Utopía del artesano

Terminé de ver la serie de televisión Utopia. Tiene dos temporadas. Fue sacada del aire abruptamente, entre otros motivos, por su violencia explícita. Me gustó, precisamente, por su estética de colores chillones y filtros fotográficos que muestran, por ejemplo, borbotones de sangre rojo intenso y chocante.

La trama gira alrededor de una misteriosa organización cuyo propósito era contrarrestar una posible guerra biológica con la URSS. Fue diseñada con autonomía absoluta, para no responder a ninguna nación ni autoridad más que a ella misma y a su objetivo. Con la caída del bloque soviético continuó sus operaciones con mayor opacidad. Pronto se revela su verdadera misión: extinguir al 95% de la humanidad. La razón es un exterminio preventivo, debido al inevitable agotamiento de materias primas y energéticos que desencadenarán conflictos a gran escala y el colapso de todas las sociedades y culturas.

Utopia

Utopia. (fuente).


Para evitar esta gran precariedad, dicha organización pretende esterilizar masivamente a la población. El mecanismo será liberar una pandemia (no se sabe si real o ficticia) a la vez que organiza un programa mundial de vacunación. En la vacuna está el agente esterilizante.

Los héroes buscan destruir a esta organización antes de que cumpla su objetivo, con la vana esperanza de que algún milagro evite el colapso ecológico-social. Pero ese milagro está fuera del alcance y consideración de los héroes, como lo está de todos nosotros. Sólo podemos aspirar a la resignada heroicidad ya que los revolucionarios aún no han nacido.

La trama no es más que reiteración de lo dicho por el filósofo Frederic Jameson: it’s easier to imagine an end to the world than an end to capitalism.

Repite la doctrina que equipara una supuesta naturaleza humana con el sistema económico: el capitalismo es nuestra naturaleza por lo que es imposible evadirse de él. No hay nada que hacer, salvo, tal vez, limitar nuestra propia extinción.

La serie fue cancelada en el 2014. Y aún así mantiene su vigencia narrativa en pleno año del Covid-19, donde las teorías conspirativas alrededor del virus no dejan de abundar.

La pandemia actual nos ha asaltado en un momento muy particular, cuando la muerte de Dios es parte del consenso occidental, y con ella, la muerte de las verdades absolutas. Las verdades científicas como la teoría evolutiva, el Big Bang, la teoría cuántica, son los modestos asideros para la fe en un desdeñoso orden cósmico. Para ofrecer estos asideros, la divulgación científica, con todas sus limitaciones y riesgos, ha debido acercar el quehacer científico y sus fronteras a las masas.

La frontera científica es donde comienza el territorio más desconocido del ser humano, también es necesariamente tierra fértil para la imaginación, pero ahora está siendo explotada, indiscriminadamente, por distintos y antagónicos poderes económicos. Si el poder ya no puede seducir desde el púlpito, ahora lo hace desde los medios masivos de información con los estudios e interpretaciones científicas más convenientes para sus intereses.

Para el gobierno de Estados Unidos los algoritmos criptográficos tienen la misma consideración legal que la munición. En términos prácticos también el trabajo científico, en la frontera del conocimiento, es munición al servicio de los intereses económicos.

La única forma de contrarrestar este abuso es entender más a la ciencia y sus métodos. Como decía ya el poeta:

bebe copiosamente de la fuente del conocimiento
los sorbos pequeños enturbian la mente
los grandes la aclaran de nuevo.
Saskia Sassen y Richard Sennett

Saskia Sassen y Richard Sennett. (fuente).


Últimamente he comprendido que con los libros se dialoga. Leer es escuchar, digerir, responder. Cada vez con mayor frecuencia me encuentro en desacuerdo con algunas tesis que proponen los autores, aceptando otras, y en unas, muy pocas por ahora, puedo darle una interpretación diferente a la propuesta por el autor. Como dijo Deleuze «hay que embarazar al autor». Pero lo que me sorprende, al final de cuentas, es dejar atrás esa pasividad lectora que solía tener.

El artesano es el primer libro de una trilogía donde Richard Sennett responde a su maestra, Hannah Arendt, quien propuso, ante la consecuencia nefasta del proyecto Manhattan, que el ser humano, al alejarse del mundo de las ideas, de la metafísica (Arendt misma fue alumna de Heidegger), abre la caja de Pandora. En otras palabras: hacer es dejar de pensar. Sennett, el alumno, no está de acuerdo.

Sennett dice: "sólo podemos lograr una vida material más humana (sic) si comprendemos mejor la producción de las cosas". Con esto pretende rechazar la falsa dialéctica entre un supuesto animal laborans, para que sólo existe la pregunta ¿cómo?, y un homo faber, quien pregunta ¿por qué?. La tesis de Sennett es que el ser humano, al hacer, medita sobre lo que hace.

Nota al margen: Personalmente desconfío de quienes hablan de una vida más humana sin más elaboración. ¿Qué es lo humano? ¿dónde se define, describe e inscribe?

Se implica en el texto que el ser humano se dedica a una actividad por el mero hecho de hacerla bien, porque la actividad es en sí placentera. Sin embargo, argumenta que este placer necesita orden y organización. Dicho de otra manera, requiere de un poder que lo gobierne y dosifique. El deleite está en la contención del placer, evitar su saturación (como ya argumentaría Bataille, o Clive Barker en su novela clásica de horror The Hellbound Heart). El principio de placer debe ser controlado, continuo e in crescendo, cada vez más complejo.

Utilizando la formulación hegeliana, para Sennett, hay que superar al placer de la actividad en sí, al placer en la actividad para sí. De esta manera la actividad es capaz de desarrollar lo humano. Y así se evitaría caer en los temores pandóricos de Arendt.

El impulso básico de hacer algo duradero, de realizar una tarea bien, sin más, es propio del artesano, no del asalariado contemporáneo que se limita a hacer lo que le indican dentro del horario convenido, ignorando el resto del proceso productivo. Hay en Sennett una melancolía por las aspiraciones del liberalismo ilustrado del siglo XVII, de una República de Artesanos, y cree atisbarla en las comunidades de desarrollo de software libre y en las fábricas japonesas de principios de los años noventa.

Para Sennett hay tres elementos que inhiben el desarrollo de dicha subjetividad del artesano: la motivación, el desarrollo de habilidades y los criterios de calidad.

Marx también aspiraba a esta superación cualitativo del trabajo; veía al trabajo como el vehículo que construía al mismo ser humano desde una perspectiva histórica (el desarrollo de la autoconciencia). Pero Marx intuyó que, para que este cambio fuera posible, había que hacer una crítica de la totalidad, es decir, de aquello que construye nuestra totalidad: el sistema económico de producción. Sennett es menos ambicioso (o más ingenuo o más práctico) y apunta sus armas hacia las prácticas concretas utilizadas dentro del sistema productivo imperante.

En el campo de la motivación, implica una dialéctica negativa entre el compromiso social (contraria al interés particular) y la competencia (contraria a la cooperación). Creo que sobre esto ya se ha tirado mucha tinta.

En el campo de las habilidades (esto fue lo que me pareció más interesante) habla de una ruptura entre la mano y la cabeza. El desarrollo de la actividad humana, de la especialización, ha tornado el trabajo intelectual abstracto, intelectual y virtual, desvinculando el hacer manual, la imposición de una disciplina corporal (como denunciaría Foucault), la práctica basada en la repetición. Poniéndome mi bandana marxista: hay una clara necesidad del trabajo abstracto sobre el trabajo concreto, porque lo que genera plusvalía, dentro del esquema del mercado laboral, es el primero (casi nadie quiere contratar artesanos, sino empleados productivos). Sin embargo, para Sennett, este es un problema circunscrito a la esfera de la educación.

Finalmente, habla de los criterios de calidad conflictivos: perfección vs. experiencia, vinculado con la diada: conocimiento tácito vs. conocimiento explícito. En este aspecto me gusta más el abordaje de Mark Fisher en su libro Capitalist Realism. Los criterios de calidad son impuestos por la burocracia para producir una imagen pública (buena o mala). Estas mediciones se basan en un hacer medible y reproducible (conocimiento explícito). Esto es necesario, ya que, como explicó Fisher:

Ya no producimos bienes para la sociedad; producimos imágenes, percepciones para los inversionistas. Esto es el estalinismo de mercado: las fuerzas productivas están dedicadas a generar impresiones de progreso y modernidad, aunque por debajo no haya más que angustia e ineficiencia. Fábricas de simbolismos, como el dinero mismo.

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