Monday 16 April 2012
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Víctor JáquezDelación fragmentada
Autor: Víctor Manuel Jáquez Leal
1
Un helicóptero sobrevuela, al amanecer, la costa de Acapulco, adentrándose en el Océano Pacífico. En su interior va el Secretario de Gobernación, un piloto, un hombre armado y otro esposado por la espalda, ovillado, inmóvil; el amasijo de carne y sangre, en que se ha desfigurado su rostro, revela las torturas sufridas durante la víspera.
—¡Ya cabrón, deja de sufrir! Esto se puede acabar ahora mismo si tú quieres.—increpa el hombre armado.—A ver, otra vez ¿dónde se oculta Lucio?
—Por mi madre que no lo sé—balbucea el increpado, escurriendo un hilo de sangre y saliva por su maltrecha boca.
2
Sebastián se preguntó por el sentido de esa sucia covacha, lúgubre, dolorosa, como la chica que allí tenían encadenada a la pata de la cama. Ya no se quejaba, mantenía un silencio que lo aturdía. ¿Este es el camino para la dictadura del proletariado? ¿Esta es la manera de luchar contra el mal gobierno? Nada de esto me dijo Irene, ni cuando susurrábamos sobre la lucha de clases, ni cuando nos reíamos de la hipocresía burguesa.
Su meditación fue interrumpida con el portazo que dio "el roñas" al entrar. Sin dar ninguna explicación, apoyó su cuerno de chivo contra la pared, se quitó el pasa-montañas y se acercó a la inmunda cama. Al notar un forcejeo que incrementaba en intensidad, Sebastián exclamó:
—¿Qué haces güey? ¿No ves que es la sobrina de Echeverría?
La mirada con la que "el roñas" respondió lo congeló. No hay argumento posible ante semejante brutalidad. Así que Sebastián giró sobre sus talones y, con otro portazo, cedió el paso a la iniquidad, no sin antes advertir cobardemente—De esto se enterará Lucio.
3
Cuando Sebastián llegó a Tierra Caliente, recién egresado de la escuela normal, lo hizo lleno de ilusión y entusiasmo. Virtudes que pronto serían socavadas por la miseria y el calor de este territorio, marcado por el aislamiento geográfico y social.
Había sido bien recibido por la comunidad. Siendo el único letrado, su papel se extendió a las labores de juez, médico y amanuense. Luego, las relaciones se fueron agriando: llegó a recibir amenazas a punta de machete, por insistir que sus alumnos deberían desatender el trabajo agrícola para no faltar a clase; en una ocasión, al reclamar que una de sus pupilas no fuera usada como moneda de cambio entre su familia y un enamoradizo acreedor, tuvo que buscar refugio en las montañas, hasta que los ánimos fueron sosegados.
Tal vez sus colegas tenían razón, tal vez debería dejar de implicarme y que esta gente se vaya a la chingada. Yo poco o nada puedo hacer contra siglos de rezago y abandono. Y aunque detestaba la apatía, tan generalizada entre los maestros rurales, también le resultaba imposible vivir bajo constante frustración.
Una tarde, cuando el calor obligaba a resguardarse bajo la sombra, llegaron los del Movimiento de Acción Revolucionaria, solicitando hablar con el pueblo. La comunidad rogó al profesor que fungiera de su portavoz. Y aunque temeroso, debido a la triste fama de este grupo, proscrito de la ley, accedió.
Su homónimo del contingente clandestino, resultó ser una mujer llamada Irene. Sebastián se quedó sin aliento ante su presencia. No es que nunca hubiera visto una mujer tan blanca en su vida, pero nunca imaginó toparse con alguna en aquellos confines.
Sebastián e Irene charlaron largamente, sentados bajo la sombra de un frondoso huizache, bebiendo pulque curado de tuna en toscos cuencos de barro cocido.
4
Fue conducido con los ojos vendados, dentro de la cajuela de un Chevy, por una eternidad. Cuando abandonaron la carretera para internarse en un camino de tierra, el viaje empeoró; pero el dolor de los golpes contra la carrocería del coche, menguó el agudo miedo que le embargaba. Era su última oportunidad para seguir con vida.
Pronto se detuvieron, se apearon y la luz de un potente sol cegó a Sebastián. Sin mediar palabra, se internaron en aquella húmeda selva.
Después de caminar por varias horas en círculos, como sospechó Sebastián, llegaron a la sede central del Partido de los Pobres: un campamento semifijo, meticulosamente organizado y limpio.
Después comer lo que amablemente le convidaron, de limpiarse en el remanso del río y cambiarse de ropa, espero pacientemente a que le concedieran audiencia. Al caer la noche, cuando dormitaba junto al fuego, lo mandaron llamar.
—Así que perteneciste al MAR.—Dijo Lucio mientras se miraban mutuamente.—Dime ¿cómo fue que no te capturaron?
Sebastián explicó que su labor consistía en educar al pueblo en los principios de comunismo, ya que como Lucio, también fue profesor de escuela rural. Por lo que en aquél funesto día no estaba junto con los otros, en la capital, sino en los Altos de Jalisco. Aunque en su corazón deseaba haber estado con sus camaradas, junto con Irene.
—¡Entonces fuiste uno de sus amantes!—interpeló Lucio con socarronería después de un largo silencio. Pero al notar que los músculos de Sebastián se tensaron, intentó corregir su exabrupto.—No te preocupes. Al ser extranjera, seguro que ni siquiera pisó la puerta de Lecumberri. La habrán expulsado del país, y ahora estará de vuelta en su patria, atiborrándose de Chianti y spaghetti.
La mera mención del Palacio Negro de Lecumberri hacía estremecer: quien entraba en ese edificio, jamás volvía a ser visto. Lo que ocurría allí caía en el terreno de la más sórdida especulación.
—Quiero pelear.—Afirmó secamente Sebastián, ya que la ira volvía a hervirle el cerebro.
—Para eso estamos todos aquí: para hacer la revolución.—Contestó Lucio con una sonrisa. Apuntando con el dedo concluyó—Él es "el roñas". Necesita de gente para un trabajo que estamos planeando.
Justo antes de marcharse, Lucio volvió la mirada para preguntarle—Una última cosa, tú sí crees en Jesucristo y en la Virgen de Guadalupe, no como esa bola de ateos del MAR ¿verdad?
Sebastián jamás se imaginó capaz de mentir, de traicionar las ideas marxistas compartidas por Irene, al menos no con tanta facilidad.
5
La noche era demasiado calurosa como para dormir juntos, pero aún así no deseaban separarse. Sebastián se había enganchado a su olor, al sabor de su melena castaña, a la dureza de su vello púbico, como el pelo de un animal feral e indómito.
Hacía ya mucho tiempo que se había resignado a la soledad del orgasmo masculino, al desapego posterior a la eyaculación, así que le sorprendió descubrirse necesitado de su cercanía, inmediatamente después de hacer el amor. Qué ajenos ahora le resultaban los días en el orfanato, cuando aquella novicia, cuyo nombre había olvidado, mas no su olor a sudor y a alcanfor, lo arrastraba al dispensario.
Pero todo eso ella ya lo sabía. Y él estaba seguro de saber todo de ella, sobre la pálida y hermosa Irene.
Sabía, por ejemplo, que había nacido en L'Aquila, en la región italiana de Abruzzo. Sus padres, intelectuales y activistas de Partido Comunista Italiano, le proveyeron de una educación permeada en ideas de vanguardia. El Partido tenía entonces tal aceptación, que amenazaba en convertir a Italia en el primer país comunista de occidente, cosa que los Estados Unidos no estaban dispuestos a consentir. La CIA se encargó de organizar y financiar a grupos delictivos, que menoscabaran el apoyo social del movimiento. Estos grupos pronto se convertirían en la temible Cosa Nostra. Y fue precisamente la Mafia la encargada de asesinar a los padres de Irene.
Irene buscó refugio en México. Tenía familiares que habían emigrado a la comunidad italiana de Chipilo. Pronto, sus convicciones, junto con su natural curiosidad y rebeldía, la pusieron en contacto con los grupos comunistas del país, sumergidos en la clandestinidad, ya que estaban prohibidos y eran perseguidos por el gobierno.
Este periplo la terminó llevando a Tierra Caliente, a los agrestes brazos de aquel maestro de escuela rural.
Desnudos, bajo la mortecina luz de las estrellas, Irene le explicaba a Sebastián las injusticias intrínsecas del capitalismo; le demostraba que no era su culpa ser pobre, así como tampoco la ignorancia y el abandono. En realidad eran las consecuencias de un sistema que sólo vela por la libre circulación del capital; que necesita de mano de obra barata y sometida, para seguir acumulando riqueza que no les pertenece.
Bajo la piel salpicada en pecas de Irene, Sebastián reconstruyó su percepción del universo y la razón de su existencia. Finalmente todo tenía sentido, un orden y una causalidad.
Una noche, después de cenar, Sebastián le regaló a Irene un pliego, escrito con su puño y letra, y su más cuidada caligrafía, con el Manifiesto del Partido Comunista. Al final, junto a la famosa proclama de ¡Proletarios de todos los Países, uníos!, Sebastián agregó "Irene, quiero unirme."
6
Desde aquél día, Sebastián ya no soportaba ni al "roñas", ni a Lucio, ni al Partido. Pero no puedo abandonar. No ahora, que estamos a punto de morder la yugular del gobierno. El secuestro del candidato al Estado de Guerrero sería la manera de limpiar la mácula dejada por la sobrina de Echeverría.
Esta vez será la última. Después me largo a Cuba.
Trabajaron meticulosamente los detalles. Cada participante del comando sabía, de manera cronometrada, sus movimientos. No obstante, cuando llegó el día señalado, un extraño nerviosismo se apoderó de todos.
Las cosas comenzaron a salir mal desde el principio: el candidato no siguió la ruta esperada; la furgoneta que detendría el coche del candidato, no encendió esa mañana, forzándolos a utilizar un vehículo menos apropiado. Y el guardaespaldas sobornado, incumpliendo el acuerdo, ofreció férrea resistencia.
Sebastián, a pesar de todos los obstáculos y como un buen veterano, realizó sus tareas de manera impecable. Pero al momento de subir al coche para huir de la escena, con el plagiado asegurado, recibió un culetazo de cuerno de chivo justo en la cara, dejándolo noqueado sobre el pavimento.
Se encontró preso en el campo militar de Acapulco cuando volvió en sí. Pronto fue identificado como alguien muy cercano a Lucio por los agentes de Inteligencia y, desde las oficinas de la Presidencia, se pidió que se le aislara.
Terminados los interrogatorios, las torturas y toda suerte de vejaciones, Sebastián fue subido, al romper el alba, a un helicóptero, donde también iba Echevarría, el Secretario de Gobernación. Imaginó que sería llevado a Lecumberri, no obstante, el helicóptero se dirigió hacia el oeste, hacia el mar.
Después de insistir sobre la ubicación de Lucio, Echeverría, que había permanecido impávido hasta ese momento, preguntó—¿Sabes quién mató a mi sobrina?
En su fuero interno, Sebastián, siempre estuvo seguro de ello—Fui yo.
Entonces fue arrojado al mar y, mientras caía, besó por última vez a Irene.