La noche de un sábado

Carlos me arrastró al bar The Station, saliendo de la comida organizada por la familia de Silvestre para agasajar a los donadores de sangre para su hija Cristina. Esta atención fue de carne asada, cerveza, rematada con whiskey y cognac. Silvestre viajó desde Monterrey junto con su grávida esposa Esperanza, su hija Fernanda y varios kilos de Sirloin, para ver a su hermana, que llevaba ya una semana de recuperación, y de paso tomarse un par de copas con su amigos y donadores sanguíneos. La reunión fue bastante agradable, la comida opípara y la bebida copiosa.

La (posible) futura exnovia de Carlos le llamó a su Nextel para comunicarle que lo esperaba en "The Station", donde ella estaría con sus amigas. Después de esa llamada comenzó el asedio: "Vamos a la estación". Se lo preguntó a las hermanas de Silvestre (Marien, Cristina - en recuperación - y Paloma) y a nosotros. Después las invitaciones se volvieron insistencias. Las hermanas de Silvestre se negaron con la misma porfía, Tomás se desentendió rápido arguyendo un compromiso posterior con su esposa, y Julio y yo, que al venirnos en el Atos de Tomás quedábamos a merced o de nuestros pies o de la generosidad de Carlos, tuvimos que librar batalla con su necedad. Por demás yo tenía un problema por partida doble: había dejado mi cartera en mi mochila y mi mochila en el Atos de Tomás y Tomás ya había partido. En otras palabras, estaba sin dinero en la bolsa.

Aprovechando intentar convencernos, Carlos se ofreció a llevarnos. Primero dejó a Julio sin necesidad de mucho ruego, sin embargo conmigo se limitó a decir: "Yo sé que tú no me vas a dejar morir solo pinche Jáquez". Y se estacionó cerca del bar. Por otro lado, el alcohol ingerido me facilitó el cruce de ese pequeño límite entre la templanza y la osadía. Momentos antes de pasar la cadena, cruzó por mi mente la posibilidad de me negaran la entrada debido a mi atuendo, consistente en playera, mezclilla y tenis, pero con toda impunidad, antes de terminar de pensar el argumento, ya estaba adentro.

Esta sería la segunda o tercera ocasión en la que estoy en La Estación. Un bar ya legendario y multigeneracional, donde los treintañeros se juntan beber, fumar e intentar conversar sobre la fuerte música "ambiental". Nunca me ha llamado la atención dicho bar, me aburre, me parece que sus parroquianos son seres vacíos, rendidos y vendidos al ilusorio sistema, donde confunden los medios con los fines. Un escape formar a sus patéticas vidas, donde evitaran confrontarse consigo mismos y culpar a los demás en descargo suyo. Mujeres vestidas de putas, tratando de atraer las miradas de galanes potenciales, quienes con la mentira adecuada podría bien irse a la cama, poniendo al otro día el pretexto del alcohol para despedirse de la vergüenza. Hombres y mujeres vestidos de mentiras con el objetivos de atraer a alguna mosca, pero no había moscas, sólo caníbales.

El lugar estaba lleno. Encontramos a la novia de Carlos y otros tres amigos de ella. Me acomodé un lugar y me dediqué a escuchar la música y observar a la concurrencia. Dos de los tres acompañantes de Paola se fueron en poco tiempo, dejando a una amiga de Paola, de quién jamás supe su nombre. Situaciones se dieron, entre Paola y Carlos, entre la amiga de Paola y gente que se acercaba a saludar. Yo sólo quería mantener el flujo de cerveza abierto y largarme lo más pronto posible. De pronto Paola y su amiga se despidieron y Carlos me dice "Vamos al Vanchai", ¡Ni madres! prefiero caminar a mi departamento, Entonces pidamos otra cervezas, ya estoy muy pedo. Para los que no lo sepan, el Vanchai es una disco, digna sólo de adolescentes y pubertosos en busca de nuevas emociones que son incapaces de encontrar en otros aspectos.

Y fue cuando la mala copa de Carlos lo llevó a un estado de ánimo nefasto. Me repetía una y otra vez que se sentía vacío, que su relación con Paola iba de mal en peor y el final estaba cerca, que lo único importante para él en esta vida es hacer dinero, un chingo de varo, repetía, entre otras cosas que sería muy indiscreto hacer eco. Tenía ahí aún amigo, a quien admiro por su capacidad de ligar, de hacer reír a las mujeres, de una idiosincrasia simplista, pero entregado a su trabajo, perseverante, quejándose del vacío de la existencia, de esa sensación donde la nada nos arrastra. Otro que tergiversa a los medios con los fines: el dinero y el sexo son lo importante, no la gente que nos rodea, ni nosotros mismos.

Estaba ahí, sentado, cavilando qué responderle, tal vez ninguna respuesta sería buena, él ya estaba instalado en su peda y su nefastez, sólo quería que alguien le escuchara, pero sin discutirle, cuando una voz femenina rompió el ensordecedor ruido de las conversaciones y la música: "¡Hola! ¿Te acuerdas de mi?". ¡No lo podía creer! ¡Era Rocío en persona! Estaba ante la visión de un fantasma.

A Rocío la conocí cuando estaba en preparatoria. En aquellos días de plata escasa y muchas deudas en la familia, mi tío Carlos me daba empleo de medio tiempo donde él laboraba como gerente, agua en garrafón Junghanns. Ahí, Rocío trabajaba como secretaría y asistente. Para mí, y en aquellos días, me resultaba increíblemente atractiva, lejana, deseada. Un día me turbó cuando me dijo: "Víctor, eres el primer chavo de diecisiete años que conozco que no tiene una novia". No hallé qué responder.

Cuando mi tío salió de la distribuidora y yo con él, le perdí la pista. Por medio de mi tío supe que había entrado a estudiar una carrera, no recuerdo si LAE o Comercio Internacional o Leyes, pero si tengo presente la impresión de asombro ante el ánimo de esta chica por hacer un uso consciente de su libertad para crecer a sus circunstancias. Digna de admiración, como lo es toda la gente que asumen su realidad y se dan cuenta que son capaces de rebasarla. Tiempo después, cuando estaba en con mi juguete del proveedor de Internet en San José Iturbide, abrí mi cuenta fiscal en Banorte, en la sucursal de la calle Juárez, donde para mi sorpresa y alegría, ella era ejecutiva de cuenta.

Realmente no conversaba mucho con ella, mi espíritu retraído sólo me permitía cruzar con ella las palabras necesarias para el manejo de la cuenta bancaria. Pero siembre buscaba que ella me atendiera. Tiempo después ella ya era la encargada, casi casi gerente de sucursal. Se notaba que progresaba en el banco y le gustaba trabajar ahí.

Los años pasaron y sus ausencias en el banco se incrementaron. Un día, después de un tiempo de ya no verla por el lugar, le pregunté a Belem por ella (Belem es otra historia que contar después) y su razón me dejó helado: "Tiene leucemia y sólo viene cuando la quimioterapia se lo permite". Y sí, cuando la llegaba a ver, la veía con su peluca, cejas pintadas y cuerpo cada vez más enjuto. No me atrevía a hablarle ¿qué le diría? Únicamente podía maravillarme ante su ánimo de seguir trabajando teniendo a cuestas su mal. Después la dejé de ver.

Con el tiempo, otra vez me animé a preguntarle a Belem por ella. Su respuesta fue sentencia: "Está muy mal. Tuvo una recaída y los doctores no le ven muchas esperanzas". Salí del banco muy triste. Supuse que su descanso estaría cerca. Le desee lo mejor de esta vida para enfrentar el siguiente paso.

Pero ayer, cuando la vi y la reconocí, sentí que la alegría me embargaba: estaba ahí, en el bar, divirtiéndose. Me confesó que se había escapado para dar una vuelta en su querida estación, para recordar antiguos días idos. Me mecía los cabellos, no lo podía creer. Tenía ya el pelo algo crecido y con color en su rostro. Dijo que probablemente le den incapacidad de por vida, por que su lucha contra el cáncer va a largo plazo y las químios la dejan noqueada. Pero estaba ahí, aún con nosotros, celebrando la vida, a diferencia de Carlos a lado mío, quien la sufría.

Se despidió apresuradamente por que la estaban esperando, no sin antes tomarnos de las manos y despedirnos de beso en la mejilla. Carlos me preguntó quién era ella y le dí una breve reseña. Fue cuando algo se resintió en mi y las lágrimas me comenzaron a brotar sin control. Estaba feliz de haberla visto feliz, radiante. Carlos, ya punto beodo, me dijo: "Invítala a salir y cógetela". La reacción fue en serie: primero sentí una gran ira por su grosería, después reconocimiento de su tristeza y, más importante aún, de su borrachera. Con una sonrisa en el rostro le pedí: "Ya vámonos Carlos".