Navidad perdida

Ensillo otro caballito de mezcal. A la botella de cerveza aún le quedan unos buches. La Sexta emite su tontería acostumbrada de Noche Buena: puro carita, guaperas, sosteniendo copas de Cava, forzando sonrisas siniestras. Sorbo. Está bueno. Enjuago con cerveza y me arrimo al respaldo del sofá. «Es la última navidad que paso solo», me digo, tal como me prometí el año anterior. Frases que dicen una cosa pero significan otra, siempre sumergida. Había apagado las luces con la esperanza de que, con el alcohol, el sueño apurara. Me arrellano bajo la manta de lana que me había echado encima. Hace un chingo de frío, mas no enciendo la calefacción, so pretexto del cambio climático; caldear un piso entero para una persona es ridículo. Además, tengo buen mezcal.

Un instante de arrepentimiento se cuela hasta al esófago. No debí rechazar la invitación a pasar la víspera con la familia de A. Pero sé lo incómodo que es. En varias navidades de juventud rogué a mis amigos para que me invitaran a su cena familiar y, así, huir de la mía. Allí debía volverme invisible para evitar la pregunta del pariente borracho: «¿este güey qué hace aquí?». Tornar espectro-testigo. Pero hoy, aquí, no tengo que ocluirme ni explicar porqué existo.

A medida que los párpados bajan el telón del mundo, las voces con acento madrileño, al que llaman neutro, se confunden en la duermevela con otras irreconocibles, aunque afables y familiares. La manta de lana huele a calor antiguo, paternal, a cariño disimulado con insultos. Me encontraba allí, pero ya no de manera pasiva, ahora me reconocía escindido de algo más grande, y por eso autónomo por vez primera. Aunque ignoraba todas esas palabras y potencias, las percibía como la luz del sol que entraba por las grandes ventanas del comedor. Tras el desnivel, veo la enorme mesa redonda con gente en corrillo, hablando y bebiendo. Mamá está allí, la escucho, pero no alcanzo distinguirla por la deslumbrante claridad. Le ha dado el pecho a mi hermano. Su llegada rompió la unidad, arrojándome a la diferencia, a ser otro. Con él llegaron las pesadillas, el miedo a la muerte. El horror habita en la dependencia absoluta. Perderse en los pasillos de un supermercado destila la más pura de las angustias.

Estaba apostado en el punto medular de la casa del abuelo, donde uno debe resolver hacia dónde ir. Al frente, el muro de piedra que separa el vestíbulo del comedor de gala, donde cuelgan sus óleos; a la derecha, las escaleras que conducen a las habitaciones; a mi espalda, la vitrina empotrada en la pared, atiborrada de toscas kokeshis y delicadas hinas, katanas, abanicos, cerámicas, teteras jakatsu. Los souvenirs del viaje a Japón que hizo el abuelo servían de ujier al recién llegado, anunciando la altura del patriarca. Entre la pared de roca y el suelo, de cálida cerámica irregular, descansaba un harén de regalos, amontonados con esmero, cual cascada emanando de la piedra, rompiendo en un estanque de presentes. Aunque su cima me superaba, me interné en aquél estero. Esquivando cajas envueltas, topé con algo del tamaño justo para mis manos, cosa extraña siendo yo el único infante. ¿Era algo destinado para mi, el desterrado? Escudriñé la tarjeta que sujetaba. Aquellos símbolos, sin sonido ni nombre, mas reunidos en ese orden preciso, me apelaban. Ese vasto y desconocido territorio recién descubierto, tan insular y frágil, era reconocible y dichos signos lo señalaban.

Agarré el presente envuelto, largo, plano, curvo, cual Excalibur en forma de cimitarra, y eché a correr hacía la mesa de los adultos. Encontré a mamá y le mostré el objeto exudando emoción. «¿Aquí dice mi nombre? ¿Es para mi?». Su respuesta fue un grito masculino y juvenil, «¡Me largo de esta puta casa! ¡A tomar por culo!». El hijo mayor de los vecinos de arriba. Son una familia que se gritan y tiran cosas; dos adolescentes, un padre permanentemente malencarado y una madre que, cuando coincidimos en el ascensor, baja la mirada con vergüenza. Tras el portazo y el pisar de escaleras, aguzo el oído. No escucho nada. O el tinitus me lo impide. Afuera cae aguanieve, la veo reflejada en mi ventana, iluminada por la farola que borra las estrellas. Hago un esfuerzo por alcanzar la cerveza y le doy un largo trago hasta vaciarla. Apago el televisor con el control y escucho al adolescente, ya en la calle, descargando su ira sobre el contenedor de basura.

Me levanto hacia la vitrina, tan vacía como el día que me mudé, saco la caja de chicles donde guardo el hachís y el papel de fumar. Me liaré un pitillo y saldré al balcón para darle algunas caladas, las necesarias para meterme en cama.