Cinco granos de maíz

Tengo cinco granos de maíz guardados en un viejo frasco de píldoras para la epilepsia, píldoras que tragué religiosamente durante seis años. Decían que con ellas dejaría de pasear por la casa en las madrugadas.

Tengo cinco granos de maíz de distintos colores: blanco, amarillo, colorado y negro.

Los reuní una luminosa tarde sabatina en un rancho agrícola, propiedad de los padres de mi mejor amigo de la infancia.

Yo crecí atado al asfalto. No descubrí a los insectos sino hasta después de aprender el abecedario. Las hormigas me fascinaban. Me quedaba horas observándolas, torturándolas. Un día salí corriendo, despavorido de mi habitación, ya que una enorme libélula se había colado y, juzgándola un mosquito gigante, me creí en peligro mortal por la envergadura que podría resultar su piquete.

Tengo cinco granos de maíz guardados en un frasco de píldoras. Los cogí de los costales donde las señoras del campo los echaban al desgranar, con sus manos, las mazorcas. Sus callosos dedos removían los granos del olote en un chasquido. Y separaban los granos por colores.

"El mais negro es pa'nosotros", decían sonriendo, "naiden no lo quiere comprar, nanque las tortillas moradas son resabrosas... ¿a poco no, joven?". No contesté. Jamás había probado las tortillas moradas.

Me senté a desgranar con ellas. A la segunda mazorca mi manos me escocían, sentía que se me irían a llagar. Y las viejas se rieron.

Mi mejor amigo me presentó a su vaca favorita. Por primera vez estaba ante una bestia de semejantes proporciones. Aunque lo que más me impactó fueron sus infinitas pestañas. Y su similar indolencia.

Nuestra amistad comenzó arriba de un árbol. Allí coincidimos porque ambos huíamos del resto de los párvulos, que gritaban pateando un balón con furia incomprensible. Sobre las ramas de aquel árbol me invitó a pasar el fin de semana en el rancho de sus papás.

En ese rancho presencié una hoguera por primera vez, y sus llamas me aterrorizaban, por más disimulo empeñado. Allí corrimos entre higueras y manzanos, aplastando con nuestro calzado los frutos caídos. Allí admiré a su hermana adolescente, como a la mujer más hermosa del planeta, como a la princesa de todos los cuentos. Y allí recogí cinco granos de maíz que guardo en un frasco de píldoras para la epilepsia.