26 June, 12:08am

A principios de la semana pasada Sardino nos propuso que fuéramos a un recorrido publicitado como "el calabozo" a instancia de una amiga suya que le había calentado la cabeza con ir. Desde que llegué a esta ciudad, había tenido la curiosidad de hacer alguno de estos recorridos, por lo que acepté sin chistar. Adrián también se unió a la aventura. Pagamos la cuota por depósito bancario y varios correos electrónicos después ya estábamos apuntados.

El punto de reunión era el Soriana de la Estanzuela a las siete de la mañana. La Estanzuela es un parque ecológico al sur de la zona metropolitana por la Carretera Nacional. A mi me asustaban dos cosas: la desmañanada y que agotara o me lastimara en el trayecto. Por la noche estuve a punto de tirar la toalla y dejar pasar cobardemente la oportunidad. No obstante puse la alarma del celular a las seis de la mañana y me dormí a la una.

Me despertó la emoción a las cinco, pero preferí descansar la hora extra que me había dado de plazo. Volví a despertar cuando la alarma sonó. Rápidamente pasé al baño, me comí unas galletas y preparé la mochila con las provisiones sugeridas: agua embotellada, atún y golosinas. Salí a la calle a las seis y media rogando por algún taxi. Caminé hasta la Macro Plaza y el primer taxi libre que pasó me lo ganó un transeúnte que recién arribaba a una esquina anterior a la mía. Hice berrinche. Veía como el grupo se iba sin mi. Minutos después pasó otro taxi libre el cual pude abordar para tranquilidad de mi alma.

Llegué al Soriana especificado con la sorpresa de que la tarifa fue de ochenta pesos. Lamenté mi falta de temeridad para irme en camión, el cual pasa a unas cuadras de mi casa y te deja enfrente del punto de reunión. Pero eso no lo sabía a priori. En el estacionamiento del Soriana había un grupo de personas junto a una camioneta distintiva de la empresa que organiza los recorridos. Entre los compañeros de excursión había, en primer término, una señora rubia, que a pesar de sus años, lucía especialmente atractiva, un chavo con una pinta parecida a la del futbolista Rafa Márquez, junto a una chica de amplio busto y baja estatura; un tío gordo, de piocha entrecana, otro más moreno y rapado y nosotros tres. Los guías eran tres, todos homónimos: Mauricio, uno el guía principal y dueño del negocio, su hijo de diez años y un pariente de ellos.

El tío gordo resultó ser un argentino que tenía la suerte galantear a la señora rubia, que a la sazón se llamaba Marta. Del tío ni su nombre recuerdo, sí, tanta fue mi envidia. Me asombró enterarme que la señora era madre del rapaz bien parecido y la otra chica, novia de este último. Los cuatro viajaban en un Eclipse conducido por el zagal. De nuevo este carro de la Mitsubishi aparece en mi vida como recordatorio de que la posesión de lujosos cacharros atraen a mujeres atractivas, quienes jamás se percatarán de mi existencia y condición. El otro acompañante iba en su carro compacto y nosotros, que llegamos en transporte público, nos acomodamos en la caja de la camioneta de la empresa, haciéndonos espacio entre el equipo de rapel.

Luego de un corto trayecto al estacionamiento y entrada del parque, nos bajamos, asignándonos cascos y arneses. Tomamos algunas golosinas extras que nos ofrecieron los guías y entramos al parque. Previamente, habiendo sentido el retortijón de tripas, me fui al baño del parque a descargar, lo que fue muy conveniente para hacer el recorrido sin incomodidades, mientras el argentino alegaba con el guía si podía llevar su cámara de retratar, incapaz de comprender de que muy probablemente se le mojaría. Alejarme de esa discusión casi fue tan agradable como la evacuación siguiente.

Primero seguimos por un camino adoquinado muy coqueto, de color rosado, que nos llevaba a lo largo de una hermosa arboleda. El fresco aire matinal penetraba mis pulmones como un suave elixir revivificante. El clima para nuestra suerte fue muy benigno, las lluvias de la víspera habían dejado un cielo nublado, plomizo, denso, protegiéndonos del inclemente sol. Había corredores habituales dando su acostumbrada vuelta al parque. Nosotros no salimos del camino rosado para tomar una vereda, también adoquinada, pero de color blanco, donde el primer tramo era nuevo, mientras que le siguió otro más viejo y desgastado. Cuando el adoquín terminó, seguimos andando sobre una vereda rocosa con una pendiente cada vez más pronunciada. El camino rocoso se iba desvaneciendo a nuestros pasos para volverse, gradualmente, en lodo. En el ambiente se sentía la humedad, los estertores del rocío matinal. La vegetación se volvía cada vez más tupida, más salvaje, más intimidante, como avanzáramos hacia las fauces de una animal estático que cerraría las mandíbulas de manera imperceptible, para luego digerirnos sin notarlo. A cada tramo andado el lodo se volvía más y más molesto, primero embarrando los zapatos tenis, luego los pantalones, para tropezar y finalmente resbalar la manera más torpe. Yo iba concentrado en cada paso que daba, en cada punto donde apoyaba mis manos, pero aún así rodé y resbalé un par de ocasiones. La vegetación también se ponía más a la defensiva y el roce con algunas hojas me provocaba una irritación que me invitaba a rascarme. El moreno me dijo que con el lodo se quitaba, así que terminé por envolver mis brazos y manos en lodo. Ciertamente muy refrescante.

A la cabeza del contingente iba Mauricio padre, seguido de Mauricio hijo. El niño provocaba una sensación de reto compartida por casi todo el grupo, resumida en la clásica frase de "si él puede, por qué yo no". En esta parte del camino, quien más tomaba el reto era la señora Marta, quien siempre fue tras del infante. Inicialmente el pibe iba atrás de ella, luego el señor moreno, nosotros, y siempre a retrasados, la pareja de jóvenes, acompañados pacientemente por el tercer Mauricio. Pronto el argentino no le pudo seguir el paso a la atractiva y empeñosa señora, dándonos, por momentos, el placer de ir tras de ella (sí, tenía un trasero de fábula). Pero este último no hacía todo espectáculo visual, era sólo un mero accesorio estético, la verdadera majestuosidad radicaba en los sentidos volcados sobre la naturaleza: los paisajes, los sonidos de las aves e insectos, el murmullo de las caídas de agua, el acariciante viento, el movimiento de la maleza, los árboles y, en especial, las montañas, rasgando con sus picos las espesas nubes, los valles, los pozos de agua cristalina que permitían ver sus fondos rocoso en tonalidades verdes, cafés y azules. Otro de mis temores, es que había procrastinado la compra de bloqueador solar, asumiendo que Sandino llevaría, pero no fue así, así que vaticiné quemaduras por varios días. Sin embargo, y como ya dije, las nubes nos protegieron maternalmente del señor sol.

En cierta ocasión tuvimos que cruzar un riachuelo, como en otras ocasiones lo habíamos tenido que hacer previamente. Al cruzar el niño, este resbaló y azotó contra el lecho de roca y lama. Y luego, cada uno, por turnos, fuimos resbalando y cayendo. Por más que me mentalicé y concentré por no caer, alguna roca traicionera dio al traste con mi humanidad a cuestas. La caída más aparatosa fue la de la chica, y yo juzgo que su amplio pecho hizo que la caída fuera más sentida su caída de frente, y claro el novio fue raudo a socorrer a su dama entrampada, pero tampoco él, con toda su galanura, pudo evitar el resbalón y consecuente espaldazo.

Cuando el cansancio comenzaba a hacer mella en mi después de un buen rato de ascenso por la montaña llegamos a un paraje donde Mauricio padre nos explicó los principios del rapel. Hice rapel por primera y única vez cuando estaba en los scouts (lobatos más exactamente) a la tierna edad de once o doce años, para no volver a repetir la hazaña sino hasta 18 años después (¡güey! son muchos). El primero en descender fui yo. No se de donde saque valor, pero simplemente dejé de pensar y que me pusieran la cuerda sobre el ocho (sin albur léperos). Y claro, como buen primerizo, lo primero que dijeron que no hiciera, lo hice: solté la línea, sosteniendo todo mi peso con la mano izquierda, dejé de apoyar los pies sobre la pared, y demás estupideces. Por un momento pensé que ya había valido madres, pero las cuerdas eran chidas y evitaron mi caída libre de siete metros. Siguió otro rapel pequeño, pero en este caso, al salir, mi pie se atoró en una saliente de la roca y al zafarme resbalé ambos pies de la pared, pero esta vez no solté la línea, lo que evitó mi caída, pero no el azotón contra la montaña, hasta el guía puso cara de asustado y me preguntó si estaba bien. Me pegué un buen madrazo pero con más susto que cuidado. El resto del descenso fue bastante bueno a mi consideración.

El siguiente rapel creo que fue el de 30 metros. Ese lo disfruté enormemente, hasta daba brincos como los que se ven en la televisión que hacen los del ejercito. En el pozo de agua donde terminaba el descenso, había un señor tomando fotos que se sorprendió de vernos llegar del cielo. Como los cuatro fantásticos (Marta, el argen, Rafa y la princesita) tardaban mucho en descender, casi siempre teníamos que esperar en los pozos de agua buscando un lugar seco donde sentarnos, ya que el agua estaba helada y no teníamos ganas de jugar con una posible hipotermia. Para estas alturas mis tenis estaban hechos agua, mi mochila pesaba cinco veces más por toda el agua absorbida por sus esponjas, y mi playera y pantalón embarrados en fango. Sandinosaurio se puso a platicar con el señor que nos había tomado las fotos al descender y resultó ser un médico especialista del Hospital San José, quien amablemente ofreció mandarnos las fotos si le enviábamos un correo. Zardino pudo memorizarse su correo sin problemas, y gracias a eso tenemos ahora algunas fotos del recuerdo.

El Calabozo
El Calabozo
El Calabozo
El Calabozo
El Calabozo

Después de este descenso siguió un "tobogán", el cual es una cascadita, donde la pared tiene cierta pendiente que permite funcionar como precisamente eso, un tobogán. Aquello me entusiasmó muchísimo. De nuevo fui el primero en lanzarme, pero tomé la precaución de guardar mi anteojos en la mochila antes de lanzarme sobre la caída de agua que te envolvía con fuerza y te arrojaba a la poza. Sin embargo, el Tigrux no lo hizo así, por la vana esperanza de no perder detalle; sin embargo, lo que terminó perdiendo fueron sus lentes, cuyos armazones estaban valuados en la friolera de cinco mil pesos. Después del tobogán, el único camino era sobre el mismo lecho del río, cuyas paredes era la misma montaña, sin un lugar donde sentarse completamente seco. Aunque la señora y el argen hacían los descensos y las hazañas sin muchos remilgos y más bien con atemperado disfrute, y el "Rafa" se veía a todas luces que estaba acostumbrado a semejantes menesteres, la princesita, en cambio, era una total desesperación, con cara de huelemierda todo el camino, y con reparos y remilgos en cada descenso. Ella hacía que nuestros traseros se congelaran esperando abajo por su majestad.

Saliendo del río y volviendo a tierra seca, llegamos al siguiente reto: el salto. Desde una altura de cinco o seis metros te lanzabas a una poza de agua, pero tenías que caer exactamente donde la cascada rompía, ya que fuera de ese círculo la profundidad del agua era sensiblemente menor y lastimarse era muy posible. Además había que recibir el agua recogiendo las piernas porque, la profundidad del área de clavado no era la suficiente para un salto en vertical. Cabe mencionar que el salto era totalmente opcional, por lo que Marta, Sandino y el pibe prefirieron embarrarse en lodo por una resbaladilla natural. De nuevo fui el primero, después del guía, en ponerse sobre la diminuta plataforma de salto. Debo admitir que tardé más de lo debido en saltar, me tomó tiempo dejar de pensar y solamente hacer, pero finalmente lo hice, me arrojé.

También debo admitir que cruzó por mi cabeza retirarme y bajar cobardemente por la resbaladilla, y es posible que en realidad, lo que me arrojó al salto, fue la vergüenza pública. Pero una vez abajo, el asalto de adrenalina fue brutal y sumamente gozoso. Estaba yo extasiado. Cuando estaba en la posición de salto dudando y temeroso, la princesita se jactaba de ser nadadora desde muy temprana edad, por lo que dominaba el salto en trampolín y plataforma tal como cocer y cantar, que sin problemas haría el salto. No obstante, después de mi siguió Mauricio chico, luego el moreno, y luego la chica... Primero la animábamos con aplausos y gritos y luego con impaciencia le implorábamos que brincara, al final la ignoramos. El guía nos preguntó si queríamos descender el último rapel mientras la princesa se decidía, Sadino y yo aceptamos.

Puso la cuerda y Tigrux bajó. En ese momento la princesa había decidido que por el bien de su pueblo no saltaría y que haría uso de la resbaladilla de la ignominia, así que observé como Adrián se lanzaba al vacío con prontitud y sin vacilaciones. Fue en ese momento cuando el argen y la señora Marta se apoderaron de la cuerda para el último descenso. Luego se lanzó "Rafa" haciendo derroche de bizarría, arrojando primero su gorra como torero al ruedo. Mientras que los señores descendían con lentitud, el guía nos ofreció, a Adrián, "Rafa" y a mi, un descenso alterno, "extremo", en sus propias palabras. Con la excitación de todo lo vivido, negarse hubiera sido simplemente estúpido. Lo extremo de este rapel alternativo consistía en que a la mitad se acababa la pared y el resto era plomada, es decir, únicamente con la línea controlar la velocidad de caída sin apoyo en las piernas, pero además, y esto no fue advertido hasta que lo viví, justamente a acabarse la pared y soltar las piernas case directamente sobre el chorro de la cascada, perdiendo momentáneamente el sentido de orientación, lo único que puedes atinar es a no soltar la línea hasta que tu sistema se reestablezca y pienses de nuevo tus movimientos. En una palabra: estupendo, maravilloso, excitante.

Ahí terminaron los descensos, y lo siguiente consistía en caminar de nuevo hasta la entrada del parque. Ahí decidimos dividirnos, ya que esperar a los cuatro fantásticos era inaceptable. Sólo hasta el final, ya subidos en la camioneta, bajo los ardientes rayos del sol que para esa hora del medio días ya había vencido a las valerosas nubes, los esperamos para que entregaran el equipo que llevaban. De vuelta el cansancio nos sorprendió en el camión urbano que tomamos de vuelta. Fue un hermoso viaje, una hermosa experiencia, que quiero repetir pero ahora con un poco mayor grado de dificultad.