Sunday 05 February 2012

Hace una semana regresé de mi gira por Escandinavia (de acuerdo, no es de todo correcto el término, pero nos entendemos, al menos los hispanoparlantes), y finalmente estoy retomando la serenidad de la rutina.

Recordarán que fuimos a Tallinn un fin de semana. Pues el siguiente fuimos a Estocolmo, la capital de Suecia. El sábado que tomamos el avión yo ya sentía el malestar de un incipiente catarro, pero los billetes de avión ya estaban comprados y la reserva del hotel hecha. Para hacer el cuento corto, para cuando aterrizamos en el aeropuerto de Estocolmo yo ya me sentía totalmente acatarrado.

Llegamos al hotel, dejamos nuestro par de maletas y salimos a comer en un cercano restauran chino y luego paseamos por Gamla Stan.

Estocolmo

A diferencia de Helsinki, la temperatura de Estocolmo era, por momentos, superior a cero, por lo que la escasa nieve se licuaba al momento, dando una dura sensación de frío y humedad. Condiciones que agravaron mi malestar. Sumando a ello que había olvidado mis guantes y mi bufanda.

Esa noche la terminamos temprano, después de tomar un café en un bonito establecimiento en Gamla Stan.

Al día siguiente me desperté con un agudo dolor de garganta, como si mil navajas la acuchillaran. Tragar saliva era todo un suplicio. Fuimos a una farmacia y el dependiente me dio una pastillas que resultaron mágicas: desaparecían el dolor de garganta. Así que armado con este sedante, fuimos en tranvía a la isla de Djurgården para visitar uno de los museos que allí están: el Museo Vasa.

Estocolmo

Para mi buena suerte la temperatura había descendido y la nieve no se licuaba, lo que siempre hace un clima más llevadero.

Estocolmo

Después de comer en una bonita cafetería nos pusimos a caminar erráticamente por la cercanías de Gamla Stan. Mi cansancio no me permitía aventurarme a ir más lejos.

Estocolmo

Finalmente llegó la hora de tomar el avión de vuelta a Helsinki. El vuelo me destrozó lo oídos, dejándomelos tapados por más de una semana. Necesito ir con un otorrino para que me revise, que aún no me siento bien.

Y claro, el paseo por Estocolmo en mi condición no fue inocuo, me tumbó por tres días en el hotel, con una gripe que apenas me permitía moverme de mi cama. Fue tal que me animé a llamar a los servicios médicos de Helsinki para ver si me daban cita para ver a un médico, pero me respondieron que nada de ir a consulta: descanso y paracetamol, solamente eso. Al segundo día intenté ir a la oficina para trabajar un poco, no lo hubiera hecho: terminé vomitando sobre la nieve fresca.

Para el jueves ya me sentí lo suficientemente bien para ir a la oficina a trabajar.

El viernes por la noche me percato de la quiebra de Spanair, y esa era precisamente la aerolínea con quien había comprado el billete de vuelta a Coruña. En otras palabras, estaba varado en Helsinki. El número de Spanair estaba muerto, y en Iberia me dijeron que no aplicaba la ayuda que ofrecían a los afectados desde Helsinki ni Copengahen (a donde, en principio, me llevaría un vuelo operado por otra compañía).

Terminé comprando un nuevo billete donde haría una escala de diez horas en Lisboa, Portugal. Como no conocía la ciudad, me pareció un buen pretexto para hacer turismo.

El sábado paseé por el parque Kaisaniemi, totalmente cubierto de nieve. Hasta había chicos jugando hockey.

El domingo, a las cinco de la mañana, con una temperatura de menos once grados, tomé un taxi para ir al aeropuerto.

Una vez en Lisboa, aquello me parecía un paraíso: luminoso, tibio, sin nieve marrón enlodando las calles. Caminé por las calles del Chiado y las inmediaciones del Castelo de São Jorge.

Me hacían gracia cómo lo locales se quejaban del frío aparente que les asolaba y les obligaba a usar chaquetas. El juego de las perspectivas.

Lisboa

El vuelo a Coruña fue en un pequeño avión, de doce plazas, bimotor, de hélices, donde en la caja junto con el bocata, daban tapones para los oídos. Temí que la turbulencia fuera a mantenerme acojonado todo el trayecto, pero todo lo contrario, la hora de vuelo se me fue profundamente dormido.

Antes de despegar, un joven brasileño que se sentó a mi lado, envuelto en una inmensa chaqueta, me preguntó si era verdad que en Galicia hacía mucho frío. Me dio mucha ternura: igual que yo cuando llegué de México.

Y tuve suerte: esta semana se desató una borrasca siberiana que asoló a todo Europa, en especial el este, con temperatura de hasta menos treinta y ocho grados. En Helsinki, me cuentan, llegaron por debajo de los menos veinte grados centígrados.

Pero mi suerte no fue completa: cuando llegué descubrí, muy a mi pesar, que la caldera estaba descompuesta. Así que me tuve que duchar con agua fría el domingo, lunes y martes. El martes por la tarde llegó el técnico pudiéndome finalmente duchar, en condiciones, el miércoles.

II

En otras cuestiones, ayer fui al cine y vi la película de Norwegian Wood, la adaptación al cine del libro de Haruki Murakami. Me gustó. Y me gustó. Es larga y tal vez lenta, los personajes no tienen la profundidad de la novela, pero la disfruté, en especial a las actrices que personifican a Midori y a Kizuki: muy atractivas.