Transiberiano: notas de viaje
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Víctor JáquezEntre el 17 y 20 de agosto pasado viajé de Иркутск (Irkutsk) a Владивосток (Vladivostok) en el tren Transiberiano.
En este texto intento reproducir y extender mis escasas notas de viaje, para que sean comprensibles, junto con algunas de las fotografías que tomé. Permítanme también advertirles, como dicen los británicos, "take them with grain of salt". He tenido que poner el huso horario de Irkutsk manualmente en mi móvil, mi único reloj. La red de celular reporta la hora de Moscú. Hay una hora de diferencia entre Irkutsk y Moscú. Dicen que el tren Transiberiano también lleva la hora de Moscú y cada uno lleva su aritmética para saber la hora local. Me he dado cuenta que en las ciudades rusas, al menos en Moscú e Irkutsk, están renombrando calles, como en España, con la Ley de la Memoria Histórica, pero en Rusia en clave reaccionaria: eliminando los nombres soviéticos y poniendo nombres del antiguo imperio zarista. Cenamos en la estación de Irkutsk. Olga, nuestra guía, pudo explicar que soy vegetariano a los del restorán de la estación, y me sirvieron tomate rebanado, en lugar de la carne asada que recibieron los demás. No lo veo mal. Al entrar al restorán, vi a un enorme ruso comer solo en una mesa, con una botella de cerveza de un litro frente a él. Se me antojó la cerveza. Cuando nos sentamos a comer, ya con nuestro plato servido, vi al mismo ruso frente a mi, intentando preguntarme algo. No comprendí lo que intentó decirme y Olga, simplemente, lo ignoró. Finalmente entendí una palabra: "from" en inglés, y contesté con alegría, "¡México!". Se marchó entonces para luego regresar con una botella de cerveza que me entregó sonriente, ante la mirada estupefacta de mis compañeros de viaje, y se volvió a retirar. Cuando llevaba medio plato de ensalada terminado, vuelvo a ver al ruso enfrente, esta vez con un billete de cien rublos en la mano. "You!" balbuceó mientras me señalaba. Esto es ridículo, pensé y miré a Olga, rogándole que me explicara lo que sucedía. Se limitó a decir "Está loco o borracho". Intentando terminar aquella escena, evitando ser grosero, le agradecí cogiendo el billete y lo dejé sobre la mesa. Pero regresó, ahora con monedas, doce rublos, que apiló junto al billete. Volví a mirar a Olga, quién solamente se encogió de hombros. Al final el hombre se marchó de una vez por todas y terminé la cerveza, tranquilo y agradecido. Le dejé los ciento doce rublos a Olga. Después de cenar, Olga nos repartió los billetes del tren. Son bonitos. Olga, cuando me entregó mi billete, me dijo que iría en un vagón de segunda clase (Kupe), y que compartiría el camarote con tres personas más, una de ellas sería X.. Las cuatro señoras catalanas compartirán un camarote entre ellas. El resto de los compañeros de viaje irán en vagones de primera clase (SV), donde sólo hay dos camastros por camarote. Al abordar al tren, las provodnitsas (проводница) son muy minuciosas revisando los billetes. Comparan, letra a letra, los nombres del billete con los del pasaporte; constatan, con prolijo, que subes en el vagón indicado, que es su vagón, ya que las provodnitsas son sus gobernadoras plenipotenciarias. De manera similar ocurre con los agentes de migración en los aeropuertos: jamás me había demorado tanto, en silencio, frente a un agente de migración, como en el aeropuerto de Moscú. Se esmeran en la revisión de documentos en Rusia. Al subir al vagón número nueve, busqué con entusiasmo mi camarote asignado, para tomar posesión de mi camastro. Mi primer noche en el Transiberiano, rumbo a Владивосто́к (Vladivostok). La dermatitis atópica me ha invadido. Apareció antes de venir, ahora hasta me ha salido en la espalda y en una rodilla. Espero que no me fastidie el viaje. Hay un chico ruso en el camastro superior al mio. Dice que también va a Vladivostok. Es fuerte y ágil: sube a su camastro sólo impulsándose con sus brazos. A un lado de mi camastro está el de X., quien me acaba de contar algunas de sus batallitas durante la España franquista, su colegio y la mili. Me quedo con una anécdota: tuvo que regresar de París, donde estudiaba, para hacer la mili, de lo contrario no se le permitiría la entrada a España durante un porrón de años. Por medio de un enchufe se le emplazó en Galicia, como mecanógrafo. En una ocasión, el hijo de un militar de alto rango, en un accidente de cacería, le sacó el ojo a otro recluta. Le dictaron a X. el parte médico: "En una maniobra militar, el recluta Fulanito, fue herido.". A lo que X. replicó "¡Pero mi teniente, así no fue!". Le contesta su superior, en gallego: "Cala a boca, chaval, cala a boca e deixa xirar o mundo". La frase reverbera en mi. Lo primero que atrapó mi atención, después de haberme instalado en el camarote, es el самовар (samovar) del vagón. La lectura de la novela La Madre, de Maximo Gorki, me descubrió al samovar como el centro gravitatorio de la vida en el hogar durante la Rusia zarista. En el vagón del Transiberiano no puede faltar un samovar. Hay agua caliente, gratis, durante todo el viaje. Pero yo esperaba ver un samovar estilizado y elegante. Nada de eso. El samovar del vagón parece integrado al tren, como un componente mecánico indispensable para el funcionamiento del vagón. Jamás habría sabido que se trataba de un samovar si no hubiera visto a otros llenar sus vasos de té allí. En la estación de Улан-Удэ (Ulan-Ude) sube el cuarto pasajero del camarote. Otro joven ruso que toma posesión del camastro arriba del de X.. Ninguno de los dos rusos habla inglés, así que la conversación es prácticamente nula, a excepción de amables palabras sueltas, entre ruso e inglés. Dependemos del lenguaje de los gestos. Pienso en la jornada que termina. Visitamos el Baikal hoy. Un inmenso lago transparente, lo opuesto al lago Ness, que completamente oscuro, el cual visité el año pasado, por las mismas fechas. Ambos lagos son considerados como las reservas más grandes de agua dulce del planeta. En el lago Baikal hay focas, mientras que en el Ness, Nessie. El árbol más común en Siberia es el abedul, así lo demuestra el paisaje que se despliega constantemente ante nosotros. La madera del abedul es blanca e impermeable, y ha significado la salvación de los siberianos, quienes lo utilizan para prácticamente todo, desde muebles hasta ropas y utensilios. Imagino que estoy haciendo parte del mismo viaje que hizo Kurt Gödel, escapando de los nazis. Pero me censuro, mi experiencia no tiene nada que ver, ni remotamente, con la suya: no escapo de nadie, sólo hago un tramo y tengo a mi disposición miles de avances tecnológicos. No, no es el mismo viaje. En la víspera, junto con cajas de fideos instantáneos, manzanas y mandarinas, compré una caja té. Acabo de descubrir que no viene empaquetado en bolsitas, sino a granel. Me he fastidiado; sin embargo, inexplicablemente, me alegro de esta desavenencia. Son las 22:15 hora de Moscú. Desconozco en qué huso horario estamos. Esta neblina horaria trastoca el sueño y la vigilia, convierte el tedio en sopor. El termómetro del vagón indica 20℃ ... Son las 3 de la mañana, hora de Irkutsk. Olga nos comentó que el ruso, en promedio, coge el tren Transiberiano cinco veces en su vida: una, de manera escolar, obligatoria, y el resto para ir a Moscú, generalmente a cumplimentar trámites burocráticos. Lo toman como siete días de desconexión absoluta, que resulta muy relajante. Ya amaneció y veo Siberia desde mi ventana. Los compañeros de camarote aún duermen. Leo a Beckett. ¡Qué deprimentes son estas historias! ¿Qué deformaciones tiene en el cráneo y piernas el protagonista de The End? El ayudante de la provodnitsa vende chucherías: noodles, golosinas, ¡y té! A veinte rublos la bolsita de té. Le compré dos bolsitas de té negro. Es el mismo que nos entregó las sábanas al abordar ayer, y también a él le pedí prestada una taza, en la que ahora me preparo el té. Decidí conocer el vagón cafetería. Allí me encontré con J.M.. "Rusia está hecha una mierda", me dijo. No le repliqué, pero a mi me parece hermosa, vasta, salvaje, indómita. Parecida al Continente Americano. Es más, a veces me recuerda a la Patagonia. Podríamos argumentar, que en realidad, lo atípico, tal vez hasta lo antinatural, es Europa. Empalizadas. Sencillas casas de madera. La "conquista" del salvaje oeste, por parte de los gringos, fue similar a la conquista del salvaje este, llevada a cabo por los cosacos. Veo ahora algunas vacas pastando libres. Frío, humedad, colinas bajas, pantanos, bosques. El paisaje cambia constantemente, aunque, de manera general, luce igual. La ventana del camarote es como una televisión, muda, pero de vivos colores. No quiero despegarme de ella, porque tal vez pase frente a mi algo sublime. Sin embargo, el espectáculo no tarda en aburrirme. A mi memoria llegan las "misiones", viajes a los que acompañábamos a los hermanos Maristas a comunidades aisladas, pobres, para llevarles un poco de... ¿qué chingados les llevábamos? ¡Nada! Nosotros eramos los vividores: nos comíamos su comida, les robábamos su tiempo para hablarles de "Jesús", con demencial autoridad. En cambio, yo descubrí al otro; a ese otro con menos recursos materiales acumulados; a ese otro con casi nula capacidad de intercambio de bienes en el mercado, y que sin embargo, su relación con la naturaleza es mucho más directa que la que yo nunca llegaré a tener. También es así la gente de Siberia, a la que nos referimos de manera despectiva cuando decimos "Rusia está hecha una mierda". La mierda cantante y danzante del mundo somos nosotros, la gente bien y de posibles. Asalta a mi mente la dialéctica del amo y el esclavo, de Hegel: Los amos, habiendo avasallado al vecino, se arrojan al placer, a la consumación antes del deseo, o aún sin él, lo significa su propia decadencia. Por el contrario, el pueblo esclavo metaboliza, con sus manos, la naturaleza, para producir las condiciones materiales necesarias para su subsistencia y la de sus amos; por tanto, son ellos quienes construyen, con su sangre y su sudor, la cultura. No obstante, esta cultura debe ser también fagocitada por los amos, que de lo contrario, los esclavos desarrollarán la conciencia necesaria para alzarse contra los amos. Y el ciclo se repite. ¿Cuándo estará nuestra conciencia desarrollada? Mi vida es atípica, considerando de donde vengo. Por igual me rodeo de gente atípica, independientemente de sus orígenes. Estoy rodeado de privilegios y privilegiados. Y con todo, devuelvo muy poco a la sociedad. Espero sentado La Revolución, mientras miro fracasar a tantas otras. La ignominia es lo que triunfa. Y yo soy parte de ella. Debo observar a los demás para encontrar un patrón de conducta que me permita desvanecerme. Observar sin estar. ¿Qué es lo normal? ¿Qué es lo esperado? ¿Cómo llego a lo común? ¿Como disolver mi diferencia en lo cotidiano? Lo primero es reconocer mi propia existencia. Reconocer mi existencia implica la decisión de vivir. Elegir vivir demanda voluntad de poder, ya que tengo necesidades materiales que debo compartir (o competir, según la ideología impuesta) con otras existencias. Mi poder tiene como propósito exigir a los demás que reconozcan mi existencia. Expansión. La vida tiene como valores primordiales la conservación y el aumento, decía Nietzsche. Sólo se conserva lo que se expande, como el universo. Pero yo no quiero expandirme, rechazo mi dominio sobre otros. Quiero desvanecerme. Pero, a la vez, elijo vivir. Dialéctica de la expansión y la conservación. ¿Y el dominio de los otros sobre mi? pregunta el privilegiado. Reconocer mi existencia es reconocer mi libertad. ¿Debe expandirse constantemente también?. Hegel expone, en voz de Engels, que la libertad nace de la comprensión de la necesidad. Es decir, del conocimiento de nosotros mismos y de la naturaleza. Dicen los necios que no hay que confundir la libertad con el libertinaje; esto no es más que cuñadismos disfrazados de sentido común. Yo diría que no hay que confundir libertad con caprichos. Sobre todo el capricho burgués de comprar y vender, que exige mercantilizarlo todo. Expandir la dominación del mercado para que ellos vivan. Somnolencia. Picor en el cuerpo. El ruso rubio está frente a mi, nervioso, sin saber qué hacer. Nuestras diferencias se traducen en silencios y miradas apenadas. Creo que quiere desayunar pero no hay espacio libre en la mesa del camarote, está ocupada con los libros de X. y míos. Muevo los libros a mi camastro. Sí, comienza a sacar su desayuno. Convivencia. Espacios. Comunicación en la incomunicación. Ritmos. Observación. Pone una bolsa de basura bajo la mesa. Comeré una manzana. En menos de veinticuatro horas, el vagón se ha convertido en una pequeña comunidad. Nos vamos conociendo. Esto es indispensable ya que compartimos espacios, así como recursos comunes. El ruso moreno, más atlético que el otro, colgó una tira de contactos en el muro del camarote. En cada vagón hay un enchufe eléctrico por cada dos o tres camarotes. De esta manera, con su tira de contactos, pudimos, varios, recargar la batería de nuestros móviles y cámaras, sin monopolizar el acceso a la corriente eléctrica. En el camarote vecino, va una familia con una portátil enchufada a la tira de contactos. La función del portátil es de una sinfonola de Pop ruso continuo, sin parar. Al principio me entretenía; ahora sólo pienso en desconectarlos de la corriente. Al otro lado van las señoras catalanas. No paran de hablar. Y no hay forma de desconectarlas. Escucho gente hablar en inglés. Sospecho que hay británicos en el vagón. También está una chica de hermosos ojos color azul pastel. Viaja con su hijo, de unos nueve años, en el primer camarote del vagón. Ella es de baja estatura, lleva el cabello lacio y corto. Viste una bata satinada color carmesí, con estampado estilo oriental, en dorado. Cuando nos cruzamos por la mañana, ella sonrió y dijo en voz queda "доброе утро" (buenos días), mientras se ruborizaba, bajando la mirada. Tiene rasgos felinos. Me parece atractiva. En el otro extremo del vagón va una familia. Parecen coreanos, aunque pueden ser japoneses. No lo sé. En ese mismo camarote va también una chica occidental, que no tiene pinta de acompañarlos. Estamos saliendo de Чита (Chitá), una ciudad, dicen, en la frontera con China. De aquí se bifurca el ferrocarril Transmanchuriano. Hicimos una parada de veinte minutos, que aproveché para sacar fotos, aunque tuve que correr para llegar a la plaza frente a la estación y la iglesia. Matando el tiempo con té. Le echo cáscaras de mandarina para que coja un poco de vitamina C. Al parecer aquí los cítricos son un lujo. Estoy constantemente dormitando. A eso invita el sonido del tren, el crujir de las vías, la lectura de Beckett. La tarde cae rápido, los días se consumen velozmente dentro de un sopor taciturno. No entiendo, repito, los cuentos de Beckett. Sus protagonistas son seres horrorosos echados a la calle, obligados a tratar, casi por vez primera, a otros seres humanos, quienes a su vez se muestran extraños, impredecibles, morbosamente amorosos. Tomo partido por el deforme protagonista, pero no entiendo porqué. Desconfío de los personajes normales, con quienes el deforme protagonista, interactúa. Las señoras catalanas hacen alharaca. Parece que se han disgustado entre ellas. Este encierro, casi forzoso, asusta a los europeos, acostumbrados a quejarse. X. lo hace constantemente: este viaje no resultó lo que esperaba. "Pero soy dialéctico" me dice X., "no paso página. Hago autocrítica y tomo nota de lo aprendido. Fue una mala decisión haber venido." Me contó que ya hizo el Transiberiano una vez, en los años ochenta. X. militó en el PCE y él, junto con otros compañeros de partido, fueron invitados por el PCUS, a hacer el viaje en el Transiberiano; pero no en un tren vulgar como este, sino en un tren realmente turístico, haciendo parada en ciertas ciudades por días enteros, dejando que sus pasajeros descansaran en hoteles y conocieran la zona, para volverlo a abordar (el mismo tren) a la jornada siguiente. Escuchando esto pienso en el concepto de "aristocracia soviética", remedando a Lenin y su "aristocracia obrera", con la que designa la condición de los obreros en los países imperialistas. "No recuerdo que Siberia fuera tan fea. Era mucho más boscosa", repite X. con insistencia. Al principio disfrutaba de su conversación, pero ahora me está resultando cansina. Es reiterativo. Supongo que en su calidad de profesor jubilado, la repetición es una estrategia didáctica, que terminó interiorizando. Tengo que gastar rublos. En Irkutsk cambié trescientos euros y no veo cómo voy a gastármelos. Voy al vagón cafetería por una cerveza y tal vez por algo de comer, si es que tienen algo vegetariano. Solamente por gastar y descansar de X.. Al entrar al vagón cafetería, en una de las mesas, había una chica sentada con tres chicos, bebiendo cerveza. A razón de nada, la chica me dirigió su mirada y me sonrió. Esas sonrisas pizpiretas son el mejor cumplido. Luego pienso en Beckett, nos quiere llevar a la conclusión de que lo carnal es repulsivo. Además de una cocinera y otra señora más, cuya función ignoro, hay dos camareras en el vagón cafetería. Una resalta de sobremanera: lleva el pelo corto, de un intenso color rojo; ojos grandes, brillantes y azules; sus pechos destacan en su fisionomía alta y robusta. Calza unas botas que le llegan hasta las rodilla, de color blanco marfil, con un corte exótico. Cuando sonríe, muestra sus puentes dentales dorados. A ella le he pedido, con señas, un trago de vodka. Me miró con sorpresa y reproche a la vez; si fuera más confiado, aseveraría que hasta con coquetería. Tardó un poco, pero volvió con una taza para café negra y un zumo de naranja en tetrabrick pequeño. En la taza venía, servido, el vodka. Supuse que para disimular. Tal vez no quieren que el vagón se convierta en una cantina. Al salir del vagón cafetería, nos volvimos a topar la camarera y yo. Cuando abrí la puerta para salir, ella se disponía a entrar. Nos sonreímos, pero ninguno hizo por esperar para que el otro pasara. Nos volvimos de espaldas y rozamos nuestros culos por la estrecha puerta del vagón. El vodka me cayó bien. Dormiré. Paramos por media hora en la estación de Чернышевск (Chernyshevsk). La noche es cerrada y no me permitió ver la ciudad o siquiera salir de la estación. Sin embargo, pude disfrutar de las jardineras, con flores muy lindas. Afuera vi a una chica con un vestido estampado de dibujos de manga. Me da la sensación que la gente, acá, siguen la moda asiática, más que en Europa o América; aunque debo admitir que hay de todo, imposible negar su diversidad: eslavos, mongoles, mestizos... Me encantan los mestizajes, en parte porque me asumo como uno; por otro lado, me dan la sensación de que vislumbramos al humano universal. También, afuera, confirmé el meme que S. me compartió hace tiempo: why do slavs squat?. En el Internet me pareció un meme gracioso; frente a mi, fumando y con mala cara, mas bien me inspiran temor. Vuelvo a meditar sobre la conquista de Siberia por los cosacos, y sus semejanzas con el viejo oeste en E.E.U.U.. Ambos, los cosacos y los pioneros (menudo eufemismo) conquistaron territorio desconocido al aniquilar a las tribus autóctonas que hallaban a su paso. Mis pensamientos andan erráticos. Vuelvo a mi tema fetiche: la pulsión reproductiva. Expandirse, asumirse como meros mecanismos biológicos de supervivencia; infligir existencia sin consideración. La vida, insisto, no es un buen regalo. Otra noche en el transiberiano. Intentaré continuar con Beckett. ¿Cómo ser un buen soviético? Tercer día en el tren. Deben ser las ocho de la mañana. Segunda vez que cago en el tren. Esta vez fue aún más incómodo. Creo que habrá otra parada de media hora pronto. Afuera hay un bosque entre la bruma. Ayer, finalmente, pudimos descifrar, por completo, el itinerario que está pegado junto al enchufe del vagón. Indica cada estación donde el tren para, el tiempo que dura la parada y el desplazamiento del huso horario. El tren está regido bajo la hora de Moscú. Para saber la hora de dormir o de comer hay que hacer un poco de aritmética, usando la hoja del itinerario pegada en el vagón. El tren es un espacio escindido del mundo, donde sus habitantes hacen un esfuerzo por ajustarse a ese espacio, que constantemente abandona. Ya estamos en el huso horario de MCK+6 (seis horas adelante de Moscú). Entonces son las 8:18 de la mañana, hora local; las doce de la noche en la España peninsular; las cinco de la tarde en México, hora central. Llegamos a la estación de Ерофе́й Па́влович (Yerofey Pavlovich). El edificio de la estación tiene la forma de una embarcación vikinga. Es temprano y fui uno de los pocos que se apeó del tren. Lo primero que vi fue a un perro; un perro en la estación Pavlovich, irremediablemente me refirió al experimento de Pavlov. En una cosa estoy de acuerdo con X.: viajar en tour es matar la libertad en el altar del consumo. El turismo de agencia es la compra de experiencias enlatadas, producidas en serie, empaquetadas, domesticadas. Riesgos mínimos. Tus prejuicios permanecerán inalterados. No alarms and no surprises, please. ¿Qué es el turismo? ¿Cuál es su propósito? ¿Cuáles son sus límites? ¿Qué desarrollo cognitivo nos otorga el turismo? ¿El hacer turismo equivale a viajar? ¿Cómo podríamos deconstruir el negocio turístico? He vuelto a encontrarme al joven vecino de vagón, sumido en un libro de tapas blancas, en el pasillo. Mueve la boca. Creo que está orando. Tiene la pinta de ser un cristiano ortodoxo devoto. Ayer lo vi hacer lo mismo por la mañana. Tengo la impresión de que la fe ortodoxa es importante entre la población rusa. Sospecho que, además, jugó un papel importante en la contra-revolución de los años noventa. Me parecen especialmente devotas las mujeres: se ponen faldas simuladas de colores chillones y cubren sus cabeza con pañuelos; se inclinan varias veces al entrar a la iglesia; besan las imágenes tras un cristal. Hay muchos simbolismos en los iconostásis de sus iglesias. Stalin permitió libertad religiosa, que había sido prohibida por los revolucionarios, años antes. Aunque Lenin defendía la práctica de la fe en el seno del pueblo, pero como un asunto privado, ya que la espiritualidad es parte de la vida. El problema surge cuando, la religión organizada, desempeña el papel de promotor ideológico de la burguesía. Sí, Stalin, al igual que los revolucionarios anteriores, destruyeron iglesias, como la Catedral de Cristo Salvador, en Moscú, y ahora se han apresurado en reconstruir; de la misma manera han restablecido símbolos zaristas, como el águila bicéfala, con la que se asumían herederos del Imperio Romano. Terminé el último cuento de Beckett en el libro, First Love. Me siento aliviado. [..] In the end I told her I'd had enough. She disturbed me exceedingly, even absent. Indeed she still disturbs me, but no worse now than the rest. And it matters nothing to me now, to be disturbed, o so little, what does it mean, disturbed, and what would I do with myself if I wasn't? Soy injusto con Beckett. Mi aproximación a su obra ha sido de mala manera. Debo darle otra oportunidad, con más referencias. Pasaremos dos minutos en la estación de Сковородино (Skovorodinog). El jetlag me está pegando. Tengo el sueño que no tuve durante la noche. Los niños del vagón lo toman bastante bien, sin problemas aparentes. Debería tomar otra taza té para despertar. Debería ver el mundo. Debería... He comenzado el otro libro que traigo: La apariencia de las cosas, de John Berger. En su prólogo, Nikos Stangos dice Una consecuencia lógica de esta idea de libertad es la visión bergeriana de la propiedad y, en concreto, de la propiedad en relación con las obras de arte. En varios de estos ensayos y artículos expresa su desaprobación, su aversión a la propiedad. Para él, la propiedad es la negación de la libertad. La actitud occidental dominante con respecto al arte como propiedad es la negación total del arte; puesto que la propiedad es la negación de la libertad en el sentido de que poseer algo o el deseo de tener o poseer algo equivale a su deseo de esclavizarlo, transformarlo de complejo vivo y dialéctico de alternativas en un objeto muerto. ¡Qué emocionante! Una aproximación dialéctica a la crítica del arte. Siberia luce más y más frondosa, con respecto avanzamos hacia el este. ¿Qué es lo enfermo? ¿Qué es lo sano? ¿Sabemos distinguirlo siempre? ¿Podemos diagnosticar a una sociedad auto-destructiva? ¿Sólo la historia permitiría este diagnóstico? ¿Entonces, siempre será post facto? ¿Cómo sería vivir lejos? Y por lejos me refiero lejos de la ciudad, de lo urbano. Aprender a vivir de la tierra. Ser tierra. Qué lejos estoy de ella. Si nuestra civilización colapsa, yo sería el primeros en perecer, ya que sin ella y su tecnología, mis habilidades estorbarían más que ayudar. Cuán útil me parece la да́ча (dacha) para retornar a la tierra. De acuerdo con las guías, tanto la de Moscú como la de Irkutsk, todos los rusos, durante la época soviética, recibieron un pedazo de tierra fuera de las ciudades, la да́ча. Alrededor de sesenta metros cuadrados de tierra. En ella los rusos edifican casitas de verano y habilitan áreas de cultivo. La guía de Irkutsk nos confió que las dachas fueron vitales para el pueblo ruso durante la gran crisis económica en los noventas, cuando la transición al nuevo capitalismo ruso: el alimento escaseaba y la gente pasaba hambre, por lo que subsistían de lo que producían en sus dachas. Son las doce del día. Debería comer algo. Aprovechar este silencio. Comeré el plato típico del Transiberiano: noodles, té y galletas. El chico que creí británico es en realidad sudafricano. He conversado un poco con él. Supongo que le entusiasmó poder tener una conversación en inglés. Va a Corea del Sur, y viene desde San Petersburgo. El Transiberiano completo. De Sudáfrica a Sudcorea. Trabaja en Seúl como profesor de inglés. Me compartió sus percepciones sobre Corea del Sur, las cuales corresponden a otras opiniones que he escuchado, desde el discurso hegemónico y acrítico, que nos insiste en la preponderancia del individuo sobre la comunidad, en lo indispensable del Estado mínimo, en la política escindida de la sociedad civil, etcétera. Me confirmó las historias sobre el orgullo familiar que supone que uno de los miembros pertenezca a una mega conglomerado como Samsung, Daewoo o LG. La entrega total que implica para quien trabaja en una de estas corporaciones, sacrificando vida familiar y social. Pero, en el otro lado de la moneda, están las grandes huelgas obreras, ilegales en Corea del Sur, cuyo gobierno acusa de estar infiltradas por el enemigo país vecino, y que, por ende, reprime e invisibiliza (y los medios internacionales consienten). Me contó sobre qué significa ser extranjero en un país sumamente homogéneo y cohesionado: se traduce en exclusión. Los extranjeros siempre viven en otros edificios, en otras áreas, separados de los nativos. La convivencia se reduce a lo laboral y se minimiza el contacto social. Los extranjeros terminan haciendo vida con otros extranjeros. Lo que más me sorprendió de su conversación, fue la noticia de que, en Corea del Sur, la prostitución representa cerca del 2% de su PIB. Las coreanas son muy guapas, argumentó el sudafricano, razón por la que los japoneses, al invadir Corea, pusieron allí muchos prostíbulos. Ahora son los chinos los malos de la película. Me dice que los chinos se comportan como gangsters, y se dedican a actividades ilegales, al trapicheo, y son los principales consumidores de la prostitución. También, la contaminación del aire es culpa de los chinos, ya que se desplaza desde sus fábricas, carentes de todo control ecológico. ¿Cuánto del PIB en México viene de las actividades criminales de los cárteles? ¿Y en la aséptica Europa? Pasamos por un largo túnel. Los niños detienen sus juegos para captar, asombrados, la sensación de cruzar el túnel. Vuelve el alboroto infantil en el vagón. Creo que tomaré té y continuaré leyendo a Berger. He perdido mi separador de páginas. Me cansé de leer pronto y decidí caminar al vagón cafetería. Mis compañeros de tour están siempre allí. Las señoras catalanas no paraban de quejarse de lo aburrido y monótono que les está resultando el viaje y los paisajes; deploran la pobreza que les rodea. Sin embargo, justifican la pobreza que ven en España como algo excepcional, de gente que se salió del sistema, que no desea trabajar. El turismo sirve para confirmar prejuicios, nunca para cuestionarlos. Los turistas serán capaces de formular complejas hipótesis de cómo funciona el mundo, con tal de que su punto de vista sea siempre el de los buenos; los demás son los malos, haciendo gala de un vulgar maniqueísmo. Y como no reconocen estructuras sociales dentro de los sistemas de producción y consumo, de los ellos cuales son beneficiarios, todo se reduce a decisiones personales, por tanto, los malos son muy malos. Viajar debe plantear preguntas, nunca respuestas, ya que estas siempre serán meramente anecdóticas y acordes al discurso hegemónico e ideológico, que se nos impone de manera acrítica. Al formularle mis preguntas sobre el negocio turístico, J.M. me dijo "Son preguntas muy interesantes. Yo di clases en la facultad de hostelería en una universidad privada". Y no continuó. Antes de profundizar, la gente prefiere quedarse en la doxa, en lo anecdótico, que siempre tendrá más fuerza que cualquier análisis formal, exclamando "¡nadie me lo contó, yo lo vi!". Al salir del comedor, un ruso moreno, grande, gordo y, al parecer, ebrio (con la clásicas tacitas negras de café, con vodka dentro) me detuvo para preguntar mi nacionalidad, haciendo un gran esfuerzo, usando palabras inconexas en inglés. Le contesto que soy mexicano y sonríe con alegría. Estrechamos las manos, que cubre por completo con su inmensa y carnosa mano, y nos despedimos con ampulosas gesticulaciones. J. opina que posiblemente despierto la curiosidad de los rusos por mi fisionomía, que soy parecido a los de Chechenia, y los chechenos son los terroristas para los rusos. Le agradezco por infundirme temor y zozobra. Al volver, encuentro a los compañeros de camarote, en hibernación. Han dormido todo el día. Me puse a ver la televisión, es decir, la ventana del camarote. Las casas de madera y las empalizadas se extienden a lo largo de Siberia. Supongo que acá los menonitas, o similares, han sido mucho menos perturbados que en México o E.E.U.U.. [ Actualización: al regresar me enteré de la historia sobre la familia Lykov ] Abedules. Prados con flores amarillas y violetas. Mis nulos conocimientos de botánica me convierten en un pésimo escritor. No sabría por dónde empezar para aprender los nombres que le hemos dado a la naturaleza. Postes de telégrafo torcidos. Charcos inmensos. Muchos pinos (recuerdo a los arrayanes de la Patagonia). En las casas de madera que últimamente he visto, los marcos de las ventanas están pintadas con colores brillantes, como azul cielo o verde claro. Techos de dos aguas de madera y lámina. El tren va deteniéndose. Pararemos en Шимановская (Shimanovskiyi) por poco tiempo. La siguiente parada larga será en la noche. Шимановская es una población grande, de casas de madera. Lo único de cemento, visible, es la estación del tren. Ahora veo, a lado de la estación, un bloque de edificios de cemento, estilo soviético. Y más, y más edificios. De nuevo vuelven las casas de madera. Unas están hermosamente pintadas, en blanco los marcos de las ventanas y puertas, en gris las paredes y azul el techo. El bosque reaparece absoluto. El cielo, diáfano, se extiende hasta el horizonte, ese punto donde la tierra y el firmamento se besan. ¿Qué harán los adolescentes de esta región? ¿Con qué soñarán? Me acuerdo de la adolescente de Bariloche que conocí en el bus rumbo a Mendoza, en Argentina. Ella sólo quería largarse de Bariloche, estudiar lejos e ir de "boliche". Después me enteré que ir de boliche es ir de discotecas. Que vasta es la tierra y aún así no basta para nuestra mezquindad. Los niños en el tren juegan más confiados en el pasillo. Identifico que uno de ellos menciona algo sobre Ucrania, y los compañeros de camarote rusos, dejan de hablar entre ellos y prestan atención a la conversación de los niños, que están en el pasillo. Luego se miran entre ellos y ríen, como si el niño hubiera dicho algo gracioso. Sospecho que estos muchachos pertenecen al ejército de Rusia. Es más, la taza de té del chico moreno, tiene el dibujo de un soldado en posición de saludo militar. X. acaba de llegar al camarote y me confirma que existen vagones de tercera clase en el tren. Ahora entiendo lo que me dijo J. ayer: él, hace mucho, viajó en tercera clase, y que fue toda una odisea para él, aunque no hizo el recorrido entero del Transiberiano. X. me explica que en esos vagones no hay camarotes, sino literas en línea y que la vida allí es completamente comunal. Me pregunto si debería ir a conocer los vagones de tercera clase. Algo en mi me dice que no, que eso sería hacer turismo clasista. Viene a mi mente el estribillo de la canción Common People, de Pulp: Voy. Fui al primer vagón de "tercera clase". Hay como cinco más en el tren. Mientras caminaba, mi mente visualizaba la pintada que una vez vi en Barcelona, y que decía "Turistas, vosotros sois los terroristas". Sentí asco de mi mismo. Pero seguí avanzando. Crucé mi vagón, el vagón cafetería y luego dos vagones de primera clase; en el primero de ellos van J.M. y J.; atravesé uno más de segunda clase, y desde la ventana vi el famoso vagón comunal. Dudé en entrar, pero me armé de valor y abrí la puerta. Filas de literas con sábanas blancas, la gente echada o sentada; cháchara y música. Veo la espalda de una chica, alta, rubia, con pantalones cortos ajustados y camiseta de tirantes. Descubrirla allí me sorprende. Siento curiosidad y deseo ver su rostro. ¿Sería rusa o una turista de mucho coraje? [Actualización: leo que la tercera clase, o Platzkart, es la recomendada para chicas que viajan solas, ya que hay menos posibilidad de agresión que en un camarote con tres desconocidos.] Me detengo por un instante esperando a que vuelva el rostro, pero siento una mirada a mi costado. Miro de reojo y veo a un chico delgado, más bien enjuto, rubio, el cabello cortísimo, rostro cuadrado, duro; el estereotipo del eslavo; sus ojos azules se me clavaban con odio y recelo. Olvido mi interés por ver el rostro de aquella chica y sigo andando con dificultad, en aquél estrecho pasillo, flanqueado por gente, maletas y enseres. Llego al final de vagón y me encuentro con una fila. Caigo en cuenta que sólo hay un baño. En el vagón en el que viajo hay dos, uno a cada extremo. Esta fila, serpenteando entre grandes valijas, espera turno para hacer uso del baño. Yo intento seguir, pasar al siguiente vagón, pero los de la fila me miran con recelo. El chico rubio, de ojos azules, inyectados en odio, me sigue con la mirada. Me detengo sin saber qué hacer. Dudo. Trato de averiguar si puedo explicar que quiero pasar al siguiente vagón, pero entiendo que ya no puedo, la vergüenza me supera. Doy media vuelta y emprendo el regreso. ¡Que pase lo que tenga que pasar! El chico eslavo amaga con interceptarme. Sigo andando, cuando escucho una voz al extremo del vagón: "¡Mexicano!". ¡Era el ruso enorme y moreno que había conocido, más temprano, en el vagón cafetería! Caminé hacia él con alegría. Volví a estrechar sus voluminosas manos. No nos dijimos nada más, sólo nos sonreímos. De nuevo, con gestos ampulosos nos despedimos y salí aliviado de allí. No obstante la mirada de aquél eslavo, me ha seguido desde entonces. He hablado con X.. Debatimos si ir a conocer los vagones de tercera clase es una forma de turismo de clase. Él opina que no, pero estamos de acuerdo en algo: vivir realmente el Transiberiano es hacerlo en eso vagones. Lo demás son remedos clasistas. La experiencia comunitaria es allí, con sus conflictos, no en estos remedos burgueses, de ámbitos privados, de exclusión reconfortante. Además, coincidimos que la coexistencia de diferentes clases sociales dentro de una sociedad, es el foco más inflamable de la violencia social. En ocasiones quiero rehacerlo mi vida de nuevo, pero sin miedo. Miedo heredado. La última noche. Es calurosa. Pienso en aquellos, en aquel vagón, en mi allá. ¿Qué hacer? Leer. Sólo puedo hace eso. El espalda de la chica rubia y alta; la mirada, dura y azul, del chico eslavo, me persiguen. Cagué de nuevo. En esta ocasión fue delicioso. Me siento relajado y maravillado por el escusado soviético del tren. Es posible hacerse un auto-análisis de copro allí. Me pregunto cómo serían los ingenieros que los diseñaron, cuál es la ideología subyacente, tal como enunció Žižek: la ideología se refleja hasta en los retretes. Hemos parado en Белого́рск (Belogorsk). Es una parada de media hora. Bajaré a estirar las piernas. Parece que hay una estatua de Lenin. La gente duerme ya, pero yo he salido del camarote para ver la parada de Бурея (Bureya) desde la ventana del corredor. Es una parada de pocos minutos. Unos cuatro rusos, de facciones eslavas, delgados, haciendo alboroto, pasaron por el vagón y uno de ellos, más bajo que yo, se detuvo frente a mi para mirarme fijamente. Huelga decir que yo me acojoné. Comenzó hablarme en ruso e intenté hacerle entender que no hablo ruso. Entonces, la provodnitsa salió de su camarote, pero se limitó a observar, dispuesta a intervenir sólo si era necesario. Otro de los chicos, el más delgado y algo más alto que yo, comenzó ha escupir palabras en inglés: — Where... you? ... India? — I'm mexican. I'm from Mexico. — Mexico? —repitió sin entender. Luego cayó en cuenta. —Ah! México! —volvió a repetir pero con acento ruso. Y los otros tres dieron su aprobación. — You... —pronunciaba cada palabra con mucho esfuerzo.— Like... Russia? — It's beautiful. I love it! —me apresuré en contestar con entusiasmo. Volvieron a sonreír, excepto el chico que me encaró al principio. El rubio delgado alzó el pulgar y se marcharon. La provodnitsa regresó a su camarote. Yo vuelvo a la cama. Tengo un poco de hambre pero esperaré a mañana. Último día en el tren. Llegaremos a Vladivostok por la noche. La familia de la chica rusa con rasgos felinos está desayunando. Ya están vestidos y arreglados; ella ha dejado la bata asiática y trae puestas ropas occidentales. El resto del vagón duerme. Creo que son las once de la mañana. Su hijo, al salir de lavarse los dientes en el cuarto de baño, me sorprendió con un cándido "Hello!". Pienso en la paternidad. Mas no como consecuencia de la reproducción, sino como recibir la responsabilidad de una existencia, de una infancia entrañable, específica y universal. Aceptar y limitarse a ser ejemplo, que es el único legado. Siento un poco de congoja porque sé que, mucho de lo experimentando durante estos días, se diluirá en la memoria. Se irán los detalles, quedarán unas pocas esencias significativas. Son tantos los lugares que ya he olvidado. Y tal vez, de este viaje, poco será significativo. La chica de rasgos felinos, la camarera del vagón cafetería, los paisajes, las casas de madera, las estaciones con sus estatuas, todo eso se difumará, será parte de una escenografía perdida en el recuerdo, sin conexiones ni significantes, como tantos otros lugares y personas que se han cruzado de manera efímera en mi camino. Las vivencias burguesas, resultado del intercambio mercantil, no calan existencialmente. Existir es el constante devenir entre el ser y la nada, me repito. Lo que importa es el presente, construido día a día. Es decir, nuestras decisiones. Decidir es luchar contra la nada, que nos arrastra como un remolino, de manera inexorable. Decidir conscientemente, sin espacio al arrepentimiento, es el alimento del "ser", que es, a su vez, la respuesta a la pregunta ¿a dónde voy? Me duele terminar este viaje y no saber si podré hacerlo de nuevo, pero con más intensidad. He tenido la nariz reseca durante todo el viaje. Hay poca humedad en el ambiente. La dermatitis va de mal en peor. Tengo unas ronchas horribles. Todo es bosque. Tomaré un té. Hemos parado en Вя́земский (Vyazemskaya). Hay vendedores ambulantes, en la estación, de pescado ahumado, parecido al ómul, que venden allende al Baikal, y caviar rojo, que finalmente no me animé a comprar. A bote-pronto, siento arrepentimiento por no haberlo comprado, símbolo de estatus, pero mi racionalidad insiste fue lo mejor. El paisaje ha cambiado. Los árboles son distintos. Cada vez hay menos abedules. La vegetación parece más tropical. El calor aumenta. Más luz de sol. Las colinas están al norte. No obstante, las casas de madera permanecen. Hasta las nubes son distintas: hay más cúmulus cabalgando el firmamento. El ruso moreno, compañero de camarote, que dormía en el camastro superior al mio, me confirmó que, tanto él, como el otro chico, son soldados del Ejército de Rusia. Entendí que el rubio es marino. Del moreno, ni idea. Tomar decisiones es movimiento, autonomía. Que el presente no sea un muestrario de cosas bonitas, sino una decisión. Dejar atrás amores, entusiasmos, los que-tal-si. Decidir es elegir, y elegir es abandonar un resto. Elegir qué abandonar requiere coraje, compromiso, ya que lo asumido, el sí-ahora, exigirá el valor de ese resto, dejado allá atrás. Desaprensión. Es lo que preciso en este momento. Desaprensión. Soltar la belleza que constantemente huye de mi. No es importante la memoria eidética, ni los detalles, ni la exactitud. No. Es el poso, esa delectación suave y parsimoniosa. Mirar al horizonte y decir, como Neruda, "confieso que he vivido", aunque independientemente de las vivencias concretas. El viaje es diferente a la vida. Dialéctica de los abstracto y lo concreto. Repaso las fotos que tomé durante el viaje. Son escasas, muy escasas. Todo ha resultado así. Pero la plétora carece de sentido, sólo la escasez otorga significado y pertenencia. Hubo una parada de quince minutos en Pужино (Ruzhino). Había una máquina locomotora en exhibición, donde unos recién casados se tomaban su fotografía de bodas. La fiebre de las bodas, en Rusia, viene con el verano, es un enfermedad estacional. A un costado de la locomotora está una iglesia ortodoxa; al frente, la estatua Lenin indicando el camino. Los convidados eran todos occidentales, vistiendo ropas occidentales. No parece que estemos en el "lejano oriente". Tal vez no lo estamos en realidad. El paisaje ha vuelto a cambiar. Ahora son pastizales con arbustos distribuidos en grandes espacios. No hay árboles ya. Las montañas siguen al norte. Al sur, planicies. El ruso rubio, el marino, tiene un olor corporal muy penetrante. El olor se ha ido acentuado. Ahora, el camarote, huele a él. Me dan ganas de salir. Si no fuera por el aire acondicionado esto sería difícil de soportar. ¿Cómo será en los vagones comunales? Termino de leer el retrato de Walter Bejamin, según Berger, y salgo. Estamos a tres horas de Vladivostok. La gente se arremolina en los pasillos con impaciencia. La dialéctica ofrece habilidad de percibir las tensiones, la historia desde un presente inmóvil, pero que no se detiene. La dialéctica en sí misma tiene una tensión ineludible: asumir un pasado petrificado, aunque sea artificialmente, frente al presente fluido y caótico. Hemos recorrido tres husos horarios. Y este hecho resulta más impresionante en tren que en cualquier avión. El avión es suspensión temporal de la existencia. El tren, existencia que se desplaza. Observo a la chica de gafas y lycras grises que mira el paisaje desde la ventana del pasillo. Parece estar ansiosa por llegar, o tal vez no soporte a la gente de su camarote. Tal vez salga a respirar, como yo. El paisaje, en este momento, se parece a escenarios de "El Señor de los Anillos" o "Game of Thrones". Los soldados ya preparan su equipaje. Una de las niñas juega con el móvil de su papá, para presumir a las señoras catalanas. Quiere su atención. Las señoras se lo entregan a placer. Con los adultos ya no hay presunción de inocencia, cuando se busca la atención de otros. Se siente la excitación del final del camino; es la premonición del destino. Sólo quedan unas horas y hay que entregar sábanas, así como las tazas del té. El tiempo pasa por el tren, es cosa de sentirlo, sin premura ni desesperación. Sin anhelo. Llegará. Ya casi llegamos a la última parada de quince minutos. Es la estación de Уссури́йск (Ussuriysk). Al bajar a la estación, como era la última oportunidad que tenía, le he preguntado a la chica de rasgos felinos si podía tomarle una fotografía. Se negó. El acto fallido, el rechazo, suele trascender en la memoria. Aquí, mucha gente de los vagones de tercera clase, bajaron. También nuestro compañero de camarote, el ruso moreno, también se apeó en esta estación. Hasta ahora me percato que los soldados rusos, con quienes compartíamos el camarote, no cogieron, ni una sola vez, un libro, durante los cuatro días del viaje. Eso sí, estuvieron pegados a su móvil. No deja de ser un poco desesperanzador. Estamos entregando sábanas y vasos de té al ayudante de la provodnitsa. Anochece de nuevo. ¡Qué rápido se pasa el día! No sé qué dice X.; él sólo habla. Divaga. Debate consigo mismo. Pero requiere de un interlocutor, pasivo, que sólo escuche. Hay que ignorarlo, de manera prolongada, para que desista y pare. Él no conversa, da cátedra. La camarera del vagón cafetería, la chica pelirroja y de grandes ojos azules, pasó por el corredor del vagón mientras yo observaba el paisaje, desde la puerta de mi camarote, con los brazos apoyados sobre el marco superior. Al pasar frente a mi, me sonrió con coquetería y me picó la panza. Fue un gesto lindo. Las señoras catalanas se pusieron a bromear con ello. La gente aguarda en el pasillo con emoción. Es la última parada previa a Vladivostok, Угольная (Ugolnaya). Hay un enorme lago frente a las vías del tren. Tal vez sea mar. [Actualización: según Google Maps, es el Golfo de Uglovoy]. El ruso rubio, oriundo de Улан-Удэ (Ulan-Ude), me ha regalado un dulce sabor fresa y chocolate. ¡Hemos llegado a Владивосто́к (Vladivostok)! Cierro las notas del Transiberiano en este cuadernillo, habiendo recorrido 4.145 kilómetros desde Irkutsk.17/08/2016
18/08/2016
19/08/2016
20/08/2016