sociedad panóptica o la economía de los ilegalismos

El pasado jueves fue el recital que usualmente enmarca los cierres semestrales del taller de poesía. Leí dos poemas, el de Geschichte, publicado ya anteriormente en este espacio, y este otro, que tenía aún sin exhibir. Es una re-lectura de la Odisea:

Poder corpóreo

Padre exige
discreta irreprochable
Tu entrega.
El niño busca
mientras tejes sudarios
salvación fatua.

Eurímaco, Antínoo, Leodes, Anfínomo, Leócrito, Agelao, Anfimedonte, Demoptólemo, Eurídamas, Leócrito, Eurínomo, Pisandro, Elato, Cresipo, Eurfades, Pólibos…

Tensad este arco.

Seguramente, esta re-lectura al clásico griego no hubiera sido posible sin la influencia del libro que acabo de terminar: Vigilar y castigar, de Michel Foucault.

Vigilar y castigar

Michel Foucault

El libro está dividido en cuatro partes: suplicio, castigo, disciplina y prisión. Las primeras páginas están dedicadas a describir, descarnadamente, el suplicio a Robert François Damiens, que, francamente, fue lo que me atrajo cuando lo comencé a leer en formato digital, y la razón última por la que lo compré en papel posteriormente.

Foucault es muy francés: casi todas sus referencias históricas se restringen a su lengua y región, aunque sin menoscabo alguno, ya que se debe reconocer que, Francia, engloba casi la historia del mundo occidental a partir de su Revolución. No obstante, en esta época de multiculturalismo y transversalidad, se echa en falta esa otra parte de la humanidad.

En cuanto al suplicio, Foucault nos habla del uso político del cuerpo del condenado, con el cual, el poder del Rey recupera la legalidad perdida. Pero el dolor no se aplica manera arbitraria, hay una gradación con respecto, no sólo a la ejecución del crimen, sino también a su vinculación. Así, un mero sospechoso puede recibir un tormento debidamente calculado para la constatación de la verdad. Un detalle interesante, es que en ese Medioevo y Renacimiento, la justicia no era pública sino secreta: el condenado muy posiblemente no supiera jamás cuál era la acusación que sobre él recaía. Era deber de los magistrados encontrar la verdad y dictar sentencia con apenas participación del inculpado. No obstante, la pena capital siempre fue pública: era la representación de gran batalla entre el Rey y el mal, donde la soberanía monárquica debía restaurar, frente a sus súbditos, su fuerza y poder. Escarnio y confirmación.

Pero el cadalso comenzó a provocar indignación, tanto entre la plebe, como entre la emergente burguesía. Poco a poco la restauración pública del poder real se convirtió en campo de revueltas e insurrección. Y el suplicio se tornó en castigo. Se invirtió el foco: los juicios se vuelven públicos y los castigos, privados. Surgió la sociedad capitalista que se ufana de escribir, parlamentariamente, sus propias leyes, y considera a la vida social un pacto, un contrato mercantil. Oculto tras ese pacto, hay un laberinto de ilegalismos, y quien ostenta el poder determina cuándo se ha roto dicho pacto, dando cuerpo a la paradoja jurídica del criminal, ya que para restituir el pacto hay que romperlo de nuevo. Es entonces cuando se funda el derecho penal como una economía de ilegalismos, de penas, a partir de la determinación de una verdad aceptada públicamente. Es también entonces cuando se deja de castigar y se habla de una reinserción a la sociedad en centros de readaptación.

¿Qué ocurre en estos centros de readaptación social, o cárceles? La imposición de una disciplina. Ahora el criminal ya no es un monstruo antinatura, es un enfermo al que hay que curar. La disciplina tiene como objetivo la conformación de cuerpos dóciles. Docilidad y obediencia a la jerarquía social. En cuanto a su función, la cárcel no se diferencia mucho de la escuela, el cuartel, el hospital, el monasterio o el manicomio. Todos ellos buscan inocular una adaptación servil del individuo, en provecho del bien mayor, y esto, a través de la organización espacial y temporal de los cuerpos y sus actividades, coaccionados por una continua vigilancia.

La eterna vigilancia es la obsesión de los centros disciplinarios. En el siglo XVIII, el filósofo inglés Jeremy Bentham propone un tipo de arquitectura carcelaria llamada panóptico, cuyo propósito es crear un espacio donde un único vigilante puede observar a todos los internos sin que éste pueda ser visto. De esta manera, los internos nunca podrán saber si son vigilados o no, y una sola persona (o nadie, en principio) podrá vigilar a una gran cantidad. Aunque estrictamente como arquitectura no tuvo éxito, sí lo tuvo como aspiración del poder para su sostenimiento. Es por eso que hoy en día vivimos en sociedades que podríamos considerar panópticas, situación que George Orwell denunció en su novela 1984. El big brother nulifica el espacio necesario para una insurrección verdaderamente desafiante, por lo que preferimos la conformación y asimilación, y lo preferimos sin resistencia porque, ideológicamente, se nos insiste en que poseemos una, casi, total libertad.

Finalmente, está la prisión, el lugar donde se espera que el criminal se reconstituya como ciudadano a través de disciplinas, tanto solitarias como colectivas. Se asume que, aislando al individuo, sometiéndolo a la soledad, éste meditará sobre sus actos, con el consecuente arrepentimiento, así como el deseo de resarcir el daño causado. Sin embargo, en la práctica, este mecanismo no es más que un auto-engaño social: al supuesto criminal se le aparta de la sociedad por una temporada y jamás podrá reinsertarse en ella de nuevo, ha quedado marcado de por vida. Todo ex-convicto sigue siendo un condenado. Está destinado a la miseria, él y todas las personas que de él dependen, mujer e hijos. Por lo tanto, si una persona, por una causa menor entra a prisión, para sobrevivir con el mínimo decoro, debe profesionalizarse como criminal dentro de la misma prisión. Es allí donde, con la convivencia con otros internos, se crean vínculos y códigos que lo marcarán el resto de su vida. No es de sorprender, por tanto, que el padre de la criminología, Eugène-François Vidocq, haya sido un delincuente redomado, que elevó a ciencia su oficio.

Ampliación del campo de batalla

Michel Houellebecq

Para relajarme después de Foucault, regresé a uno de mis autores preferidos, Michel Houellebecq, para darme cuenta que ya no lo es.

Esta es su primer novela y ya desde aquí establece el discurso que repite en las otras obras que le he leído: tanto el liberalismo económico como la libertad sexual, han creado humanos angustiados por su fracaso. Una sociedad de perdedores, acomplejados y ninguneados, en espera de enloquecer, suicidarse o asesinar, en cualquier momento. Los triunfadores tampoco salen indemnes: seres frívolos, aburridos, sin ya capacidad de asombro, atribulados en el spleen de Baudelaire. La naturaleza es un inacabable centro comercial, y el cuerpo de los otros están destinados a nuestro placer egoísta, pero sólo si tenemos dinero y belleza. Après nous le déluge.

Pero han sido demasiados franceses por ahora. Pasemos a los rusos.

  1. The grapes of wrath. John Steinbeck (11/23/2016 - 03/20/2016)
  2. Saltaré sobre el fuego. Wisława Szymborska (03/20/2016 - 04/02/2016)
  3. Miedo a la libertad. Erich Fromm (03/07/2016 - 04/10/2016)
  4. Chavs. La demonización de la clase obrera. Owen Jones (04/10/2016 - 04/24/2016)
  5. Vigilar y castigar. Michel Foucault. (04/25/2016 - 07/01/2016)
  6. Ampliación del campo de batalla. Michel Houellebecq (07/01/2016 - 07/02/2016)