Una más, una menos
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Víctor JáquezDespués de tres años he vuelto a escribir un relato:
Vengo al ministerio público para rendir declaración. Es mi primera vez en este sofocante edificio. Me dirijo al agente ministerial en turno. Al reconocerlo se me suben los huevos a la garganta. Es él.
Aquella noche los Azulejos de Toronto refrendaron su título de campeones. Nada es más reivindicativo que chingarse a los gringos en su propio juego, el béisbol. Y el SkyDome lo celebraba casi como nosotros: pletóricos.
Todavía no cumplíamos dieciocho años, aunque nos las ingeniábamos para conseguir alcohol. Con la fotocopia de la cartilla militar de algún conocido, salíamos del paso. Pero en esa ocasión no necesitamos de identificaciones falsas. Gabriel, nuestro profesor de sociología, nos invitó a ver el último juego de la serie mundial en la casa de los Maristas. Último y definitivo.
Nos preguntábamos por qué Gabriel solía invitarnos los vinos; pero censurábamos toda duda repitiéndonos que era un cuate aliviando, a diferencia de los demás profesores.
Papá accedió a prestarme el coche. Acababa de sacar la licencia de conducir y quiso darme la oportunidad de demostrar que era responsable, que podía salir con mis amigos y regresar entero. O tal vez creía que, siendo permisivo, pasaría por alto los gritos, los moretones. Para los padres, sus hijos serán siempre unos escuincles: un caramelo y olvidarán lo atestiguado. Y a veces resulta conveniente.
La tarde refrescó, así que me puse mi sudadera de los Atléticos de Oakland. La insoportable canícula de primavera precede al tiempo de huracanes, que en la planicie se traducen en intensas lluvias. Luego llega el otoño con noches claras y tibias.
Al conducir a casa de Juan, el punto de encuentro acordado, contemplé la puesta de sol. Si algo tiene de especial esta llanura, son sus atardeceres fucsia; aunque muchos me corregirán, son rosa mexicano, porque es el color del manto que viste el sol, Tonatiu, en su viaje a Mictlán, la tierra de los muertos.
Ya en casa de Juan me sorprendió encontrar al Quick, quien repetía año y, por tanto, era mayor que nosotros. Nadie supo el porqué del apodo. Cuando alguien sugirió la eyaculación precoz, tuvieron que coserle la ceja al gracioso en la enfermería. El Quick era una bestia, pero era nuestra bestia.
En la casa de los Maristas nos aguardaba Gabriel con pizza y cerveza. El resto de los Hermanos había salido de la ciudad, en comisión, según sus propias palabras.
Mi plan de tres cheves se relajó a cinco, al llegar la séptima entrada. En cambio, Juan, Matías y Andrés, habían trocado la cerveza por ron con Coca. El Quick se ufanaba de ser abstemio.
En la parte baja de la octava, Juan y Andrés engullían pizza, mientras Matías vomitaba en el baño. Una entrada más tarde, Joey Carter conectó el cuadrangular que convirtió en carreras a los dos jugadores envasados, definiendo el campeonato. En ese momento el tedio alcohólico tornó en algarabía: saltamos, nos abrazamos y brindamos por el triunfo canadiense. Hasta el Quick, que apoyaba a Filadelfia, participó del festejo. Quien no se movió fue Matías: era un bulto en el sofá, en los brazos de Gabriel.
Templada la celebración, nuestro profesor sentenció que sus Hermanos no tardarían y había que ordenar. Matías despertó de su borrachera y, para mi alivio, encontré las llaves del coche, junto con su llavero color rosa mexicano, al mover el sofá. Habían saltado del bolsillo durante la danza triunfal.
—Que Matías vaya a la ventanilla. —Ordené al subir al coche. —No quiero que guacareé la tapicería.
Decidimos dejar primero al Quick, ya que vivía más lejos. Subimos al bulevar. Andrés y Juan discutían quién sería el primero en tener novia, cuando paramos en el alto de un semáforo.
Era tarde y el bulevar estaba desierto. Las huele de noche perfumaban esa esquina cuando un rayo, sin trueno, cruzó el horizonte. Aún estaba en rojo cuando un viejo Camaro oscuro se emparejó en el otro carril. Tenía los vidrios ahumados y no distinguimos a los tripulantes. El Camaro aceleró en un intento de hacer rugir su motor gastado.
—¡Pinche Chago, dale una lección a este mamón! —exclamó Juan emocionado.
—¡A huevo! —secundó Matías con lucidez a pesar de su borrachera.
Pisé el acelerador en neutral, expectante al cambio de luz. Al parpadear, metí primera soltando el embrague y el Ford Escort quemó sus neumáticos sobre pavimento, dejando atrás al Camaro.
Matías y Andrés sacaron sus torsos por las ventanillas para pintarle dedos al Camaro y gritar con furia: "¡Chinga tu madre, pendejo!".
Una vez dentro del coche, se cagaron de la risa y me felicitaron. Esa noche yo también fui el ídolo de las multitudes.
—Oye, güey ¿y si nos sigue? —preguntó Andrés.
—Pos nos echamos un quiénvive. —contestó Juan envalentonado. —Una más, una menos ¡qué chingaos!.
Cautelosamente miré por el retrovisor y vi al Camaro doblar la esquina. La tensión disuelta encendió la cháchara.
Bajamos a la colonia del Bosque y dejamos al Quick en su casa. Me percaté que el tanque de gasolina estaba en la reserva, así que remonté al bulevar, hacia la gasolinera.
Apagado el motor, aspiré hondo el olor a combustible. Saqué las llaves del contacto, y junto con su llavero color rosa mexicano, las entregué al dependiente, a la vez que me apeaba.
—Cincuenta varos, jefe. —le pedí.
Al rebuscar en mi cartera por el dinero, con el rabillo del ojo vi detenerse frente a mi un Camaro negro. Sentí que la vida se me salía por el culo. Busqué con la mirada a mis amigos: Matías dormía la mona; Juan, se escondía bajo el asiento; y Andrés, que se había mudado al lugar del copiloto, miraba hacia la nada, paralizado.
Del Camaro salió un hombre moreno, con marcas en el rostro de un despiadado acné juvenil, barrigón, un mostacho que le ocultaba el labio; vestía de mezclilla, botas piteadas y una camisa Versace.
Se acercó mientras yo jugaba nerviosamente con el llavero rosa mexicano que me había devuelto el dependiente. Traté de permanecer ecuánime aunque las corvas me traicionaban.
—Jóvenes. —dijo dirigiéndose a un público que se limitaba a mi. —¿Saben que la muerte acecha a todas horas y más de noche?
Para mi sorpresa, pude articular palabras, aunque sin despegar la mirada del suelo:
—Sí señor. Discúlpenos.
—Sólo acuérdense, las balas hacen agujeros.
—Sí señor. Discúlpenos. —repetí.
Pagué al atónito encargado de la gasolinera y me apeé temblando. Dentro del coche se escuchaba la vergüenza del cobarde. Resoplé con fuerza y volví hacia Juan para espetarle:
—¿"Una más, una menos", pendejo?
—Ya déjalo, güey. —contestó sin mirarme.
Han pasado tres semanas, y vengo al ministerio público como testigo por el cargo de agresiones contra mi padre. Mamá finalmente se atrevió a levantar una denuncia. O la convencieron de ello.
Al sentarme, el agente no se inmutó, aunque yo me encontraba lívido. Por un instante pensé que no me reconocería.
—¿Nombre? —preguntó aporreando el teclado de una computadora.
—Santiago Arriaga Echeverría.
—¿Sigues haciendo pendejadas de noche?