El materialismo positivista de Bunge
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Víctor JáquezY muchos que son incapaces de ver lo elevado en los hombres llaman virtud a ver ellos muy de cerca su bajeza: así llaman virtud a su malvada mirada.
—Nietzsche. Así habló Zaratustra. Pasaje "de los virtuosos".
Quien no quiere ver lo elevado de un hombre fija su vista de un modo tanto más penetrante en aquello que en él es bajo y superficial — y con ello se delata.
—Nietzsche. Más allá del bien y del mal. Aforismo 275.
Un amigo, profesor y licenciado en filosofía, me recomendó leer el libro aquí referido. El título me pareció pertinente para mis actuales inquietudes, así que enseguida lo adquirí en una librería de ocasión.
A las pocas páginas me sentí defraudado. El materialismo defendido por Bunge no es de mi interés: positivista, sistémico, cientificista; se contenta con nombrar lo abismal como "propiedades emergentes"; de un plumazo se deshace de la dialéctica por no ser un método cerrado de laboratorio.
En varias ocasiones estuve tentado a arrojar el libro a la basura. Sin embargo, recientemente me topé con las frases de Nietzsche que acompañan como epígrafes; las escuché en una charla de Diego Singer sobre la importancia de conectar por lo alto con nuestros interlocutores.
Fui educado (como sospecho, la mayoría) para conectar por lo bajo, porque no colaboro, compito. El infierno son los otros porque son imbéciles y tengo que arrostrarles su pecado, garante de mi identidad, individual y superior. Mi deber es encontrar el fallo ajeno para alzarlo como laurel; mi malvada mirada es mi virtud.
Una variante común de este fenómeno es el cuñadismo.
Más por disciplina que por deseo de conectar con Bunge, terminé el libro. Para mi sorpresa, en varias páginas me descubrí asintiendo: coincidíamos desde distintos lugares. Pero, si algo he entendido en filosofía, es que los matices importan.
La relación entre filosofía y ciencia, desde su escisión, ha sido motivo de debate. Para unos, la filosofía está subordinada a la ciencia; para otros, la filosofía es la abuela de las ciencias, a quien éstas deben atender. A mi me atrae describir la relación entre ciencia y filosofía como, precisamente, unión dialéctica: a veces cooperan entre sí, en otras antagonizan, aunque ambas son necesarias, no con afán de encontrar La Verdad, empero con aquellas que permitan la subsistencia humana en el contexto histórico presente y la esperanza de un futuro.
Para Bunge la única filosofía posible es el materialismo, pero siempre subordinada a las ciencias; y su única expresión es a través de las matemáticas. Estoy de acuerdo con lo primero, más no en su vasallaje ni en su exclusivo lenguaje, ya que, en muchas ocasiones, la poesía es más hábil exploradora que el pesado avance matemático.
Aquí encuentro un posible contradictio in adjecto en la argumentación de Bunge: si el materialismo debe sustentarse en las ciencias, las ciencias, hasta ahora, han sido incapaces de definir, en última instancia, qué es la materia. No obstante, Bunge recoge una definición útil para pensar en contra el idealismo, pero que viene de la tradición epistemológica / gnoseológica, mas no científica: la materia es lo existente fuera de nuestra subjetividad, la externalidad en la que nos desarrollamos.
Coincido con Bunge en que hay que deshacernos del dualismo que se ha imbricado, parasitariamente, en ciencias y filosofía desde Descartes: no hay un alma separada del cuerpo.
Coincido, hasta cierto punto, con Bunge en la necesidad de arrinconar el pensamiento idealista y metafísico. Pero rechazo su total exorcismo, sino la contención en sus meras posibilidades; es necesario reconocer su unidad dialéctica con el materialismo, como argumenta Ilienkov. Debemos recordar, parafraseando a Roger Penrose en su defensa del platonismo: matar la metafísica significaría, necesariamente, matar las matemáticas puras.
Nietzsche se rebeló contra el positivismo que aún reina en la ciencias, las cuales se ufanan de haber expulsado a dios como necesidad gnoseológica, sin embargo, argumentó Nietzsche, no hicieron más que reemplazar a dios por La Verdad, única e inapelable, cuya expresión es ya la realidad, a la que llegaremos, inevitablemente, tarde que temprano. Matamos a dios pero nos quedó su sombra.
Insisto, el mapa no es territorio; jamás lo será por exacto que sea. El mapa son las ciencias; el territorio, la realidad. Recordemos también, como decía Marx, la ciencia comienza cuando ascendemos de las abstracciones a lo concreto, es decir, cuando nuestro conocimiento nos permite hacer predicciones, cuando el mapa nos permite navegar, a todos, sin perdernos. Allí comienza la ciencia, no antes, no cuando tiramos hipótesis a diestra y siniestra, aspirando a la abstracción correcta.
Sé que a muchos todo esto les parecerá un coqueteo descarado con el posmodernismo: la muerte de los grandes relatos, el todo vale, el sinsentido como sentido. No. Para mi el valor del posmodernismo es que representa el siguiente paso en la muerte de dios, a decir, la muerte de La Verdad, propiedad exclusiva de ciertos iluminados, quienes entendieron que el conocimiento es poder. En esto coincido con Bruno Latour: el siguiente paso en la ciencia es su sociabilización.
Ya no puede haber popes, encerrados en catedrales, que de vez en vez emergen a dictaminar La Verdad. El desarrollo científico debe ser un proceso social abierto, donde cualquiera puede participar, con los riesgos que esto contraiga (como la post-verdad), promoviendo la replicabilidad de sus resultados y la validación de evidencias que respalden una u otra hipótesis, independientemente de los intereses que las enarbolen (el caso de los negacionistas del cambio climático, los anti-vacunas y demás magufos).
El mapa nos debe ayudar a navegar a todos, por tanto, debe ser hecho a la vista de todos.
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