Misericordia

Morir fue deliciosamente fácil; resucitar, un obsceno arrebato. Sin dejar de temblar, dio por perdida la potestad sobre su cuerpo. También la claridad. Elisabeth, percatada de su transe, acarició su pecho para apaciguarlo. «No me toques. Siento demasiado.», susurró apretando las mandíbulas. Ella se recogió, limitada a observarlo con tierna consternación.

Su epidermis reverberó como eco inesperado el Miserere. Fray David la escuchaba con frecuencia en su despacho. Diálogo polifónico, desgarrado al final de su primer estrofa por la soprano: et a peccato meo munda me.

Desde hacía tiempo observaba tímidamente, cuando en el receso largo, Elisabeth se aislaba en las jardineras del patio para comer su sándwich. Tan blanca y pelirroja, pecas brincando por su rostro de ranita de charco. Mas él reconocía su lugar, como todos en este sistema occidental de castas, donde las marcas en el cuerpo evidencian la posición estamentaria.

En esa preparatoria privada era un aguacatero trasplantado en la tundra, obligado a convertirse en abedul, sin el privilegio del invernadero, al contrario de los alcatraces que don Joaquín llevó a la cañada, dejándose la piel para que florecieran. Pero él insistía, por su madre; por su hermana, casada con un evangelista, dividiendo a la pequeña comunidad serrana; por su hermano mayor caído en malas compañías de Pinal de Amoles; por sus hermanitos de la Orden Menor. Él asistiría a esa escuela de ricachos sonriendo, dando testimonio de la gracia franciscana, aunque el cálculo diferencial le insistiera que ciertos saberes también son excluyentes.

Ignorando las amonestaciones de Fray David pidió ayuda a Elisabeth, quien en matemáticas sobresalía. El «sí» no fue poca sorpresa, por lo que supuso lástima, o caridad marista, de la que ya era objeto. El fin de semana anterior al examen quedó de ir a su casa a repasar ejercicios, y evadiendo las preguntas del fray se apersonó a la hora acordada.

Tras largas frustraciones, so pretexto de un descanso, ella lo cogió de la mano, conduciéndolo a su habitación, atiborrada de peluches y coloridas cartulinas con frases motivacionales. Ella se despojó de lo necesario para su ofrenda. Él se encontró con disposición pura. Revelación.

—El fray me ha dicho que no quiere verme cerca de ti. ¿Cómo lo supo?

—¿Conociste a Arnulfo?

—Dijo que había perdido la vocación, pero no supimos cómo.

—Ahora lo sabes. —dijo Elisabeth, bajando la mirada.

—¿Por qué lo haces? ¿Qué ganas?

—De niña… el sacerdote de la parroquia… No quiero que se vuelvan como él.