Mercados de la muerte en la guerra contra el narco
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Víctor JáquezJohn Gibler saltó a mi consciencia cuando encontré un poema para ser leído en una balacera en el sitio web de Nuestra aparente rendición. Resultó un éxito en el par de lecturas que hice del mismo, y por ello lo recuerdo con cariño, aunque su temática sea terrible.
El libro que ahora terminé también es de él y recorre los mismos territorios que el poema: la violencia del narcotráfico en México.
Cinco capítulos y un epílogo que cuentan hechos presenciados por Gibler como corresponsal estadounidense en México y que traslucen la violencia y terror sistemáticos impuestos, sin exclusividad, a un gran segmento de la población mexicana. Violencia que sigue la lógica del mercado: el lucrativo mercado de lo ilegal y sus mecanismos (también mercantilizados) de silencio: plata o plomo. Más bien plomo si eres nadie.
La Guerra contra las drogas, expone Gibler, es un producto estadounidense cuyo propósito es el control social de la población. Heredero del esclavismo y del apartheid, ahora bajo la tutela del capitalismo liberal. Dales drogas y armas para que se maten entre ellos, decían ya los colonos, y en el inter hacemos business.
ESTO ES LO QUE NO QUIEREN QUE DIGAS: el ejército mexicano y la policía federal han administrado el narcotráfico desde hace décadas. El dinero del narco llena las cajas fuertes de los bancos de México, penetra la economía nacional en todos los niveles y, con ganancias estimadas de 30 000 a 60 000 millones de dólares anuales, compite con el petróleo como la mayor fuente de ingresos del país (y México no es el único país donde esto sucede). […]
Marx, en el capítulo 24 de El Capital, dice de manera maravillosamente gráfica: "el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza". Y esa es la causa última de toda la violencia, elevada a la altura del terror, que se vive en México.
[…] La narcoguerra es un horripilante éxito de la violencia estatal y de la acumulación capitalista, de un mercado intoxicado por el dinero en efectivo que simplemente incluye en el presupuesto los gastos del asesinato y soborno para mantener el negocio operando con suavidad.
El terror se instaló en el país con la militarización de la lucha contra el narcotráfico, cuyo cenit fue declarado por un Felipe Calderón, enloquecido por su necesidad de legitimarse como presidente, intimidando a sus adversarios políticos. De esta manera se inauguró el lado B de esta guerra: la mediática.
La llamada «guerra del narco» en México es en realidad dos guerras: una guerra entre organizaciones narcotraficantes disciplinadas, organizadas y sumamente bien financiadas en las que el Estado también participa, y un espectáculo mediático que presente los combates y los arrestos como productos de operativos asiduos de aplicación de la ley. […]
Y en esta guerra mediática, en el discurso oficial, no hay muertos inocentes. La culpabilidad se fabrica en líneas de producción. Si amaneces torturado, violado y desmembrado, es porque "en algo andabas". No hace falta ni jueces ni peritos. Lo reclamado es el silencio. Agachar la cabeza y decir sí a todo.
Sin embargo, hay cierta prensa que resiste a este silencio; hay ciertos activistas que resisten; hay ciertas víctimas y familiares que resisten. Resisten a pesar del rechazo social, las vejaciones estatales y las amenazas de los interesados por el silencio. A pesar de ser objetivos de desapariciones forzadas, siguen tendiendo hilos telegráficos para contar sus historias. Son sobre todo mujeres, las víctimas más humilladas, las que cargan bajos sus hombros la determinación de sobrevivir al horror y reconstruir comunidad.
Esta guerra, además de cadáveres, produce máquinas de guerra, que son policías y criminales indiferenciados. Son mercancía al servicio del poder, a su vez encargados de ejercer el biopoder sobre el cuerpo de quien se opone. Estas máquinas, provienen de los estratos más bajos de la población, el subproducto del capitalismo mexicano: hijos perdidos de maquiladoras; de la agricultura a gran escala, embrutecida; de los cinturones de pobreza; de los humillados por el Estado y sus intelectuales. Esos a los que Marx llamó, en el Manifiesto, el lumpenproletariat, y que ahora podemos llamar, tal vez, el sicariato. Ejercen el poder para otros, ellos sólo son unos mandados, aunque sean ellos quienes empuñan las armas. Meras máquinas de guerra.
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