De Los Mochis a Creel en el Chepe
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Víctor JáquezSabía que iría a México, pero temía que cuatro semanas allá acabaría como en otras ocasiones: aburrido en un café. Comentando esta preocupación con Xepix, me sugirió el Tren Chihuahua-Pacífico. Y se lo agradezco.
El Tren Chihuaha-Pacífico, o mejor conocido como El Chepe, es el último tren de pasajeros operativo en México (sin contar el Tequila Express, que es exclusivamente turístico). El resto de las rutas para pasajeros han sido eliminadas desde la privatización de Ferrocarriles Nacionales de México, para solamente operar rutas de transporte de mercancías (y migrantes indocumentados, como en el caso de la tristemente célebre bestia). Otra muestra de las libertades neoliberales: libre tránsito de capital y mercancías, el ser humano sólo está para ser explotado, si carece de los anteriores.
El Chepe va desde Los Mochis, allende al Mar de Cortés, hasta Chihuaha, capital.
De mi infancia recuerdo un día que mi padre nos puso, a mi hermano y a mi, a ver la película Viento Negro. Mientras la veíamos, nos contaba sobre lo hermoso que era de la ruta de este tren, que cruza el famoso Cañón del Cobre. Por su parte, la película es muy recomendable, trata sobre aquellos ferrocarrileros que treinta años después serían traicionados por las políticas de Salinas de Gortari. Llegué el lunes 20 de febrero a Los Mochis desde la Ciudad de México. Lo primero que me sorprendió fue la historia de la ciudad, fundada en 1872 por un grupo de socialistas utópicos estadounidenses, contratados para el tendido de las vías ferroviarias del comunicarían a la ciudad de Chihuahua con el Océano Pacífico. Después de comer en el único restauran vegano de Los Mochis, fui andando hasta la estación del tren, a las afueras de la ciudad. Muy a las afueras. Allí esperé a que abrieran la taquilla, ya que aún era la hora de la comida. Debido a mi última experiencia con trenes de pasajeros en México, por allí de 1996, cuando con mis amigos fui a Real de Catorce, busqué comprar un billete de primera clase. No tenía intención de repetir la aventura de viajar nueve horas, o más, en un vagón sin poder sentarme ni un minuto, esquivando gallinas, chivas y vendedores ambulantes. En realidad no tenía muchas esperanzas de conseguirlo, debido a que la única manera de comprar billetes de primera clase para El Chepe es llamando por teléfono una semana antes de subir al tren. Y yo estaba a menos de veinticuatro horas. No obstante, el chico de la taquilla no puso ninguna objeción y me vendió un billete de ida, de Los Mochis a Creel, mi destino propuesto. Después de conseguir el billete del tren, le pedí a un taxista que me llevara a El Maviri, pasando por Topolobampo. El taxista era un señor de unos setenta años, muy hablador. Pronto me confió que se robó a su esposa. ¿Cómo se roba a una mujer?, le pregunté. Me explicó que sólo es cosa de llevársela de casa de sus padres, dejarla en la casa de uno y cohabitar. ¿Y si la mujer no quiere? Pues la convences o no te la robas. Tiempo después nuestro taxista se robó a otra mujer, pero la primera es su esposa legal, aunque mantiene a ambas por igual, en ciudades distintas. También me contó que una doctora en medicina, cuyo marido no quería o no podía tener descendencia, le pagó a nuestro taxista para que procreara un hijo con ella. Le pregunté cómo tomó esta situación el marido de la doctora. Al principio muy mal y buscó el divorcio, pero al nacer el chamaco, se enamoró y se convirtió en padre. ¿Y a usted le permitieron ver a su hijo? ¡Claro! Mi hijo tiene dos padres. Ahora es ingeniero. ¿Y sus otros hijos, con su esposa y la señora? Ya todos se fueron y ninguno me habla. Sólo mi hija, la mayor, que únicamente me busca para pelear. Me levanté por la madrugada del martes para volver a la estación de trenes de Los Mochis. Esta vez en taxi. Al abordar, me sorprendió ver los garroteros del Chepe, aquellos que atienden al público, van vestidos con uniformes de otras épocas, perfectamente planchados, con su quepis y abrigos. Pero me sobresaltó la presencia del elementos de seguridad privada dentro del tren, usando armas largas (fusiles M16, me parece) y grandes pistolas. Son conocidas las actividades de bandas de narcotraficantes en la sierra de Chihuahua y Sinaloa, lo que de alguna manera justifica la presencia de "seguridad privada" (¿o acaso mercenarios?). Si podemos observar, sin ningún pudor, presencia militar, con armamento de combate, en los Campos Elíseos o la Torre Eiffel, porqué no gente armada en un tren de pasajeros. Bajo esta lógica, si lo civiles no mueren en el atentado, lo harán durante el fuego cruzado del contraataque. Uno de los retos de ingeniería a los que se enfrentó durante la construcción de esta vía férrea, fue la diferencia de altitud, desde el nivel del mar en Los Mochis hasta los 2,000 metros de altitud en Creel. Para resolverlo, en una tramo ferroviario, construyeron vías alrededor de una montaña, haciendo una especie de espiral. Mi principal interés en este viaje era acercarme a los rarámuris o tarahumaras, un pueblo originario de México, famoso por sus corredores de largas distancias, e inconquistables, al manejar a su favor el difícil territorio de las barrancas. Cuando supe que mi destino sería Creel, Chihuahua, tuve problemas para pronunciarlo. Me era difícil aceptar que una ciudad en medio del territorio rarámuri se pronunciara en inglés (/kɹiːl/). Sin embargo, ya en el pueblo, me enteré que el nombre lo recibía por un tal Enrique Creel Cuilty, hijo de un Cónsul estadounidense, que llegó a ser gobernador del estado de Chihuahua durante el porfiriato (¡cómo no!), y fue uno de los impulsores de la ruta ferroviaria Chihuahua-Pacífico. Algo que me sorprendió gratamente, es el esfuerzo por el rescate del idioma rarámuri. Hay en varios muros de la ciudad con vocabulario y frases básicas, para que el visitante haga un esfuerzo en balbucearlo. Como anécdota, en una cafetería del pueblo, la única con café expreso en condiciones durante mi estancia en México, si saludabas al personal en rarámuri, te hacían un buen descuento: Kwíra ba! Mi plan en Creel era recorrer algo de las barrancas a pié de la mano de un rarámuri. Mientras planificaba el viaje tuve la suerte de encontrarme con la gente de Eco-alterNATIVE tours, un proyecto muy interesante donde una empresa familiar intenta desarrollar eco-turismo involucrando a las comunidades tarahumaras, tomando las decisiones del negocio comunitariamente. En Creel conocí a Daniela y a Iván, quienes me llevaron en camioneta hasta una aldea tarahumara, donde nos encontramos con Don Benigno, nuestro guía. Ante este paisaje es fácil imaginar la existencia de gigantes. Y los rarámuris así lo creen. Cuentan historias de Ganokos, una raza de gigantes anterior a la humana que vivió en estas barrancas. Hubo un tiempo donde los ganokos convivieron y cooperaban con los rarámuris. Los ganokos ayudaban con el cultivo, preparando la tierra y, a cambio, les daban alimento y tejuino. Pero los ganokos se embriagaban y solían abusar de las mujeres y además se comían a los niños. Entonces los rarámuris se organizaron para matar al último Ganoko. Le ofrecieron comida, pero en lugar de frijoles, cocinaron capulines y el gigante, por la indigestión, murió en una remota cueva. Los rarámuris tienen dos viviendas que alternan con las estaciones. Durante el invierno se refugian en sus casas de madera, pequeñas y sin ventanas. En el verano, prefieren vivir en cuevas, frescas y con aguajes (pequeños manantiales) a mano. Sin embargo, está prohibido dormir muy cerca de los aguajes, porque los espíritus que allí viven raptan el alma del durmiente, quien queda como un zombie. Para que el alma regrese a su cuerpo, la familia debe organizar fiestas en todo lo alto, para que el alma perdida escuche la algarabía y retorne con los suyos. Después de cinco horas de caminata, y ahora de subida, ya no podía respirar, mis pulmones ardían y mis pies, enfundados en gruesas calcetas y costosas zapatillas deportivas, me dolían considerablemente. Mientras tanto, Don Benigno, con sus huaraches con suela de neumático, parecía que flotaba entre nubes, levantando las rodillas al andar, sin signo alguno de fatiga. Tenía mi vuelo de vuelta a la Ciudad de México para el viernes 24 de febrero. Ya era jueves y no sabía cómo iba a regresar a Los Mochis. Tenía la mañana para averiguarlo. Mi última opción era espera hasta el medio día en Creel a que pasara el Chepe e intentar colarme en segunda clase, donde los asientos se venden in situ, sin reserva ni seguridad, ya que si va lleno, tendría que esperar hasta el día siguiente. También resultó ser una suerte que fuera jueves, ya que los miércoles no circulan vagones de segunda clase. Al menos ya no venden (oficialmente) más billetes que asientos, como ocurrió en mi primer experiencia en tren, cuando fui a Real de Catorce. Es un avance en veinte años. Pero tenía un plan. Intentar ir a Divisadero, donde hay unas vistas impresionantes del Cañón, y pasarme por el Parque de aventuras Barrancas del Cobre. Mi idea inicial era coger el bus por la madrugada, lanzarme por la tirolesa y subir al Chepe a las dos de la tarde, la hora a la que paraba en Divisadero. Pero no había buses a Divisadero sino hasta las diez de la mañana, lo que me fastidiaba la agenda. Pero allí, en la taquilla de los buses, un chaval se ofreció a llevarme personalmente a Divisadero a cambio de unos pesos. ¡Menuda suerte tengo! Anotaciones de viaje ¿Qué puedo decir del tren Chihuahua-Pacífico? ¿Qué puedo decir de la Sierra Tarahumara? Pinos, barrancas, gente sin malicia. Don Benigno, Daniela, Iván. Primera y segunda clase. La clase económica es más animada. La vida ocurre allí, mientras que en la primera se suspende. Los extranjeros, los turistas, son los mismos en todos lados: desean jactarse de haber presenciado un espectáculo exclusivo. Excluyente. Evasión. Constante evasión. Selfies: hacer patente mi testimonio, mi presencia, ante un público condicionado a hacer click en un corazón. Atardecer en la Sierra. La cafetería de los vagones de clase económica, al contrario de la de primera, lleva gente tumbada por el suelo, descansando, leyendo. Otros juegan a las cartas en mesas altas. La vida simplemente ocurre en la clase económica. Los niños juegan por el pasillo, las mujeres amamantan a sus críos, familias comparten los alimentos, alguien pone corridos norteños en volumen alto. Huele a sudor y el tufo de los baños se pasea por el vagón. Así es la vida y no hay otra. El refinamiento en exceso es la negación de los cuerpos. Mientras recitaba para mi, en voz alta, poesía de John Keats, en inglés, un niño se acercó para escuchar. Aproximó su cabeza al texto que sostenía entre mis manos para intentar descifrarlo. Seguí leyendo, imperturbable. Me escuchó por un instante más y se marchó.Día 1 — Los Mochis
Día 2 — Chepe
Día 3 — Creel
Día 4 — Divisadero