25 December, 7:27am

Sólo hace unos cuantos días tomé el primer avión de una serie de escalas que me hicieron cruzar el mundo, tanto interior como exterior. Recuerdo que me levanté hace una semana, el viernes 12 de diciembre para ser exactos, a las cuatro de la mañana para irme al aeropuerto de A Coruña. Esperé que llegara la chica de la ventanilla de check-in de Iberia e hice la fila para facturar mi equipaje. Primer vuelo, con dos aeropuertos: A Coruña y Barajas. Abandoné los bosques y verdores gallegos por la áspera serranía castellana. Al descender me percaté que tenía que correr para alcanzar mi conexión a Londres. Supe en ese momento que mi equipaje se quedaría atrás y que me vería en problemas en el D.F. Corrí por las largas galerías de Barajas y por los puntos de revisión actuaba de manera automática, como si conociera el ritual por toda mi vida.

Por primera vez sobre volé Londres con luz diurna. Me embargó su belleza: los meandros del Támesis, su puentes, sus prados, sus edificaciones como el Tower Bridge, el Big Ben o el Parlamento. Fantaseé con vivir ahí una temporada y caminar sus calles en medio de su frío clima. Aterrizamos para seguir dos horas de espera en el aeropuerto de Heathrow. Me gustó pulular en la gran sala de espera de la terminal 5, ver gente de todas partes de mundo, hablando en diversas lenguas, me gustó acercarme a las tiendas de duty free y preguntar por la mercancía en mi más pulido inglés. Me gusta Londres, me gusta todo el Reino Unido, aunque jamás lo admitiré frente a un británico. Al embarcarme me fastidió la presencia de un grupo de pubertos fresas, con poses forzadas y personalidades patéticamente exhibicionistas... pero en fin, "live and let live".

Las 10 horas de vuelo ocurrieron sin contratiempos y aterrizamos a la hora especificada en el aeropuerto de la Ciudad de México, donde ya me esperaba Georgina, quien renegó de acompañarme en taxi a la casa de Joshua e insistió que nos fuéramos en metro. ¡Claro! Como ella no cargó mi backpack ni llevaba portátil. Llegando a Taxqueña no pude más y le pedí que cenáramos en donde sea y caminamos al Toks más cercano. Después de cenar y descansar un poco caminamos rumbo a la parada de camiones para tomar el autobús hacia la calzada del Hueso. Al llegar vimos la ingente fila de gente esperando al menos los próximos dos servicios. Me rebelé, no iba a esperar ahí, cargado como un camello, jetlaggeado, para llegar a una casa a descansar un rato. Así que determiné coger un taxi que nos llevara a mi destino.

Al llegar Joshua me reclamó, con justa razón, la tardanza, me estaba esperando desde hacía varias horas y estaba preocupado. Me disculpé y acompañamos a Georgina a tomar un camión que cruzaría todo el D.F. para llevarla a su casa, que queda por la conflictiva Iztapalapa. Así que mis pobres huesos, molidos por los palos de tanto viajar, tuvieron que caminar en la espesura de la noche del D.F., en esa tenebrosa jungla de concreto, poblada de diabólicos monstruos, para llevar a Georgina hasta la parada de un camión que fuera por aquellos rumbos alejados de la mano del señor y de la buenas costumbres.

De regreso caí muerto en la cama, a pesar de la vergüenza que me daba no poder charlar con Joshua tal y como se merece. Al día siguiente, sábado según mis cuentas, Joshua se fue temprano a un compromiso que no especificó ni yo indagué y me quedé en el departamento donde me duché y salí a la calle a desayunar en el centro comercial Galerías Coapa. Había cuadrado horas antes con Héctor para vernos por ahí (él me dijo que sabía cómo llegar al Hooters más cercano, lo cual siempre es una buena referencia). Meses atrás le había comprado un DVD con lecciones para interpretar en guitarra algunas canciones de Led Zeppelin y ahora se lo entregaba. Desayunamos y charlamos para despedirnos y yo regresar al departamento que me daba albergue. Al caer la tarde llegaron Esther y Joshua para irnos al restauran donde habíamos quedado de vernos toda la familia Huayacán.

La cuestión fue en uno de los últimos pisos del World Trade Center de la ciudad, que es un edificio cuya peculiaridad es que tiene un piso giratorio, llevando al comensal a tener una vista completa de la contaminada capital mexicana. Ahí aprendí que el Estadio Azul está junto a la Monumental Plaza de toros México y que la contaminación oculta por completo las montañas que rodean a la ciudad. La comida fue animada, divertida, pero accidentada por los poco hábiles meseros y pésima ubicación de la mesa, y finalmente algo costosa. Pero valió cada peso volver a ver a Esther, Jackie, Cinthia, Joshua y Diego, además de conocer a Marco y a su novia. Saliendo de ahí me fui con Cinthia, Diego y Jackie a Perisur a recoger un vestido de Cinthia y a tomar un café. Como no bajé mi suéter de la camioneta, al salir del centro comercial un aire polaco me quebró la salud y al día siguiente una fiebrecilla saludaba a mi frente.

Pero había quedado con Jackie ir al cine y charlar. Habíamos quedado ver Vicky Cristina Barcelona, y luego comer. Fuimos de nuevo a Galerías Coapa, compramos nuestros billetes y salimos a tomar un café en lo comenzaba la función. A pesar de la novel fiebre me la pasé muy bien con Jackie, recordando los hermosos días de la maestría en que nos íbamos al cine, comíamos y que en alguna reunión de amigos nos confundieron como matrimonio. De la película sólo puedo decir que me gustó mucho, Woody Allen es un genio de la psicología y sexualidad humanas, y bueno, enmarcada en una Barcelona y un Oviedo, pues la trama me complació mucho más. A Jackie no le gustó tanto. Luego nos fuimos a comer y charlamos. La conversación sí cambió a como la recuerdo, llena de silencios, de vergüenzas escondidas, ahora fue mucho más abierta, más honesta, directa. Había poco tiempo para estar frente a frente y no podíamos darnos el lujo de los silencios.

Me dejó en casa al romper la noche y yo caí en cama al romper mi salud. Finalmente la fiebre me ganó, el jetlag y el enfriamiento de la víspera en Perisur me ganaron la partida. Más noche llegó Joshua y me sentí mal por no poder conversar con más ahinco, como deben ser las charlas con él. Otra vez.

Al día siguiente le había prometido a Georgina ir a comer con ella, pero mi pobre salud de hierro me dio la coartada perfecta para declinar la invitación y quedarme todo el día casa para descansar y prepararme mentalmente para mi viaje en avión a la ciudad de Monterrey que sería al siguiente día. Dormí todo el día.

Le dije a Josh que mi vuelo sería a las 10am, aunque en realidad era a la 1pm. Me confundí, pero resultó mejor así, ya que ambos saldríamos al mismo tiempo y no hubo problemas con las llaves. Al despedirme de Josh sentí una gran vergüenza, no había sido yo un buen huésped, no había correspondido correctamente la hospitalidad de mi amigo y apenas pude mirarle a la cara cuando me subí al taxi. Además, esperar en el AICM no es nada aburrido, armado con provisiones de Caramel Macchiato y facturado el equipaje, el resto es caminar, ver caras y hojear libros y revistas. Ahí, en la terminal uno, en la zona de comidas, tuve oportunidad de ver al japonés que vive en la terminal desde principios de septiembre y que fue un tiempo la celebridad sensación de los medios.

Dio la hora señalada, entré a la zona de embarque y otro avión que me llevaría a mi esperado destino, donde la verdad se separaría de la fantasía, donde la apuesta por el todo o nada estaría en la mesa: Monterrey.

Aterrizamos sin problemas en el aeropuerto de la ciudad de Monterrey, recogí mi equipaje, y salí a su encuentro. Habíamos acordado que ella pasaría por mi. Y después de muchos meses de ausencia, de remotas pero sentidas charlas, la volví a ver. Racionalmente ya adivinaba el desenlace de todo aquello, pero me aferré al candor de la fantasía. Me gusta la idea romántica del amor imposible que rompe todas la barreras que el mundo le impone, donde los amantes prefieren cualquier sacrificio a costa de su amor. Me gusta ese acto de recorrer grandes distancias en busca de ese encuentro que le daría significado a todo; pero en lugar de hallar respuestas, siempre me topo con miedos, propios y ajenos, que frustran mis fantasías. Soy el Odiseo que regresa a Ítaca después de muchos esfuerzos para encontrar a Penélope con sus amantes y no puede matarlos; apenas puede saludar para dar media vuelta y sumergirse de nuevo a la nada, más triste que nunca.

Había pasado el año entero girando emocionalmente alrededor de ella, ignorando disciplinadamente toda evidencia que señalara lo imposible de la relación. Ella era una de mis anclas emocionales más fuertes para sobrellevar mi radical cambio de vida. Y ahí estaba frente a mi. Y yo con catarro.

Después de un tímido saludo nos fuimos a su carro y decidimos que me dejaría en en la oficina después de comer una hamburguesa en Carl's Junior. También decidimos que nos veríamos ese mismo día por la noche para platicar lo que nos debíamos.

Y volví a ver al viejo tercio de trabajos: Sandino, Joaquín, Daniel. Conocí también a Selene, de quien tan buenas referencias tenía. Y me puse a hacer lo que quería: trabajar con libgoo y GStreamer. Recordar esos días idos donde todo era hacer lo que yo quisiera, cuando yo quisiera, y sentirme muy satisfecho por el resultado. La memoria es selectiva: sólo recuerda lo bello y mi memoria había idealizado mi vida en Monterrey.

Me quedé en casa de Sandino, que vive por Los Lermas, en Guadalupe, allá por donde el viento da la vuelta, lejos de toda civilización conocida. Dejé mis cosas en casa de su mamá, quien siempre se portó muy amable con mi persona; los perros, unos enormes doberman, me oliscaron para reconocerme; conocí a las sobrinas de Sandino, de quienes tanto habla, y me llevó a la parada del metro Exposición, bastante alejada de por sí a su casa, para irme al Barrio Antiguo, donde sería el encuentro decisivo.

Llegué al punto de reunión. Ella ya estaba ahí. Me senté y ordené un capuchino. Charlamos. Le pregunté qué era lo que ella quería y obtuve poca respuesta. Así que le intenté explicar mi perspectiva. Había dos opciones: terminar con la relación por completo o estar juntos. Por más que me doliera aceptarlo ya no quería orbitar alrededor de una fantasía, depositar mis sentimientos en un agujero negro a través de Internet y eso significaría cortar la comunicación. La otra opción era la fantasía, el sacrificio absoluto por una fantasía sin promesas, por el sólo hecho de intentarlo. Nos topamos con el primer obstáculo: su novio. Había ya cumplido un año con él y las cosas iban bien entre ellos. Yo era un intruso en ese momento. Si yo dejaba España, trocando los sueños de gloria y fama por sueños de una relación en pareja, y regresaba a Ítaca, yo no flecharía a los amantes porque yo era ese, me tendría que sentar y esperar que ella eligiera qué le convenía más. La opción de que ella se fuera España conmigo estaba fuera de cuestión. El sacrificio sería sólo mio.

La solución al intríngulis ya la conocía, me la había dictado la razón hacía mucho tiempo: regresar a la nada, romper las amarras, dejar de orbitar alrededor de la emoción que ella representaba y volver a las derivas. Y lloré y no paré de llorar hasta muchos días después.

Ya era tarde y el metro había cerrado. Ella se ofreció a acercarme a casa de Sandino. Le dije que tomara todo Morones hasta que terminara la calle. Después de mucho andar y ella ya inquieta por la lejanía, le pedí que me dejara en una gasolinera próxima. Me bajé, se marchó y me di cuenta que no sabía donde estaba, que apenas había dado un paso y ya estaba perdido. Le marqué a Sandino, dijo que pasaría por mi, pero fue difícil precisarle donde estaba. Me encaminé a un centro comercia que estaba cruzando la carretera y después de varias confusiones, llegó Sandino a rescatar a Odiseo.

Ese miércoles quise enfrascarme en la rutina del viejo tercio: programar, bromear, pasarla bien en la oficina. Pero de rondón alguna emoción me visitaba y las lágrimas brotaban. Fuimos a comer a Los Generales, un buffet donde antes solía atascarme de manera ominosa, pero que ahora, con mi dieta europea, apenas pude acabar con dos platos. Decidí que no podía pasar mucho tiempo más en Monterrey, que lo que tenía que decir ya lo había dicho, así que compré mi boleto a Celaya para la medianoche del siguiente viernes a sábado. Y así pasó el día hasta que Sandino y yo volvimos a su casa, donde me duché y caí profundamente dormido.

Al día siguiente volví a enfrascarme en con gstgoo, la cámara en túnel con un video encoder. Me marcó Arturo, antiguo camarada de preparatoria radicado en la Sultana del Norte desde hacía mucho tiempo y quedamos en vernos para comer. Salí temprano para aprovechar enviar una postal prometida a las oficinas de la Grela. Me encontré con el Shala en la Plaza Real, comimos, conversamos animadamente y nos despedimos.

Llegó el viernes, mi último día en Monterrey. Me limité a esperar la medianoche que me llevaría con mi padres. Le pedí que me fuera a despedir y sólo corroboramos sus prioridades: definitivamente no era yo. Así que invité a Sandino a cenar en un restorán agringado cercano a la terminal del camiones. Tomé mis maletas y olvidé en su carro mis medicinas y la bolsa de café chiapaneco que me había regalado.

El camión de Monterrey a Celaya generalmente hace 9 horas. Ahora hizo, gracias al tráfico decembrino y a los bancos de niebla en San Luis Potosí, 12 horas. Así que después de varias películas y muchas lágrimas llegué a Celaya donde mi padre me esperaba para llevarme a la casa, que desde hace mucho tiempo dejó de ser mi casa.

Al primero que vi fue a Julio con quien me fui a tomar café, para variar. Y me sentí seguro: el viejo amigo con el viejo ritual es lo mejor para sentirse en puerto a salvo. El domingo 21 fui a la corrido de toros anual de la feria de Celaya. Julio había invitado. Norberto llegó también. Me dio mucho gusto platicar con Beto entre olés y rechifla. También conocí a Alejandra, novia de Julio y a un primo de él. Fue la corrida más accidentada que he presenciado: al caer la noche, en el último toro, se fue la luz en la plaza, sin embargo el torero decidió seguir toreando en la oscuridad, y claro, el toro lo cogió por el sobaco al mal malabarear con la muleta. Y así, corneado, desangrándose, siguió toreando, le sacó un par de pases más al toro y luego lo mató. Yo estaba impresionado, indignado por la empresa y el corte de electricidad; asombrado y frustrado por los cojones y la estupidez del torero; y conmovido por la frase que me había dicho Norberto justo en el momento en el que el toro corneaba al torero: "J. M. te admira mucho". Y yo que siempre había admirado a J. M. por haber estudiado filosofía y letras a pesar de todos los consejos y advertencias.

El lunes siguiente hice una visita relámpago a José Luis Alejo en su oficina. Luego me fui a comer con Mónica y me tomé mi primer cerveza en mucho tiempo. Conversamos un poco, a su manera, cambiando de tema cada pocos segundos y nos despedimos prometiendo hacer algo después. Más tarde me encontré con Vanessa quien me presentó a su círculo de amigos y me presumió su casa, donde tomamos algunas cervezas más, vimos una película, charlamos hasta quedarme dormido. Compadeciéndose de mi, Vanessa me llevó a la casa de mis papás. Conversamos un rato en su carro, poniéndonos al corriente desde que nos habíamos despedido en A Coruña. Ambos habíamos cumplido nuestra promesa de sacudirnos los fantasmas que nos aguardaban en México, pero lo hicimos de manera timorata, sin querer-queriendo, sin ánimos tajantes. Nos despedimos quedando de vernos de nuevo otro día y tal vez ir al cine.

El martes me invitó a comer José Luis Alejo. Era la comida navideña de su empresa y ahí estaba Jorge, Ariel y Fernando, con quienes departí el buffet de mariscos. Malditos buffets. Otra vez sólo pude con dos platos cuando ya estaba más allá de satisfecho. Por la noche fue la reunión de navidad adelantada de mi familia, que como nadie podía juntarse el 24 por compromisos previos, decidieron verse la noche de 23. Estuve como zombie caminando entre la parentela sin decir mucho, tratando de pasar desapercibido. Cuando organizaron el ritual de "acostar al niño" entre padresnuestros y avesmarías, yo me fui a dormir.

Ayer fue noche buena. Pasé la víspera encerrado en casa de mis papás. Me fui a dormir a las 10 de la noche. Me metí en la cama odiando la celebración de navidad.