Sugi

Cecilia

El tren que conectó al Golfo de California con la ciudad de Chihuahua comenzó a construirse en 1861. Las vías no se encontraron sino hasta cien años después. La rebelión y masacre del pueblo yaqui, así como la revolución, interrumpieron frecuente y largamente las obras. Además, dada la dureza de la orografía, la hazaña es un señalado logro de la ingeniería ferroviaria.

Cuando llegó papá yo ordenaba las chaquiras por colores. Todo el día trabajé en ellas. Seguía emocionada desde que mamá compró las conchas traídas desde lejos. Animales del agua, dicen, pero para mí son cristales blandos. En mi familia, desde el bisabuelo que vino del sur, wixarica, trabajamos la chaquira. Somos los únicos de nuestro pueblo.

Quebramos los caparazones en pedacitos, todos del mismo tamaño, y esas cuentas son chaquiras. Las pegamos sobre cera formando figuras. Lo tenía ante mis ojos: sobre mi peineta de madera, pegaría con cola el pedazo de piel de chivo que me regalaron; sobre él, cubierto de cera, sembraría flores de cristal.

La primavera había llegado y con ella las magnolias. Aún no se marchaba el frío, insistía, pero nuestros caminos se abrían sobre la nieve. Yo conocía un lugar secreto, protegido, donde florecían, blancas como nubes, tallos más verdes que encinos en verano. Ayer había ido a atestiguarlas. Allí, entreabrí los ojos para sólo ver colores: blanco, verde; blanco, verde. Serían esos colores para mí peineta de chaquira.

El frío cala más en las partes altas de la barranca, pero acá pasamos los inviernos para no ahogarnos en nieve ni riadas. Tenemos chozas, leña seca y al sol. Pero ya quiero regresar a las partes bajas, al calor húmedo, con aguajes, ríos y cascadas. Abajo crece mejor el maíz y el frijol; ya quiero volver a nuestras cuevas, frescas, y perseguir ecos juguetones.

Esa noche, cuando llegó papá, ya me dolían los ojos de mirar y juntar cuentas de caparazón.

Apenas entró cuando ya había agarrado su violín de madera blanca y se sentó sobre la piedra. Lo afinó con paciencia y se puso a tocar una melodía tan alegre, que metía ganas de ponerse las sonajas y bailar. Estrenaba cuerdas, hechas con las tripas del mismo chivo del que ahora yo tenía un trozo de cuero curtido al sol. Un buen animal. Esas cuerdas sonaban mejor que todas las que han vibrado en ese violín.

Sin contenerme, me puse a la derecha de papá para bailar el yúmari, danza que nos enseñaron los venados para celebrar con cantos que hablan del grillo y la rana. Claro, la choza no era awirachi, ni había cruz al centro, pero esos compases, ese ánimo, no se podían ignorar. ¡Danzar, danzar para no morir!

Mamá entró de la cocina atraída por la música, la risa y la polvareda.

—¡Cuca, hay que hacer más tesgüino! La cosecha de maíz fue buena.

—¿Por qué? Apenas pasó la Ceniza.

Papá era comisario y había ido a la asamblea para decidir si dejaban a los chabochis estudiar la tierra.

—Aceptaremos su propuesta. Verán dónde poner su camino de hierro. A cambio darán un montón de cosas para la comunidad: telas, ánforas de metal, inventos de ciudad.

—¿Será buena idea, Patricio? Los chabochis sólo traen problemas. Ya ves su guerra con los yaquis.

—Sólo vienen a mirar, Cuca. Y se irán con el rabo entre las patas. Aquí ningún camino de hierro entra. Las barrancas son demasiado grandes y los bosques espesos. ¡Pero ofrecen regalos! Los recibiremos con tesgüinada. Está decidido.

Papá fue una vez a la ciudad de Chihuahua, como parte de una comitiva para hablar con el gobernador. Lo que atestiguó allí lo impresionó. En especial las herramientas. La gente de allá las usa para facilitar su trabajo; con ellas una persona puede hacer la jornada de otros diez o más. Sin embargo, papá descubrió, sorprendido, que los chabochis no entienden ni saben construir esas herramientas, solamente usarlas, como si fueran owirúames invocando espíritus desconocidos, y para papá eso era muy peligroso.

Al día siguiente mamá me despertó para traer agua. Aún la luna brillaba y me costaba espantar el sueño. Con modorra cargué los cántaros forrados de mimbre para bajar por nuestros caminos escarpados. Guiada por la costumbre y no por la vista, llegué, mas el sueño y el cansancio invadían mi cuerpo por entero. El murmullo del agua al correr, el canto de grillos y la lechuza me arrullaron. Cerré los ojos.

—¡No te quedes dormida en el bajichi! —gritó la voz de un niño. —¡O'sérare robará tu alma!

Gabino

Tras la independencia de México se interrumpió la ruta comercial entre Acapulco y Manila, conocida como la nao de China, después de casi tres siglos de operación. Esto ocasionó el abandono de los grandes puertos del Pacífico mexicano, tornando refugio de contrabandistas. Durante la dictadura de Porfirio Díaz y su plan de desarrollo ferroviario, dichos puertos comenzaron a figurar de nuevo en las rutas marítimas.

La carcajada de don Justo fue humillante, pero qué podía esperar. No basta la omnipresencia de Dios, estamos llamados a expandir su Obra. Como Cruzados, quienes llevamos la fe debemos saber aullar. Mitad Santos mitad Demonios. El monstruo de don Justo salvó mi pellejo en San Blas. ¿Puede caber en mi tanta gratitud como desprecio?.

Tenía meses sin atender misa por cruzar el país. Salí de la Ciudad de los Palacios con el impulso de diligencias, trenes, barcos de vapor, mulas, hasta esta frontera de la civilización; con el entusiasmo de la aventura definitiva recorrí mil setecientos kilómetros. Era la encomienda del presidente Díaz. Y tal vez la llave al corazón de doña Carmelita.

Don Justo recapacitó. Aprovechó mi ansia sacramental al ver la oportunidad de mensajero y cargador, en domingo, hasta Los Mochis. Y no podía negarme.

A un día de camino, aparejé al asno antes del crepúsculo, bajo una luna iluminando el valle, se desvelaban las grandes rocas desperdigadas, altas como tres hombres. Los tarahuamaras cuentan que fueron erigidas por los ganoko, gigantes que habitaban las barrancas. Supercherías. Ignorantes de la ciencia hidráulica y la erosión. Mas al pasar frente a ella, cruzando la noche, adivinaba sus miradas enfurecidas. El terror vigila oculto tras la naturaleza indómita. En Los Mochis estaría lejos de ella, descansaría de sus rumores por unas horas.

La tarde rompió a las puertas de la posada. Con el jumento en el establo y mi espíritu refrescado, lustré las botas y vestí mi camisa de lino y pantalón de tela gabardina. Me alisté para recibir el perdón y la eucaristía en la última misa del domingo, en la Parroquia del Sagrado Corazón, tan recién construida como fundada la ciudad.

—El Señor esté en tu corazón para que puedas confesar humildemente.

—Mi última confesión fue hace cinco meses. Mis pecados son soberbia, lujuria, avaricia.

—¡Son muchos para alguien tan joven! No eres de por acá. Aquí sólo hay gringos locos y tarahumaras. ¿De dónde eres?

—De Veracruz, padre. Aunque vengo de la Ciudad de México. Allá estudié y conseguí este trabajo que me tiene en Sinaloa.

—Déjame adivinar, laboras en el ferrocarril…

—¡Sí, padre! Soy agrimensor. Encargado del teodolito.

—Estáis locos. No se puede meter ningún tren en la sierra tarahumara. Los indios parecerán mansos, pero estas tierras pertenecen a Satanás.

—Seguramente tiene usted razón, padre. Pero ¿y el Progreso? ¡Es la farola que Dios nos otorgó para iluminar nuestros pasos! Si su creación es racional, con su palabra y la ciencia, abrimos brecha.

—¡Pues sí que pecas de soberbia! Cristo, y nada más que él, es el camino, la verdad y la vida, no el tren, ni el progreso, ni vuestra maldita modernidad. ¿Exigís que la obra de Dios sea racional? ¿Que toda su magnificencia quepa en vuestro diminuto cerebro?

—Lo siento, padre, no quería…

—No. Perdóname tú. Me recuerdas a mi de joven. Acepté la misión de la Compañía, ensanchar el reino de Dios. Como hoy, tú, con vías férreas. Ahora sé que hay lugares vedados por el Señor, igual que en el paraíso. Comprendí que mi papel no era el de la Palabra, sino contener la maldad. Pero ya no hay respeto por la Iglesia. El indio Juárez nos la arrebató con su Reforma. Os quedasteis con vuestro becerro de oro: la dichosa ciencia. En fin. Continúa. Habías dicho lujuria ¿no?

—Para llegar hasta acá viajamos desde la Ciudad de México al puerto de San Blas. Tuvimos que pasar unos días allí, esperando al siguiente vapor que nos llevaría a los Cabos. Padre, San Blas es el infierno. Lo que vi fue… prostitutas, indias, fornicando en la calle; marineros dormitando ron y opio a las puertas de las cantinas; niños yaquis encadenados, hambrientos, pudriéndose bajo el sol.

—Malditos yaquis. Quién los manda levantarse contra toda autoridad. Son la misma piel de Judas.

—El calor era asfixiante. Imposible quedarse en la posada. Pero salir fue peor. Anduve un poco cuando me detuvo, desesperada, una joven, parecía más bien una niña. Decía que su madre filipina había recién muerto… era el desamparo…

—Calma hijo. Respira.

—Rogó que la ayudara con un boleto de tren a Guadalajara, donde tenía familia. Me conmovió su delgadez, sus ojos negros rasgados, su voz a punto de quebrar. No era mucho lo que le faltaba y podía completarle. Entonces me abrazó; dijo que era su salvador; sentí su cuerpo, su olor a sudor viejo. Debí irme de allí sin mirar atrás, pero ni siquiera lo pensé. Me dijo que la acompañara, no sé a dónde, no lo recuerdo, sólo tomó mi mano y me llevó a donde quiso. No me lo perdono, Padre. Soy un pusilánime.

—La tentación de la carne no es ajena a ningún varón. Yo mismo la he sufrido. Nada más aquí, estos indios y sus tesgüinadas ¡no son más que aquelarres! Hay que irse con tiento.

—No era yo, era un muñeco de trapo. Sólo quería que me volviera a abrazar, que repitiera que era su salvador. Y llegamos a un cuchitril oscuro, fétido y caliente, y había un catre con pingajos, y me volví hacia ella, cuando un indio enorme salió de la nada con un machete. Era mi fin. Por mi total estupidez. Sin embargo, don Justo, el capataz con quien viajaba, apareció en la puerta en ese momento, empuñando su revólver, y me sacó de allí.

—¿Cómo fue que llegó?

—Dijo que estaba bebiendo un tequila cuando me vio pasar de la mano de la china. Dice no lucía en mis cabales, así que nos siguió. ¡Padre, por favor absuélvame! Estoy arrepentido. Siento vergüenza de mi.

Al día siguiente, y después de haber cumplido con los mandados, emprendí la vuelta al campamento. Esta vez cuesta arriba y con el asno cargado. Llegué ya muy entrada la noche. Algunos camaradas me esperaban a modo de avanzadilla.

—Nos tenías con pendiente, chamaco ¿Pudiste encontrar lo que te encargué?

—Casi todo, don Justo.

—Pues te perdiste de la reunión con los viejos. ¡Han accedido a que hagamos la prospección! Piden a cambio pendejadas que traemos de sobra. Y a fuerzas quieren borlote, así que iremos a su tesgüinada… ¿Gabino, has visto un fantasma?

Isidoro

Porfirio Díaz, con máscara de hombre blanco, sacrificó a la nación en el altar de la modernidad. Madero organizó un alzamiento nacional que consiguió exiliar al cansado dictador. Huerta, títere de Washington, asestó un golpe de estado al precoz gobierno. Viejos maderistas, como Carranza y Pancho Villa, retomaron las armas. A poco, los antagonismos sociales, subsumidos desde la Independencia, afloraron entre ambos personajes: industriales nacionalistas contra el campesinado comunal. Villa rompió con Carranza al tomar por cuenta propia Zacatecas, plaza estratégica para su avance hacia la capital.

En ese momento lo único que deseaba era vida. Nada más. Aferrarme al siguiente amanecer. Rogar por el olvido que perfila otra oportunidad.

Jamás quise ser federal. Pero la Revolución no pregunta. Saqué del bolsillo el pedazo de cuero suave con chaquiras para acariciarlo. Atisbé, anegado por el desconsuelo, sus colores verde y blanco, como zacate moteado de flores, reclamando primavera. Huí hasta aquél día. Me había escondido, como otras veces, en la fosa séptica mientras mi padre hablaba con los Federales. «No, sargento. Mi'jo se largó pa'l norte. No quería saber nada de carrancistas ni huertistas. Ya ve, estoy solo». Se iban cuando una rata chillando me hizo brincar cimbrando la letrina. El sargento ordenó mi captura. Mientras recibía jicarazos de agua para sacarme la hediondez, mi padre agarró su preciado cuero con chaquiras y su crucifijo. «Llévate al menos esto, mi'jo. Encomiéndate a Dios y regresa». Pero acabé en Zacatecas.

—¡Viva Pancho Villa! ¡Viva México!

Había entrado a la prisión un güero ante al que todos los villistas, de sombreros campesinos, se cuadraron. En la pala de su casaca llevaba una estrella: El General Felipe Ángeles, estratega que logró sembrar su artillería en el cerro de la Bufa, que diezmó la defensa de la plaza. Giró órdenes y se largó.

—Cállate, pinche cobarde. ¡Y dejen de llorar, carajo!

La orden emanó del sarape sucio que había pertenecido al general Argumedo. Todos obedecimos aunque era sabido que el general, como muchos federales, emprendieron retirada rumbo a Aguascalientes. La División del Norte no gusta de prisioneros de alto rango.

Si algo aprendí durante la instrucción militar fue a callar y a no estar, a evadirme en la memoria. Cuando el sargento nos molía bajo un sol tenaz yo estaba lejos, cosechando mazorca madura, bebiendo tecuíno junto al río. Por instantes conseguía desatender el dolor.

—Papá ¿por qué guarda con tanto cariño ese pedazo de cuero?

—Es piel de cabra trabajada con chaquiras. Me la regaló una joven rarámuri, en mis días de ingeniero ferroviario, una noche de tesgüinada. Su más preciada posesión. Lo hizo ella misma.

—¿Por qué se la regaló?

—Las olvidadas leyes de la hospitalidad, Isidoro. Esta pieza vale el honor de proveerme techo y alimento.

—Los indios son muy tontos ¿verdad, papá?

—Al revés. Me llevó tiempo entenderlo. Nuestra posibilidad de ningunear lo diferente tarde o temprano nos termina embruteciendo. Y al final, sólo la violencia nos preserva.

Pobre papá. Mi madre fue para mi una fotografía. Nos fuimos de la ciudad de México a los Altos de Jalisco, para vivir de la tierra, como soñaba el viejo. Otro fracaso. Su mano de ingeniero sólo sabía marchitar. Si no fuera por su conocimientos en obra hidráulica y la comunidad, no sé qué hubiera sido de nosotros.

Una tormenta me sacó del ensimismamiento. El miedo penetró los huesos de mis compañeros de celda: Rodolfo Fierro, el carnicero, había puesto pie en la prisión. Lugarteniente consentido de Villa, le solapaba el asesinato de civiles inocentes, y más de federales. Con un puro bajo el mostacho y, como de costumbre, tambaleándose de sotol.

—¡Arriba, jijos de la chingada! Ya llegó la justicia militar. Si logran correr por el patio y saltar el muro, serán libres. ¡Pascual, échame tres!

El asistente de Rodolfo Fierro sacó de la celda a patadas a los tres primeros que tuvo a mano. Éstos, apenas comprendieron lo que pasaba, tiraron a correr. Se desplomaron uno a uno. El carnicero disparaba perezosamente recostado sobre un saco de olotes, bajo la sombra de un mezquite. Pronto sería mi turno por más que me apretujara lejos de Pascual. Los siguientes tres ya ni corrieron, se plantaron frente al carnicero, desafiándolo. Éste, aburrido, les voló las manos para obligarlos a correr si querían evitar sufrimiento.

Cuando Pascual me agarró del cuello para arrojarme al patio, Rodolfo Fierro se había quedado dormido. Nos congelamos en la entrada del patio, dudando. Eché a correr, alcancé el muro y comencé a escalarlo.

—¡Se te pelan, Rodolfo!. —Sentí un insecto picar mi pierna y el pánico me derribó.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —Escuché al fondo de mi mareo.

—Nada, mi general Ángeles. Aplicando la ley marcial.