Familia y lenguaje

Dores, para nuestro obradoiro, en el tema de la familia y literatura, encargó leer Una mujer, de Annie Ernaux, y Léxico familiar, de Natalia Ginzburg.

Annie Ernaux, nacida en Lillebonne, Normandía, Francia, durante el cenit de la Segunda Guerra Mundial, desarrolló un estilo autobiográfico en sus novelas ganando la ovación de sus lectores. En Una mujer, a lo largo de sus cien páginas, recorre la vida de su madre, que comienza a escribir tras la noticia de su muerte en una residencia de ancianos. Su madre nació en Yvetot, también Normandía, a principios del siglo XX, en una familia campesina. De su abuela cuenta esto:

Llevaba bien la casa, es decir, con una mínima cantidad de dinero conseguía alimentar y vestir a la familia, mandaba a los niños a misa sin agujeros ni manchas, y así se aproximaban a una dignidad que les permitía vivir sin sentirse unos patanes. Daba la vuelta a los cuellos y puños de las camisas para que durasen el doble. Guardaba todo, la nata de la leche, el pan duro, para hacer pasteles, la ceniza de la leña para la colada, el calor de la estufa para secar las ciruelas o los trapos de cocina, el agua del aseo matinal para lavarse las manos todo el día. Conocía todos los gestos que hacen posible a uno arreglárselas con la pobreza. Ese saber, transmitido de madres a hijas durante siglos, se detiene en mí que sólo soy archivista.

Este párrafo me resonó. Hasta recientemente, la vida humana demandaba poco consumo energético; la reutilización y el remiendo eran indispensables para la supervivencia; el desperdicio tendía a mínimos. En menos de cien años, la vida de la mayoría representativa de la humanidad (que no su mayoría aritmética), ha convertido a la abundancia, al desperdicio, al usar-y-tirar, en el modo absoluto de habitar el planeta, tornando al vertedero punto cardinal. Y aquellos saberes materiales de las abuelas, necesarios para su subsistencia, se han perdido, los hemos trocado por símbolos cuasi-astrales que llamamos economía, informática o gestión.

Esta inversión en la escala de saberes se evidencia en la importancia dada a la formación académica. Nos cuenta la autora sobre la educación de su madre:

Fue a la escuela del pueblo, cuando no se lo impedían las faenas agrícolas y las enfermedades de los hermanos y hermanas. Muy pocos recuerdos aparte de las exigencias de buena educación y de limpieza por parte de las maestras, mostrar las uñas, el cuello de la camisa, descalzar un pie (nunca se sabía cuál había que lavar). La enseñanza pasó por ella sin despertarle ningún deseo. Nadie «empujaba» a los hijos, eso tenía que «salir de ellos» y la escuela no era más que un tiempo que había que pasar a la espera de dejar de ser una carga para los padres. Se podía faltar a clase, no se perdía nada. Pero no a misa donde, hasta en las última filas, las de los pobres, se tenía la impresión, al participar de aquella riqueza, belleza y espiritualidad (casullas bordadas, cálices de oro, cánticos), de no «vivir como perros». […]

En cambio, para mi, faltar a clases era la receta de la ansiedad y la confusión; obligado de buscar algún interés intelectual en cada asignatura. Mi deber era, única y exclusivamente, atender con esmero mi formación académica. El mundo, decían, es ya demasiado complejo, y sin formación uno está condenado.

Releo estos párrafos y me parecen importantes, no obstante, leer literatura en clave sociológica es acotarla. Pero es lo que tengo para comentar. Al menos soy consciente y ofrezco disculpas.

¿Cuántas novelas hablan desde la familia? Tal vez en aquellas donde lo íntimo es esencial. Es en la intimidad familiar donde comienza la conciencia social del individuo. Por eso estaríamos predeterminados a repetir las mismas conductas, inoculadas de padres a hijos, una y otra vez, para bien o para mal.

Otro gran cambio generacional, a partir de los cambios materiales de acceso al consumo, es la forma de encarar las relaciones de pareja. En la pobreza, como durante la preguerra, el matrimonio es la vida o la muerte. Hoy en día, las condiciones regresan a situaciones semejantes, mucha gente se empareja actualmente para hacer frente a la condición de moderna de subordinación: el endeudamiento.

La juventud de mi madre, en buena parte, puede reducirse a esto: un esfuerzo por escapar al destino más probable, a la pobreza, seguramente, al alcohol, quizá. A todo lo que le sucede a una obrera cuando «se deja llevar» (a fumar, por ejemplo, a andar por la noche en la calle, a salir con la ropa llena de manchas) y que hace que ningún «joven serio» quiera saber nada de ella.

[…]

Para una mujer, el matrimonio era la vida o la muerte, la esperanza de salir adelante mejor entre dos o hundirse definitivamente. […]

El acceso al consumo que se multiplicó durante el periodo de entreguerras y se desató tras la Segunda Guerra Mundial, significó una ruptura entre las denominadas generación grandiosa y los boomers, una ruptura tal vez mucho más vehemente que entre los últimos y los millenials. Utilizo aquí el concepto de generación para hacer abstracciones de cambios en el comportamiento social, que para eso exclusivamente son, para malpintar el movimiento de ideas con brocha gorda.

[…] Para mi madre, rebelarse había tenido un único significado, rechazar la pobreza, y una única forma, trabajar, ganar dinero y convertirse en «gente bien» como los demás. […]

En ciertos momentos, tenía en su hija, frente a ella, una enemiga de clase.

Sin embargo, como lo dicho anteriormente, la familia en la literatura desvela la intimidad que conforma al individuo, lo marca a fuego. Si bien, siguiendo la tradición hegeliana y de Vigotsky, la actividad construye al individuo, es el lenguaje lo que transmite las descripciones del mundo y las maneras del hacer, que podemos confundir, como el primer Wittgenstain, la percepción del mundo con el lenguaje, pero el lenguaje no circunscribe la compresión del mundo, ya que el lenguaje es maleable, mutable y lúdico, como aceptara el segundo Wittgenstain. Pero esta maleabilidad es producto del ingenio, que no viene hasta después de haber digerido el léxico familiar (para comenzar a enganchar con Ginzburg). Es el lenguaje de la familia al que no podemos ser indiferentes, radica allí el amor y el odio fundamentales.

Al escribir, veo a veces a la «buena» madre, a veces a la «mala». Para escapar de ese vaivén que se remonta a la infancia más remota, intento describir y explicar como si se tratara de otra madre y de una hija que no fuera yo. Así, escribo de manera más neutra posible, pero algunas expresiones («¡si te sucede una desgracia!») no consiguen ser abstractas para mi, como lo serían otras («rechazo del cuerpo y de la sexualidad» por ejemplo). En el momento en que las rememoro, tengo la misma impresión de desánimo que a los dieciséis años, y fugitivamente, confundo a la mujer que más ha marcado mi vida con esas madres africanas que sostienen los brazos de su hija pegados a la espalda mientras la matrona procede a la ablación de su clítoris.
Annie Ernaux

Annie Ernaoux (fuente)


Natalia Ginzburg nació en Palermo, durante el cenit de la Primera Guerra Mundial. La familia, al finalizar la guerra, se trasladó a Turín, en cuya universidad, su padre, Giuseppe Levi, obtuvo la cátedra de Anatomía Humana. Su padre era de ascendencia judía y su madre, Lidia Tanzi, católica, mas ambos se alejaron de la religión para educar a sus hijos como ateos. Guiseppe fue científico, histólogo, que estudió con rigurosidad las mitocondrias, quien tuvo bajo su tutela a tres posteriores premios Nobel. La familia Levi fue baluarte del antifascismo en Italia, oponiéndose frontalmente a Mussolini y a sus políticas raciales, lo que le ganó, tanto a él como a sus hijos, el encarcelamiento y después el exilio.

Natalia adoptó el apellido de su primer marido, Leone Ginzburg, antifascista, activista político y héroe del movimiento de resistencia (partisanos cuyo himno es Bella ciao). Primero, ambos y sus hijos, fueron confinados en un exilio interior y luego, tras la ocupación nazi, él fue encarcelado y torturado, muriendo al poco tiempo por consecuencia de ello.

La educación de Natalia fue rodeada de intelectuales y activistas que frecuentaban la casa de sus padres, en un Turín que fue aglomeró la oposición al régimen de Mussolini, junto con potente desarrollo industrial, de la que tampoco la familia Levi fue ajena: Paola, hermana de Natalia, se casó con Adriano Olivetti, el de las máquinas de escribir.

Yo tuve una máquina de escribir Olivetti. Con ella aprendí mecanografía en la secundaria, siguiendo la vieja escuela de tapar el teclado con un paño anudado al cuello. Era una máquina sólida, pesada, compacta, duradera. La llevaba a la escuela una vez por semana sin sufrir desperfectos a pesar de mi trato indolente.

Este libro es la obra más representativa de la autora, y es difícil de encasillar en un género literario: es casi una autobiografía pero no, porque Natalia prácticamente no figura, ella se limita a ser observadora, una narradora en primera persona prácticamente ausente de la acción; es una obra de memorias pero tampoco, porque Natalia elige conscientemente qué contar y qué no; también es un ensayo y una novela, pero tampoco.

La propuesta intelectual de la obra es una alternativa a Proust para la activación de la memoria más íntima. Para Proust es lo sensible lo capaz de transportarnos al pasado más remoto, aún anterior al lenguaje, y el cual podemos reconstruir y resignificar. Natalia propone al lenguaje como detonador de la memoria literaria. Mas no cualquier lenguaje, sino el lenguaje de la familia, del cual uno nace al mundo; el código con el cual desciframos por vez primera la realidad. Nada coincidente es, que en la obra, Natalia hace patente la importancia de Proust en la formación emocional de sus hermanos, con la desaprobación de su estricto y patriarcal padre.

Este párrafo es esencial:

Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia, nos basta con decir: «No hemos venido a Bérgamo a hacer campamento» o «¿A qué apesta el ácido sulfhídrico?», para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras. Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Esas frase son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asirio-babilónicos: el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra. De tal forma que, cuando uno de nosotros diga: «Distinguido señor Lipmann», la voz impaciente de mi padre resonará en nuestros oídos: «Dejad esa historia. ¡La he oído ya muchas veces!».

Este otro párrafo señala las condiciones de creatividad artística que surgió y apagó después de la Segunda Guerra Mundial. La borrachera y la resaca; la condición de posibilidad y la condición en sí de ejecución.

La posguerra fue una época en que todos creían ser poetas, y todos pensaban ser políticos. Después de tantos años en que pareció que el mundo había quedado enmudecido, petrificado, y en que la realidad había sido observada como desde el otro lado de un cristal, en una vítrea, cristalina y muda inmovilidad, todos imaginaron que se podía y se debía hacer poesía de todo. Durante los años del fascismo, los novelistas y los poetas se habían quedado faltos de palabras, pues a su alrededor no había muchas que estuviera permitido usar, y los pocos que había continuado utilizándolas las había escogido con sumo cuidado del pobre patrimonio de briznas que aún quedaba. Durante la época del fascismo los poetas habían expresado tan sólo el mundo árido, cerrado y sibilino de los sueño. Ahora volvía a haber muchas palabras en circulación, y la realidad se ofrecía de nuevo al alcance de la mano. Por lo cual, aquellos que antes habían carecido de palabras se pusieron a vendimiar en ella con delicia. La vendimia fue general, porque a todos se les ocurrió participar en ella, y esto determinó una confusión entre el lenguaje de la política y el de la poesía, que aparecieron mezcladas entre ellas. Pero después la realidad se mostró compleja y secreta, no menos indescifrable y oscura que el mundo de los sueños, y se siguió revelando situada al otro lado del cristal, y la ilusión de haber roto aquel cristal se mostró efímera. De este modo, muchos se alejaron enseguida desconsolados y tristes, y volvieron a derrumbarse en una amarga carencia y en un profundo silencio. Por ello, tras las alegres vendimias de los primeros tiempos, la posguerra fue triste y llena de desconsuelo. […] Ciertamente durante mucho años nadie hizo su propio oficio, pero todos creyeron poder y tener que hacer otros mil al mismo tiempo. Y transcurrió algún tiempo antes de que cada uno volviese a tomar sobre sus hombros el propio trabajo y aceptase su peso, la fatiga cotidiana y su cotidiana soledad, que es el único medio que tenemos de participar en la vida del prójimo, perdido y oprimido en una soledad igual.
Natialia Ginzburg

Natialia Ginzburg (fuente)


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