuación? Ella te había aceptado en su intimidad, regalo precioso que entrega alas para volar por los campos del bienestar. Junto con la nueva noche, llegaron de nuevo las caricias, los besos. El conjuro del velo que los ocultaba al resto de la humanidad, se repetía. Olvidando así la promesa diurna. A diferencia de la pasada noche, ahora deseabas consumar el ayuntamiento, pero ahora ella dio la negativa, debido un hipócrita, soslayado, pero renovado respeto a su novio. Aún así, no te negó su compañía en la cama. Nada es más femenino y neurótico que la frase resumida en "sí, pero no".
Otro día llegó. De camino a la oficina ella te pidió con gravedad que lo de ustedes no debería pasar de sus propios labios. ?nicamente las paredes del departamento serían testigos de sus vuelos, cobijados por la noche celestina. Ni el sol, ni el ágora deberán saberlo. Y como ya era costumbre, aceptaste sin cuestionar su petición. Al darte un momento de descanso durante la jornada, te paraste por un café y un cigarrillo. Había que meditar. Recordaste las palabras de Alberoni: El enamoramiento es un estado naciente de un movimiento colectivo de dos. Tu estado definitivamente no era naciente. ¿O sí? Renacer a la carne, a lo prohibido, a las delicias del pecado capital. En este devenir que se llama existencia, se presentan dos opciones: buscar, sin éxito, el ser, la completez, o dejarse llevar hacia la nada. Ahora sólo eras arrastrado por la autopista que llevaba a su infierno, qué es en realidad la nada.
En esto discutían tú y tu mismidad, sorbiendo café, fumando el cigarrillo, cuando una voz aguda y chillante acalla el soliloquio: "Oye, ¿sabes qué pedo con esta pendejita?". Era Alejandra. Le hiciste saber que no sabías de qué hablaba. "No te hagas güey. Primero Miguel y luego tú. O sea, yo sí le voy a decir, si su intención es putear, ¿por qué chingaos anda diciendo que tiene novio?". Lo primero que llegó a tu mente fue la pobre de Carmina, otra vez enterrada en el hoyo, ahora más profundo, pero sin saberlo todavía. ¿Y tú? ¿Dónde quedabas tú en todo esto? Buscaste a Salomé para que te mostrara a donde había rodado tu cabeza. No estaba en la oficina. Pasadas las horas y de vuelta al piso, ella tampoco aguardaba ahí.
Liaste un porro con más tabaco que mois. El ruido de este signo de interrogación exigía mantenerse en tierra. Esta niña, porque su edad no llegaba a veinticinco, había salido por primera vez de su casa, con los recursos, a su entender infinitos, que los viáticos proporcionaban. Ahora quería comerse el mundo de un bocado, sin importarle que se le atorara en el cogote. ¿Y Miguel? Las piezas embonaban, pero no así la imagen final. ¿Y Ella? Dos mustios se juntan para envenenarse entre sí y a los que les rodean. Dos moscasmuertas que comienzan una plaga. ¿Y tú? El comparsa necesario y prescindible. Instrumento momentáneo de su venganza. No, no les seguirás el juego, por ti, por tu autoestima y salud mental. Mañana te marchas. Pero ahora ella estaba contigo, tú la habías salvado de ella misma. ¿Por qué no habrá regresado?
Serían las tres de la mañana, estabas en tu cama leyendo el libro en turno, cuando ella llegó. De nuevo hecha como una cuba. La princesa alcoholizada entra a tus aposentos, apenas logrando aterrizar en tu cama. "Estoy bien peda.". ¡Qué novedad!. Lentamente dejas tu libro, no sin antes doblar la esquina de la página en curso. Le prestas atención a su atropellado relato, sin tener idea que su confesión te convertiría en el inquisidor Torquemada. "Miguel, Homero y yo nos escapamos del trabajo... jiji... fuimos al cine... esa película de zombis que yo quería ver y tú no. Luego fuimos a un bar... sí, al bar Bar... jiji... Después, compramos cervezas en una tienda de esquina y nos fuimos a la casa de Homero. Estoy bien peda... De camino, en el taxi, nos comenzamos a besar... Miguel y yo... y Homero me agarró las piernas. Ya en la casa pusimos música..." Estabas en completa estolidez, escuchando la sentencia del "ménage à trois" que sucedió. Ella en tu cama, sin mirarte a los ojos, confesando su nuevo pecado, y al mismo tiempo, reduciéndote a la minúscula porción del confidente sobajado. Sentiste asco. La suciedad de su estupidez infectaba tus sábanas, el aire que respirabas, tu pequeña autoestima. "Métete a bañar", le increpaste como paliativo a tu propia náusea, y la condujiste a la regadera. Mientras la desnudabas, te miró incrédula, como víctima que recién se descubre como tal, "Intentaron darme por culo, pero no pudieron". La repulsión te hizo casi vomitar, pero sin decir más, te resignaste a medir con tu mano la temperatura del agua y la ayudaste a pasar al agua purificadora. Esperabas que la cristalina agua que brotaba de la regadera tuviera la misma carga mística que el agua del Jordán, ese algo divino que borra los pecados originales y entrega un nuevo ser, convertido a la verdad. La ayudaste a secarse y le trajiste ropa interior limpia y su camisón de dormir. El cambio no lo pudiste observar, la misma Circe, la misma hechicera que había trasfigurado a tus marineros, Miguel y Homero, en cerdos viles, y ahora tú, Odiseo encarnado, tendrías que enamorarla para evaporar el embrujo que sobre ellos cernía. Pero si el agua no logró renacerla, el fuego tendría que hacerlo.
Con gentileza la regresaste a tu cama. Una vez acomodada le reclamaste con gravedad. "Si vas a estar conmigo un segundo, al menos respétame ese segundo." Aunque sabías que exigir aquello era como exprimirle agua a la caliza. Viste tu ventana, la oscuridad apenas rematada por estrellas tristes. Defenestrarla y dejarla a la merced del vacío de los cuatros pisos sería una estupenda solución. Una flama en ti encontraba el combustible necesario para arder, cada vez más, de manera incontrolable. Pisabas terreno delgado, que en un momento a otro se quebraría y caerías en el pozo de la ira y la violencia. El centro mismo de tu infierno. "Yo te respeté como a una dama, pero veo que no lo eres, en lo absoluto". No era mas que una chinche que se debe de pisar, una lacra social, una veleidosa tentadora, una tramposa manipuladora. Sí, le harías un favor al mundo eliminándola, como el segador de la parábola que separa el fruto del rastrojo. "Si lo que quieres es un hombre, pendeja, ya lo encontraste." Te quitaste los pantalones, arrojaste tus calzoncillos al pasillo y te montaste a horcajadas sobre su estómago. Tiznaste su pecho con la ceniza que marca a los pecadores. Con la vara que midas serás medida, enjuiciada, empalada. Resumirías los 120 días de Sodoma en un suspiro. Las pasiones criminales palidecerán ante tu locura. Domarías a la potra y después la sacrificarías. Maleza así, sólo sirve para escupir y prenderle fuego. Y te importó una mierda si sería una violación o el fin del mundo. Era, en última instancia, un acto de Dios, que destruirá, con su espada justiciera, a la gran puta de Babilonia. Nadie te ninguniaría de tal manera. No eras ninguno, no eras un simple artefacto, eras alguien. Tu valía había sido herida profundamente. Degollarías a Medusa, la desmembrarías, obteniendo así a tu Niké de Samotracia. Tú ya no eras tú, en ese instante trastocaste tu personalidad y en ti nació Rodia Romanovich Raskólnikov, quien tendría su Crimen... y su Castigo.
Cuando tocabas lo más profundo, antes de que la volición se sinergizara en acto, el cisma ocurrió. La temperatura de la habitación cayó súbitamente. Un rumor gélido corrió entre tus huesos. La cama sucumbió ante el peso de las almas. Era el ojo de la tormenta, la calma chicha, cuando los ejércitos se reconocen las caras y saben que la hora fatal está a un guiño del general. En ese instante, dentro de tu engañoso fuero interno, el doctor Jekyll arrostró al señor Hyde. Eros se enfrentó a un Tánatos desbocado. Encuentro mitológico entre Vishnú y Shiva. Dualismo moral y divino que ha encrispado el alma humana desde que el mundo es mundo. El choque frontal entre dos fuerzas que forman una sola y sólo una ganará, que será la poseedora del acto.
El rayo de la batalla fulminó tu alma, tu sexo, tu ser. Después de la escaramuza ya no serías el mismo. Y la luz te congeló. El frío viento de la culpa hizo remolinos a tu alrededor. San Pablo cayó de la montura, y llevándose las manos a la cara, para ocultar su vergüenza, le rogó perdón a la potra, que ahora crecía moralmente ante sus ojos de manera inconmensurable. La gran puta de Babilonia ahora tenía la virtud de María Magdalena, la compañera excepcional, cuya alma, bendita e incorrupta, había sido mancillada por ti, ser pusilánime. Arrojaste la primer piedra lapidaria y tu injusticia será reprochada hasta el fin de los tiempos. Ella recuperaba su rostro, alma y humanidad. Ya no fue un piojo a pisar, era un ser humano en gracia, que te ofrendó la salvación. Sin volver tu cara, en la cama, a su lado, de espaldas, le rogaste perdón en eterna jaculatoria. Sólo podías ofrecer tu arrepentimiento repitiendo, una y otra vez, la misma palabra. La reiteración hace oración. En un momento divino, rodeado de ángeles y querubines, donde las miasmas dieron paso a los perfumes, sus manos acariciaron tu nuca en gesto magnífico de absolución. Eras perdonado, estabas aceptado de nuevo entre los hombres. Sin embargo, aquella lucha moral interna tuvo más consecuencias, insospechadas. Habías roto la interminable cadena de vejaciones, donde ella siempre fue víctima y victimaria. Su acostumbrado verdugo cedió a un salvador, que se empequeñecía ante ella. Sus esquemas se cimbraron con tu acto de arrepentimiento y el efecto colateral fue monumental: se enamoró de ti, con vehemencia, obsesivamente.
Cualquier infierno es tolerable si se conoce su fecha de término. Pero ningún infierno termina en su plazo estipulado.