Nada / ¿Quiénes son los lectores?

Mi primer encuentro con la escritura fue cuando aún no sabía ni leer. Mi prima, un par de años mayor, se sentó frente a la máquina de escribir, en la oficina de su padre, y me pidió que le dictara. Yo, emocionado, narré alguna aventura de super héroes. Probablemente mi prima sólo tecleó al tuntún, pero tengo presente la excitación que nos produjo aquello: mi prima se involucró en la historia y tuvimos diferencias creativas; además la sensación de hacer algo que escapaba de nosotros, mas tenía vida propia.

Con catorce años, dediqué una Pascua a escribir un cuento sobre un viejo burgués enfrentándose a la muerte, personificada como sádico asesino bajo las órdenes de la justicia divina. Terminado, se lo mostré a mis dos mejores amigos. Se burlaron tanto que, ya en casa, emberrinchado, rompí los folios. Así debutaba en la crueldad adolescente, cuya lógica es humillar para no ser humillado. Fue mi primer encuentro con lectores, que no son amigos.

Entonces me pregunté para quién escribir, sin hallar respuesta. En ocasiones decidía que uno escribía sólo para sí, en una especie de solipsismo; otras veces imaginaba que eran botellas al mar, bien podrían hundirse o, tal vez, serían recompensadas con la mirada atenta y curiosa de algún Otro a quien nunca conoceremos.

A los dieciséis volví a escribir un par de cuentos durante el verano. Uno inspirado en El Castillo de Kafka, cuyo protagonista, también llamado K., llega una mañana a la preparatoria para darse cuenta de que, de la noche a la mañana, era aborrecido por amigos, compañeros y profesores, sin enterarse jamás de los motivos. En el otro, experimenté con una protagonista femenina en primera persona, narrando su relación con un hombre de apariencia aburrida. En esta ocasión oculté ambos textos a mis amigos. Inventé escusas para no salir en bicicleta y jugar a las máquinas, sino recluirme para escribir. De vuelta de las vacaciones mostré los textos a la compañera de clase que me gustaba. Me entusiasmó que me dijera que le parecieron buenos, hasta interesantes, a la vez me decepcionó que no tuviera nada más qué decir. Los lectores no son críticos ni retroalimentan.

En la universidad, mi grupo de amigos de la prepa, sólidamente unido por esa extraña mezcla de crueldad y cariño, se desperdigó. Mas pronto el correo electrónico se masificó en las universidades, y yo les redactaba largos textos con anécdotas y opiniones. Los correos eran celebrados, y mis amigos los reenviaban, hasta recibir peticiones para agregar desconocidos a la lista de destinatarios. Había virado mi orientación con la escritura: escribía para agradar, para tener atención; caer en la trampa de creerse talentoso porque un puñado de lectores, en la misma burbuja cognitiva, celebraban una producción poco esmerada.

Terminada la universidad, con la angustia del y ahora qué, participé en un taller organizado por un escritor de la ciudad. Allí escribir era un combate de egos. Sin técnica ni análisis, sólo lectura en voz alta y aguardar a por la carnicería. Los lectores no son otros pretendientes-a-escritores tan mezquinos como uno mismo.

Hoy, después de un periplo trasatlántico, incursionando en la poesía, experimentando otras aproximaciones a la literatura, escribo para un lector concreto pero abstracto, duro pero sin crueldad, mucho más inteligente que yo: no consentirá chapuza alguna o trampa mal colocada; se percata de las costuras, por lo que hay que trabajar para no defraudarlo. Una consecuencia inesperada de esta nueva orientación ha sido que, a mis amigos, mis primeros lectores, ya no entienden lo que escribo. Tal vez se deba a que la mirada que propongo les resulta demasiado ajena; tal vez ya no escribo para "comprender" sin esfuerzo cómplice del lector; tal vez les angustia lo implícito, rechazan abandonar su papel de receptor pasivo. No lo sé.

Posiblemente nunca llegue a lectores fuera de ese imaginario y está bien. El disfrute ya está al escribir. Y si los textos llegan a ser recorridos por ojos extraños, para ellos sólo tengo gratitud.


Carmen Laforet

Carmen Laforet (fuente)


Leí Nada, de Carmen Laforet. Ahora sí, la paridad de género en los escritores de los libros que he leído este año, está cumplida, hasta tal vez superen las mujeres si termino los que tengo en curso.

Nunca imaginé que, fuera del mimado Cela, hubiera reconocimiento al talento literario surgido durante el franquismo, sobre todo para escritoras. La gran mayoría, si no es que todos los intelectuales de la época fueron obligados al exilio, quedando una España sin más pensamiento que el impuesto por el nacional-catolicismo. Pero en el sustrato de los pueblos surgen destellos vitales, no siempre notados. Aunque Laforet sí fue notada, y recibió, en 1944, el recién Premio Nadal.

Nada fue escrita cuando Carmen tenía 23 años y estudiaba Derecho en la Universidad Complutense. Dos años antes había comenzado filosofía en la Universidad de Barcelona, mientras vivía con familiares. Fue, presumiblemente, de esa experiencia donde surgió la inspiración para la novela.

La ciudad de Barcelona es un personaje más en la obra, cuyas humedades y calles, recorriendo las estaciones, dictan la atmósfera en la que se desenvolverán los hechos a lo largo de un año. Todos los lugares que Carmen señala son plenamente identificables: la carrer Aribau, Estación de Francia, Plaza Universidad, carrer Montcada, el Borne, Vía Laietana, están entre los espacios más reconocibles donde Andrea, la protagonista, dibuja sus andanzas.

La familia de Andrea eran burgueses durante la República, cuyos tíos, Juan y Román, se integran a las fuerzas republicanas. Al vencer el golpe de Franco, las familias ricas, como la de Andrea, que se hicieron del bando republicano, vieron perder sus privilegios y prestigio, degradarse hasta convertirse en seres ferales, llenos de resentimiento y desesperanza. En cambio, los oportunistas que se aliaron con el bando nacional, vieron crecer sus riquezas formando la nueva clase burguesa. Estos eran los amigos y compañeros de Andrea en la universidad.

También, en la obra, son los pobres, sin acceso al nuevo refinamiento, quienes hablan catalán, personificados por la hermana de Gloria, que regenteaba una casa de juego ilegal en el barrio Gótico.

Pero lo que más me gustó fue la prosa de Laforet. Disfruté mucho leer páginas enteras en voz alta y escuchar su musicalidad. La cercanía de palabras inesperadas para formar imágenes vibrantes señalan una técnica muy trabajada; me sorprende en alguien de veintitrés años. Por no mencionar la distancia emocional necesaria para escribir esas situaciones tan duras sin caer en sentimentalismos fatuos.


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  4. El hombre que plantaba árboles. Jean Giono (01/22/2020 - 01/22/2020)
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  6. Camaradas. Nueva historia del comunismo en México. Carlos Illades (coordinador). (17/01/2020 - 04/21/2020)
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  18. Nada. Carmen Laforet. (12/04/2020 - 12/11/2020)