El imperativo de la felicidad

Luego de ver The Babadook, un film de horror muy recomendable, me sorprendió saber que el monstruo homónimo, que aterroriza a Amelia y a su pequeño Samuel, fue asimilado como un ícono queer (entendido como todo aquello que escapa de la heteronormatividad). Leer el libro de Sara Ahmed me ayudó a comprender este fenómeno más cabalmente.

Sara Ahmed es una filósofa contemporánea, británica-australiana, reconocida por su trabajo en el giro afectivo de las ciencias sociales. Este giro cambia la atención científica, del paradigma dominante de la representación (las ideas, lo abstracto y simbólico) a lo sensible, la experiencia, lo que afecta al cuerpo como punto de partida para la investigación. Aunque la mayor parte de su trabajo ha sido sobre la teoría queer.

En el 2010 saca su libro «La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría», que comencé a leer en septiembre y que terminé cuatro meses después. Es un libro que tiene su complejidad.

Sara Ahmed

Sara Ahmed (fuente)


De manera sucinta y superficial, la felicidad es, simultáneamente, una orientación y un destino. La orientación es hacia ciertos objetos que prometen ese destino. Se conoce ese destino porque ya se transitó por allí (por ejemplo, la felicidad que recordamos sentir cuando comimos cierto dulce) o porque aprendemos que la cercanía a esos objetos nos producirá la anhelada felicidad.

El deseo no es innato. Aprendemos a desear. Nuestros deseos más íntimos son el resultado de nuestras interacciones sociales. Así la felicidad se convierte en un potente dispositivo para orientar a los individuos hacia esos objetos del deseo que permiten la reproducción de una sociabilidad concreta: la familia, la heterosexualidad, el consumo de mercancías, etcétera.

La felicidad es un producto histórico cuya concepción actual viene de los utilitaristas ingleses como John Stuart Mill. Su fórmula más popular es: la mayor felicidad al mayor número de personas. No es casualidad que la búsqueda de la felicidad se manifestara como derecho inalienable en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos; como tampoco lo es que ésta filosofía sustentara el derecho del Imperio Británico a colonizar la mayor parte del mundo: llevar su felicidad civilizatoria a los infelices bárbaros (a cambio de algunos pocos beneficios).

El discurso contemporáneo de la felicidad (incluyendo a la psicología positiva) subraya que la tristeza es contagiosa, por lo que también debemos alejarnos de las personas infelices, aguafiestas y melancólicas. Debemos señalarlas, denostarlas como lacras de nuestra bonita sociedad porque pueden desestabilizarla. Debido a este rechazo, Ahmed busca qué minorías son susceptibles a ella y encuentra a las feministas, a las personas queer y los migrantes.

Las feministas son aguafiestas, incomodan, señalan el sufrimiento que genera nuestra felicidad en las personas feminizadas. Yo aquí también añadiría a los veganos, anticapitalistas y anticapacitistas. Es más, a mi entender, no se puede ser ninguna de estas cosas si no se tiende hacia todas a la vez. El aguafiestas incomoda interpelando. Si todos estamos incómodos, la salida es el cambio.

Las personas queers, por otro lado, son los infelices por antonomasia. Al seguir una orientación sexual desviada, tener una identidad de género no binaria, desarrollar afectos fuera de la moralidad correcta, no tienen otro destino que la infelicidad. Solamente el recto camino tiene su monopolio. Una persona queer feliz sólo es posible si se le instrumentaliza dentro de la heteronormatividad, tal como la homosexualidad aceptada y legalizada hoy en día. De allí que Babadook sea un personaje asimilado como queer: en toda familia con un miembro queer es como si un monstruo se hubiera instalado en ella.

… la propia experiencia de la inmigración está basada en una estructura de duelo. Cuando se deja el país de origen, ya sea voluntaria o involuntariamente, es preciso hacer el duelo por todo un conjunto de pérdidas, concretas y abstractas, entre las que se cuentan la patria, la familia, el lenguaje, la identidad, la propiedad e incluso el propio estatus dentro de la comunidad.

—Sara Ahmed citando A dialogue on Racial Melancholia de David L. Eng y Shinhee Han

Migrar implica pérdida y por tanto duelo. Sin embargo, la sociedad de acogida le insiste al migrante que debería sentirse feliz y agradecido por su afortunada condición. Cuando el objeto perdido desaparece de la consciencia, mas no el sentimiento de pérdida, entonces se habla de melancolía. Entonces, los migrantes de primera generación son, por lo general, melancólicos: añoran lo que ya no está y no saben con exactitud qué es. Las sociedades desarrolladas apuntan entonces sus baterías ideológicas a los migrantes de segunda generación, para evitar que hereden dicha melancolía, ya que es un posible espacio para la radicalización terrorista, particularmente en el caso de los musulmanes.

El capítulo quinto habla sobre futuros felices. O su inexistencia. La felicidad se presenta como una promesa, se mueve hacia adelante si se hace lo correcto. Sin embargo, hoy en día, el horizonte de esta promesa sólo existe hasta el futuro inmediato. Hoy en día ya no es posible imaginar utopías, sólo distopías. Repitiendo a Fredric Jameson, parece «más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». La felicidad, por sí misma, es incapaz de ofrecer confianza en la humanidad en el largo plazo.

En muchas de las distopías existentes en el cine y la literatura, el héroe que irrumpe y trastorna el orden establecido, es una persona a quien ningún chile le embona, cuestionan, incomodan a los demás, son inconformes, melancólicos, solitarios. Tanto Bernard Marx, en Un Mundo Feliz; Winston Smith, en 1984; Lincoln Seis-Echo, en la película de la Isla, del 2005; o Z, en Antz, de 1988, son los protagonistas del cambio social (o su intento). Parece ser, por tanto, que aceptamos la infelicidad como germen de toda revolución.

La propuesta de Ahmed, a mi juicio, es hegeliana, sin adscribirse a ésta: la positividad sin negatividad, o al revés, imposibilita la superación. Es por ello la potencia revolucionaria de las feministas, queers y migrantes, en nuestras sociedades capitalistas y heteropatriarcales.

Obviamente, Ahmed no proclama la infelicidad como solución a la felicidad, sino más bien una aproximación existencialista: la apertura al momento, torne éste feliz o infeliz. La felicidad está bien como episódica, pero no tanto como horizonte, debido a su naturaleza individualista y anestésica.


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