Reconocimiento

Desde la última ocasión que caminamos las callejuelas del barrio gótico barcelonés pasaron dieciocho años. Amigos, vecinos, colegas, socios desde secundaria. Mi recuerdo más temprano de nuestra amistad es una aireada discusión, sentados en las vías del tren, sobre la conexión entre muerte, big bang y dios. Tendríamos trece. Ya graduados de la universidad, tras caer socios-emprendedores, siguiendo el vulgar recetario del éxito, él marchó a Barcelona para su doctorado, mientras yo me hartaba en la bruma de la desidia juvenil. Tan pronto hube ahorrado, me apresté a cruzar el Atlántico. Marzo del 2004. Madrugadas frescas de primavera mediterránea, borrachos, expulsados de la Oveja Negra, esperando al Nitbus; domingos de cruda y sardanas en la Pla de la Seu, cigarrillos en la Plaça del Rei; litronas camineras por Poble-sec. Todo antes de las redes sociales, antes del pic-or-didnt-happen, cuando la experiencia no exigía jactancia; y aún antes de la brutal disneyficación de la capital catalana. Entonces el mundo se desplegaba sensualmente ante nosotros como un abanico de posibilidades insospechadas. Ambos ahora, cada uno por su camino, terminamos radicando en distintos extremos de Europa, y después de tres años de pandemia, por cuestiones laborales, él pasaría una semana en la ciudad. Entusiasmado por la resurrección de alguna memoria soterrada debido a una posible repetición sensorial, acomodé mi agenda para poder viajar. Estábamos de nuevo caminando el barrio gótico, bebiendo cerveza sin procurar alimento, enfrentando nuestras diferentes visiones del mundo. Para nosotros, Barcelona es el París de Cortázar y su Rayuela. Y ocurrió: se hubo cernido la vieja tristeza durante un sueño intranquilo, mas ahora con acidez estomacal; compañera de juventud, emanada de una proscripción social, imposibilitado a relacionarme por carencias palpables aunque invisibles a mi consciencia. Sospecho que ambos compartíamos dicho destierro mundano, pero mientras yo lo introyectaba, él hacía lo opuesto. Por eso casi no hablamos del pasado, al contrario de como suele suceder con contemporáneos, sino más bien del presente, acaso más grato e interesante que viejas batallitas desgastadas, y si el pasado asomaba se debía a nuestro flaneurismo: aquella esquina, aquesta plaza, la estación de metro, el desaparecido bar. Ya no hubo necesidad de colarse en los trenes de rodalies: empuñábamos tarjetas de crédito, disfrutamos del lujo de cerveza fina y no brics de menos de un euro. La despedida fue casual; yo debía volver por compromisos familiares y él reportarse en su otro B&B. En el tren comencé a leer el Banquete, de los Diálogos de Platón, dónde, en una parranda, los convidados debían ofrecer una alabanza al amor; Sócrates expuso la doctrina de Diotima de Mantinea: el amor es una mediación entre belleza e inmortalidad. Algo hubo de eso en este viaje: compartir ideas bellas merecidas de permanencia.

Selfie

Típica selfie jactanciosa en la disneyficada Sagrada Familia.